El Sacerdocio (y IV)

Conclusión

La existencia sacerdotal como tragedia

Fue seguramente Bernanos, en su Diario de un Cura Rural, quien mejor supo describir como trágica la vida de un verdadero sacerdote.

Y quizá sea conveniente advertir, como de entrada, que el vocablo tragedia, o el de trágico en su acepción de adjetivo, no se toman aquí en su sentido habitual, sino en otro más bien derivado por más que haya de ser interpretado como verdadero. Y lo mismo cabe decir del vocablo fracaso cuando se aplica, como se ha hecho a lo largo de este trabajo, a un supuesto balance llevado a cabo a la culminación de la vida sacerdotal.

Si nos atenemos al sentido corriente y habitual de las palabras, la verdadera tragedia y el auténtico fracaso habrán de aplicarse con propiedad a la existencia de un mal sacerdote. Cuya explicación, en cuanto a la posibilidad del hecho y sus causas, así como a la de su destino final, sólo de Dios es conocida.

Pero la obra de Bernanos produce inevitablemente en el lector un cierto pesimismo. El cual, en cuanto que se refiere a un destino y a una vocación sobrenaturales, carece de cualquier explicación que lo avale. Puesto que es imposible encontrar huella alguna de pesimismo en ninguna realidad de contenido sobrenatural. De donde habría que deducir que la figura del Cura de Autricourt, pese a su merecido brillo en la Literatura universal, presenta un fallo ineludible que debería encontrarse por alguna parte.

Aquí sería fácil comenzar a buscar posibles causas de lo dicho en la grave enfermedad del personaje y la terrible soledad en la que vivía, junto a su fracaso pastoral con respecto a los fieles que le habían sido encomendados. Razones todas ellas de sencilla refutación, en cuanto que ninguna puede justificar los sentimientos de abatimiento y tristeza que parecen desprenderse del personaje. Hasta podría decirse incluso que la soledad, la enfermedad o el fracaso pastoral, parecen ser condiciones de obligado acompañamiento a una santa existencia sacerdotal.

Es posible que la verdadera razón del pesimismo que parece desprenderse de la obra sea más compleja, y hasta imposible de explicar por cualquiera que no sepa situarse en el punto de vista adecuado para juzgar el problema.

En primer lugar, no suele tenerse en cuenta que el Cura de Autricourt era sacerdote. Y como tal, sería bastante difícil que cualquiera que no lo sea pueda juzgar la situación de su pretendida tragedia. Y Bernanos no lo era, por más que nadie vaya a poner en duda su condición de verdadero cristiano. Sin embargo, se da la circunstancia de que el corazón sacerdotal, por razón del carácter recibido en la ordenación, solamente puede ser conocido por otro sacerdote. De donde puede suceder que un laico, por más que posea mucha más santidad que cualquier determinado sacerdote, nunca dejará de ser laico y de permanecer inaccesible, por lo tanto, al santuario del alma sacerdotal.

En segundo lugar, y como punto aún más importante olvidado no obstante por Bernanos al dibujar su personaje, es que la tragedia del sacerdote no es una tragedia en el sentido en el que pueda serlo cualquier otra, en un grado mayor o menor cuya gravedad aquí sería indiferente a tener en cuenta, sino que es una tragedia enteramente sui generis, en absoluto equiparable a ninguna que haya podido existir. Por la sencilla razón de que es un trasunto de la tragedia del Gólgota, que aun siendo verdadera tragedia es de un orden superior y distinto a todas las demás, en cuanto que, además de otras circunstancias y peculiaridades, fue precisamente la que dio la vida al Mundo.

Es por eso por lo que la existencia de un verdadero sacerdote no puede jamás desprender de sí misma un sentido pesimista. Y tanto menos pesimista, y sí en cambio el de triunfalista y glorioso cuanto más el mundo llegue a considerarla como una existencia fracasada y triste.

Ambos puntos, como no podía ser menos, escaparon a la genialidad de Bernanos, y de ahí el inconfundible cariz de pesimismo que se desprende de su personaje. He ahí la razón de que cuando se considera la novela en su conjunto, y aun reconociendo su indiscutible valor literario, es difícil negar que la pintura que hace del personaje, pese a la innegable grandeza de su figura, carece sin embargo de trazos importantes que lo dejan incompleto, al mismo tiempo que lo convierten —al menos desde una cierta óptica, desde la que hubiera sido necesario contemplarlo— en irreal y meramente ficcional. A no ser que se le hubiera querido hacer aparecer como un fracasado en su vocación y en su existencia sacerdotales, cosa sin duda alguna ajena a la mente de Bernanos.

Es cierto, sin embargo, que el aparente pesimismo de la novela queda en parte redimido en la culminación de su Epílogo. Cuando el ex sacerdote amigo, en cuyo ático de París se había refugiado el Cura de Autricourt ya casi moribundo, le comunica que no iban a llegar a tiempo los auxilios espirituales de la vecina parroquia a la que se había avisado. El Cura Rural, ya en los estertores de la agonía, responde con unas palabras de las que dijo Charles Moeller, con toda razón, que ha venido a ser la frase más bella de toda la Literatura del siglo XX: ¡Y qué más da! Ya todo es gracia…

La existencia sacerdotal como tragedia pasa desapercibida para el mundo, si entendemos este vocablo en el sentido comprensivo de todo aquél que no sea sacerdote.

La enemistad de Jesucristo con el Mundo es narrada repetidamente por las Escrituras: Vino a los suyos, pero los suyos no le recibieron[1] Estaba en el mundo, y el mundo fue hecho por Él, y el mundo no lo conoció[2] Si el mundo os odia, sabed que a mí me odió primero[3] En el mundo padeceréis persecución; pero tened confianza, porque yo he vencido al mundo.[4] Por lo que no es extraño que se haga patente de un modo especial en la vida del sacerdote como continuador que es de su misión, su destinación a ser desconocida y aun despreciada por el mundo, como ya lo escribió San Pablo de un modo bastante descriptivo:

En todo nos acreditamos como ministros de Dios: con mucha paciencia, en tribulaciones, necesidades y angustias; en azotes, prisiones y tumultos; en fatigas, desvelos y ayunos; con pureza, con ciencia, con longanimidad, con bondad, en el Espíritu Santo, con caridad sincera, con la palabra de la verdad, con el poder de Dios; mediante las armas de la justicia, en la derecha y en la izquierda; en honra y deshonra, en calumnia y en buena fama; como impostores, siendo veraces; como desconocidos, siendo bien conocidos; como moribundos, y ya véis que vivimos; como castigados, pero no muertos; como tristes, pero siempre alegres; como pobres, pero enriqueciendo a muchos; como quienes nada tienen, pero poseyéndolo todo.[5]

El sacerdote vive en el mundo y entrega su vida por los hombres sus hermanos. Pero no por eso espera —no puede esperar— reconocimiento ni agradecimiento alguno de parte de sus hermanos, ni tampoco de parte del mundo. Su vida está escondida en Cristo —única cosa a la que aspira su corazón y que lo satisface— y él está muerto para el mundo. De donde lo que San Pablo decía a los Colosenses tiene una aplicación especialísima para él: Estáis muertos, y vuestra vida está escondida con Cristo en Dios.[6] Y hablando de sí mismo añadía el Apóstol algo que también corresponde a quien ejercita el sacerdocio, pero de un modo singular y en un mayor grado que a cualquier cristiano:No me gloriaré sino en la cruz de Nuestro Señor Jesucristo, por quien el mundo está crucificado para mí y yo estoy crucificado para el mundo.[7]

El gran secreto de la vida del sacerdote, muy al contrario de lo que podría pensar el espíritu mundano e incluso él mismo, no consiste meramente en el hecho de que contemple su propia vida como tragedia, como en realidad lo es ciertamente. Sino en que encuentre en eso su gloria y su alegría, sin desear nada distinto. San Pablo ya decía, como acabamos de ver, que se gloriaba en el hecho de estar crucificado con Cristo y para el mundo. De donde se concluye que el sacerdote jamás dará fruto en su ministerio, y ni siquiera hallará el secreto de la Alegría aun en esta vida, mientras no considere su gloria en ser olvidado, menospreciado e incluso perseguido. También aquí podríamos decir que el fruto del ministerio resulta en razón inversamente proporcional al intento de vivir su propia vida por parte del sacerdote. En cuanto al número de ministros sagrados que, a causa del afán de protagonismo, habrán arruinado su existencia incluso tal vez para toda la eternidad, es otro de los misterios de la Historia de la Iglesia, sólo de Dios conocido y providencialmente ignorado por parte de los que todavía militan en Ella a través del ministerio.

El punto central alrededor del cual gira esta historia, como fácilmente puede deducirse de todo lo dicho, es elamor a Jesucristo. El sacerdote está convencido, no ya solamente que su misión consiste en ser continuador de la propia misión de su Señor, lo que sería poco para él aun siendo mucho, sino que precisamente porque es otro Cristo —Alter Christus, como siempre ha dicho la recta Doctrina—, no desea otra cosa que la de identificarse con su Maestro, conducido en aras del amor hacia Él y puesto que el amor anhela ardientemente unir el propio destino al de la Persona amada. Y si tragedia fue la vida de su Maestro y Señor, tragedia y no otra cosa es lo que él desea como culminación de la suya propia.

El destino trágico del sacerdote supone la necesidad de que viva de la esperanza. Y como hemos repetido a lo largo de este escrito, las virtudes básicas de la existencia cristiana, si bien son patrimonio de todos los cristianos, se corresponden de una manera especial y peculiar con la existencia sacerdotal. Aunque de tal manera que alguna de estas peculiaridades le afectan a esa existencia en exclusiva, que es lo que ocurre, en cierto modo, con la esperanza.

Pues la esperanza es necesaria para la práctica de la virtud, por lo que a una virtud heroica le corresponde una esperanza heroica, a semejanza de Abrahán que supo esperar contra toda esperanza.[8] Además, la esperanza es una virtud teologal, que está en íntima relación, por lo tanto, con el amor. Todo lo cual queda confirmado por las palabras del Apóstol San Pablo: Pero no sólo esto, sino que también nos gloriamos en las tribulaciones, sabiendo que la tribulación produce la paciencia; la paciencia, la virtud probada; la virtud probada la esperanza. Una esperanza que no será defraudada,[9] en un texto referido muy especialmente a la existencia sacerdotal.

Pero la esperanza anhela conseguir con seguridad lo que aún no se tiene y lo que todavía no se ve. Pues como dice el Apóstol, una esperanza que se ve no es esperanza; pues ¿acaso uno espera lo que ve?[10]Con lo que hemos llegado al punto neurálgico que determina como trágica la existencia del sacerdote. Cuyo corazón, que se supone enamorado de Jesucristo, vive por eso mismo en la ansiedad de que todavía no se siente plenamente identificado con Él, o que tampoco lo ama tan ardientemente como debiera ni como él desearía hacerlo. Y aun lo más doloroso de todo, como sentimiento que más profundamente agobia su alma, porque todavía no lo ve cara a cara ni lo posee plenamente. ¿Y acaso existirá algo más amargo, que más inflame en ardor a un alma enamorada que sufrir la ausencia de la persona amada…?

Alguien pensará con razón que nos adentramos en un terreno de la mística al que no está obligado estrictamente el sacerdote. Sin embargo la Doctrina no se ha hartado jamás de repetir que el sacerdote es Alter Christus y que debe ser santo. De donde el problema reside en que éstas y parecidas expresiones han degenerado hasta convertirse en meros tópicos a los que nadie presta atención alguna, y de ahí la tremenda realidad: porque el sacerdote que de antemano no ha puesto su mira en alcanzar en su vida una íntima unión y amistad amorosa con Jesucristo, ya ha renunciado para siempre a una vida abundante en frutos y gracias del Cielo, tanto para sí mismo como para las almas. Y cualquier ministro del Señor, llamado como ha sido a una vocación de apostolado intenso —Para que déis fruto, y vuestro fruto permanezca[11]— que no se haya planteado al comienzo de su existencia consagrada la necesidad de la santidad, se encontraría, aun sin saberlo, en una situación que lo convertiría en el más desgraciado de los hombres.

Pero San Juan de la Cruz, el místico verdaderamente enamorado de Jesucristo, expresaba los sentimientos de que hablamos en sus maravillosos versos:

En una noche oscura,
con ansias en amores inflamada,
¡oh dichosa ventura!,
salí sin ser notada,
estando ya mi casa sosegada.[12]

¿Adónde te escondiste,
Amado, y me dejaste con gemido?
Como el ciervo huiste
dejándome herido;
salí tras Ti clamando y eras ido.[13]

 

De esta forma, la existencia sacerdotal, aun estando realmente llamada a culminar un destino trágico —en el sentido más real y profundo del vocablo— jamás podrá ser considerada como trágica según el modo como el mundo entiende este vocablo. Sino como un camino que alguien recorre y que, aun estando realmente marcado por la Cruz y sofocado por los trabajos y sufrimientos, se halla señalado al mismo tiempo —por extraña e inexplicable paradoja— por los dulces y maravillosos sentimientos que en el alma del viandante solamente puede causar el amor, ahora saboreados solamente en arras, pero destinados a deflagrar en el Fuego del Amor infinito una vez que al fin se ha llegado a la Meta.

Ante el éxito y la posibilidad de una vida fácil, incluidos el reconocimiento del mundo y hasta una fructuosa cosecha de abundantes frutos de apostolado; o por el contrario, el estrepitoso fracaso de una existencia inútil ante los ojos del mundo, plagada de trabajos y sufrimientos que culminaron luego en una vida y muerte que jamás llegaron más allá de pasar indiferentes y desconocidos para el mundo, el sacerdote enamorado del Señor Jesús elegiría sin duda este segundo destino, y no por otra razón sino porque sería el mismo que el de su Maestro.

Es por eso por lo que, tal como sucedía con los actores que en el Mundo Antiguo intervenían en la Tragedia griega, también aquí es necesaria alguna especie de coturno para representarla. El cual consiste precisamente en el hecho, absolutamente necesario e indispensable, de la disposición a abrir el corazón al verdadero Amor. Y de ahí que el único criterio para evaluar la autenticidad de una verdadera vocación al sacerdocio sería el de la capacidad para sentirse enamorado.

Padre Alfonso Gálvez

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[1] Jn 1:11.

[2] Jn 1:10.

[3] Jn 15:18.

[4] Jn 16:33.

[5] 2 Cor 6: 4–10.

[6] Col 3:3.

[7] Ga 6:14.

[8] Ro 4:18.

[9] Ro 5: 3–5.

[10] Ro 8:24.

[11] Jn 15:16.

[12] San Juan de la Cruz, Noche Oscura del Alma.

[13] San Juan de la Cruz, Cántico Espiritual.

Padre Alfonso Gálvez
Padre Alfonso Gálvezhttp://www.alfonsogalvez.com
Nació en Totana-Murcia (España). Se ordenó de sacerdote en Murcia en 1956, simultaneando sus estudios con los de Derecho en la Universidad de Murcia, consiguiendo la Licenciatura ese mismo año. Entre otros destinos estuvo en Cuenca (Ecuador), Barquisimeto (Venezuela) y Murcia. Fundador de la Sociedad de Jesucristo Sacerdote, aprobada en 1980, que cuenta con miembros trabajando en España, Ecuador y Estados Unidos. En 1992 fundó el colegio Shoreless Lake School para la formación de los miembros de la propia Sociedad. Desde 1982 residió en El Pedregal (Mazarrón-Murcia). Falleció en Murcia el 6 de Julio de 2022. A lo largo de su vida alternó las labores pastorales con un importante trabajo redaccional. La Fiesta del Hombre y la Fiesta de Dios (1983), Comentarios al Cantar de los Cantares (dos volúmenes: 1994 y 2000), El Amigo Inoportuno (1995), La Oración (2002), Meditaciones de Atardecer (2005), Esperando a Don Quijote (2007), Homilías (2008), Siete Cartas a Siete Obispos (2009), El Invierno Eclesial (2011), El Misterio de la Oración (2014), Sermones para un Mundo en Ocaso (2016), Cantos del Final del Camino (2016), Mística y Poesía (2018). Todos ellos se pueden adquirir en www.alfonsogalvez.com, en donde también se puede encontrar un buen número de charlas espirituales.

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