La Santa Misa
La Misa es el acto principal y el núcleo de todo el culto cristiano, además de ser también el principio vital que informa toda la existencia sacerdotal. Y es haciéndola realidad en sí mismo, mediante la incorporación a su propio ser, como el sacerdote comunica la vida a sus hermanos los demás hombres.[1]
Se va produciendo aquí también, con el paso del tiempo, un cambio en las perspectivas. Pero puesto que seguimos hablando de sacerdotes según Cristo y solamente de ellos, conviene hacer notar, como introducción al tema, que el amanecer de la vida sacerdotal suele comenzar por el buen cuidado a poner en las ceremonias. Quienes un día recibimos la gracia inestimable de vivir estas realidades, sabemos que la Misa Tradicional, a diferencia de la Misa del Novus Ordo, exige conocimiento de la Liturgia y cierta práctica en la celebración, como cosas necesarias para el adecuado uso de las ceremonias. De ahí el cuidado y la delicadeza que en los tiempos antiguos solía guardarse en los ritos litúrgicos, los cuales fueron siempre considerados como el umbral introductorio en el mundo de lo sagrado.
Pues nadie hasta ahora había pensado en la Iglesia en algo tan singular como que la devoción y el esplendor del culto tuvieran que ir necesariamente unidos a la prisa, al recorte y supresión de oraciones en razón de la brevedad —a veces hasta oraciones esenciales—, a la vulgaridad y a la misma ordinariez.
Fui Maestro de Ceremonias en mi época de seminarista, como suelo recordar frecuentemente (sin que pueda disipar de mi mente la sospecha de que lo hago para darme cierta importancia). Personalmente hube de iniciar en el aprendizaje de las ceremonias de la celebración a compañeros próximos a recibir el presbiterado, para lo que tuve que dedicar al estudio de la Liturgia una buena parte del escaso tiempo de que disponía. Sea como fuere, los jóvenes de entonces, lo mismo que los de ahora, comenzábamos nuestra andadura ministerial con el cuidado de celebrar la Misa con fidelidad a las normas de la Liturgia, como cosa que suele ser lo primero en atraer la atención de un nuevo e ilusionado sacerdote. Lo cual, aparte de ser cosa enteramente normal, es bueno y necesario que así sea.
Por eso puse tanto cuidado en mis primeros años de sacerdocio en celebrar la Santa Misa con corrección, procurando cumplir fielmente las complejas y minuciosas normas que desde siglos habían regulado la Misa Tradicional. Trataba de celebrarla con todo el respeto y delicadeza de los que era capaz, y hasta si se quiere con devoción. Sin embargo, una vez más y como siempre, con el paso de los años y la mayor madurez que el tiempo proporciona, fui comprendiendo que tal forma de celebrar el Sacrificio, aun siendo la correcta y no carente de amor a Jesucristo, aún no respondía a la verdadera esencia de la Misa. Pues aunque yo estaba convencido de que celebraba la Misa con minuciosa fidelidad, todavía andaba mi espíritu muy lejos de haber profundizado en toda la riqueza de su contenido.
El cual exige celebrarla plenamente identificado con Jesús, y sobre todo con su Muerte, una vez que sabemos con certeza que la Misa es realmente el Santo Sacrificio. Y ciertamente que es Santo, puesto que así puede decirse con toda exactitud, pero Sacrificio al fin y al cabo. Y no un Sacrificio simbólico o meramente recordatorio, sino absolutamente real. Que afecta igualmente —cosa que suele olvidarse con frecuencia— tanto a la Víctima principal que es Jesucristo, como al mismo sacerdote, aunque él participe en la inmolación de un modo especial. Y si suele decirse justamente en la Catequesis ordinaria que los fieles asistentes participan a su modo del Sacrificio, con tanta mayor razón puede asegurarse que es en la Misa donde el celebrante muere verdaderamente con Jesucristo. La cual muerte, aun no siendo muerte física, podrá ser llamada mística, sobrenatural, espiritual o de alguna otra forma como se la quiera denominar, puesto que no existe terminología adecuada para expresar realidades que sobrepasan con mucho el mundo de lo natural y la capacidad del entendimiento humano (y de ahí la necesidad de la ayuda que proporciona la Fe). Pero es de todos modos imprescindible que el ministro celebrante se sienta identificado con Jesucristo y que la Misa se convierta para él en vida de su propia vida, a fin de que ésta pueda llegar a ser a su vez germen de vida también para los fieles. Para lo cual, como hemos dicho, es preciso que el sacerdote, no solamente se sienta identificado con Cristo junto con su Muerte, sino que realmente muera con Él.
Tan terrible misterio y tan dura realidad convierte la existencia ministerial en un acontecimiento trágico cuya comprensión, por parte del sacerdote, solamente se alcanza con la madurez que proporciona el paso de los años. Momento en el que el ministro de Jesucristo comienza realmente a comprender que el drama del Sacerdocio implica la necesidad de morir con su Maestro como condición para dar fruto. Pues, como dice la Carta a los Hebreos, sin derramamiento de sangre, no hay remisión.[2] Todos los otros caminos —¿Nuevas Evangelizaciones?— son secundarios, accidentales, coyuntarales, circunstanciales, eventuales, casuales, ocasionales y todo lo que se quiera decir. Pero inútiles en realidad si falta el requisito principal y esencial.
La muerte en Cristo y con Cristo —que nunca deben ser interpretadas en sentido simbólico o, como alguien diría, espiritual— produce tan fuerte impacto en la existencia sacerdotal como para causar una inmolación que también ha de ser tomada en su sentido real y más profundo. Así es como la vida del sacerdote, ahora convertida en una verdadera muerte en Cristo a lo largo de todas sus actividades del quehacer diario, adquiere el grado supremo de realidad en el momento del Sacrificio de la Misa, que es el lugar en el que la muerte mística del ministro que la celebra alcanza un punto culminante y donde incluso puede afectarle de forma la más dolorosa, por más que tal cosa pase desapercibida. Pero he ahí, sin embargo, lo que constituye la gloria de cualquier existencia sacerdotal: morir por amor a la Persona amada y juntamente con ella, convirtiéndose ambas en semillas de fruto abundante.
Toda una serie de sublimes misterios ante los cuales, como sucede siempre con las cosas más sublimes, el mundo no suele enterarse de nada. Y aquí otra de las más tremendas realidades de la existencia cristiana la cual afecta particularmente al sacerdote: que el amor y el aprecio por parte de Dios suelen ser inversamente proporcionales al desprecio y al odio por parte del mundo.
El problema radica aquí, como tantas veces sucede con las palabras de Jesucristo, en que los cristianos tienden más bien a atribuirles un sentido poético, espiritual o simbólico si se quiere, sin prestar atención al significado que se desprende de la profundidad de su significado literal. Por eso no suele considerarse lo drástico del contenido de sus palabras ni de las consecuencias que de ahí se derivan con respecto a la vida real: Si el grano de trigo no cae en la tierra y muere, se queda solo. Pero si muere, da mucho fruto.[3]
No existe otra forma de que la vida del sacerdote produzca un fruto abundante y permanente si no es por medio de la inmolación de su propia vida, tal como se deduce de las palabras de Jesucristo: Yo os he elegido y os he puesto para que vayáis y déis fruto, y vuestro fruto permanezca,[4] corroboradas luego mediante los caminos que conducen a la Cruz. Y en realidad no existe otro medio de apostolado que sirva como instrumento eficaz para la salvación de las almas.
Así se explica la inutilidad de los esfuerzos de las Nuevas Evangelizaciones, que no son sino la demostración de que la moderna Pastoral de la Iglesia ha perdido el norte. Los métodos de Evangelización, al menos por lo que hace a sus líneas generales, están clara y suficientemente explicados en el Evangelio. Pero los problemas comenzaron cuando el Protestantismo liberal, el historicismo y los métodos bultmanianos de interpretación (las famosas ipsisima verba) comenzaron a poner en duda la historicidad de los testimonios escriturísticos en un primer momento, para extenderse después a negar su veracidad. El Catolicismo pronto se dejó seducir por los pretendidos avances de tales métodos de investigación, con la consecuencia de la pérdida paulatina de confianza en las conclusiones de la Comisión Bíblica Pontificia, que finalmente acabó desapareciendo. Otra prueba más de que las pretendidasmodernidades han sido siempre la tentación de los acomplejados y débiles en la Fe.
De manera que el destino que aguarda al sacerdote fiel a su vocación es el de sufrir muerte de Cruz con su Maestro, a semejanza del grano de trigo y tal como lo proclama con claridad la consigna del Señor. Y como nos enfrentamos a realidades y no a simbolismos o abstracciones, preciso es decir que la muerte, sea la muerte física del cuerpo o la muerte mística del alma, hacen siempre referencia a una muerte real —por más que una y otra sean de índole distinta—, por lo que también la segunda habrá de ser dolorosa y angustiosa no menos que la primera.
El misterio de la muerte a sí mismo por amor a Jesucristo, válido para cualquier cristiano pero de un modo especial para el sacerdote, adquiere su máxima realidad en este último mediante la celebración del Santo Sacrificio. La cual eleva al sacerdote a un mundo distinto y sobrenatural, tan extraño a lo ordinariamente conocido como para que el limitado lenguaje humano se sienta incapaz de describirlo. Ese mundo, que alguien imaginaría impropiamente como de ensueño, enteramente sustraído al tiempo y al espacio, se encuentra situado en un nivel distinto al de todas las cosas de este mundo. La celebración del Misterio Eucarístico, para el ministro de Jesucristo que a lo largo de su vida, ayudado de la gracia, ha hecho suyas las palabras del Apóstol, en nada me gloriaré sino en la Cruz de Nuestro Señor Jesucristo, por quien el mundo está crucificado para mí y yo para el mundo,[5] lo inunda de indescriptibles sentimientos de gozo que otras veces pueden ser de sufrimiento, cuando no de ambos a la vez. Y lo que puede parecer extraña paradoja no es sino la simultaneidad de sentimientos en la que coinciden, a la vez o alternativamente, las angustias de la muerte con la suprema alegría de sufrirla por y junto con la Persona amada.
El fruto del Santo Sacrificio depende en gran medida de la conciencia existente en el alma del mismo sacerdote acerca de estas realidades. La cual depende, a su vez, tanto de la medida de las gracias personales recibidas por él para el cumplimiento de su ministerio, como de su generosa cooperación a tales gracias. Sucede aquí algo semejante a lo que ocurre con la predicación, tal como explicaremos después, puesto que un sacerdote que no se sienta dolorosamente herido —realmente herido, bien sea de un modo místico pero real— por el efecto producido en él por la Misa, puede estar seguro que la celebración del Misterio Eucarístico ha quedado reducida en su caso a lo que causaría la de una ceremonia litúrgica de cualquier otra clase, o poco más cuando no menos.
Tan sublime realidad ocurrida en la Celebración —la angustia de la muerte y el gozo de morir por y junto a Alguien a quien se ama— suele pasar desapercibida para el común de los fieles justamente y en la medida que media entre el sacerdocio común de todos los cristianos y el sacerdocio ministerial. Nos encontramos aquí ante una de las gracias más preciadas y exclusivas del ministerio que el sacerdote fervoroso sabe guardar celosamente en su corazón, según el dicho veterotestamentario de que es bueno mantener oculto el secreto del rey.[6] Pues ciertas cosas demasiado sublimes y elevadas ocurrentes en la vida del sacerdote quedan reservadas para Dios, según la consigna del Apóstol pronunciada más especialmente para él: Estáis muertos, y vuestra vida está escondida con Cristo en Dios.[7] Sentirse muerto y desconocido por el mundo, como corresponde a una vida escondida con Cristo y que pertenece especialmente a Dios, es condición esencial en la existencia de un sacerdote.
De ahí que el sacerdote no pueda esperar reconocimientos o recompensas por parte del mundo. Ni tampoco se ha de extrañar, sino sentirse colmado de alegría, cuando suceda lo contrario: Si fuéseis del mundo, el mundo amaría lo que es suyo; pero porque no sois del mundo, sino que yo os elegí del mundo, por eso el mundo os odia…[8] Ved el amor que nos ha dado el Padre, hasta llamarnos hijos suyos ¡y que lo seamos realmente! Por eso el mundo no nos conoce, porque tampoco lo conoce a Él.[9] En realidad tendrá que sentirse un alienado y un desterrado por y para el mundo, y es según tales parámetros como deberá delinear el diagrama de su vida. La cual no puede ser otra cosa que un trasunto de la de su Maestro, quien culminó su existencia en muerte de Cruz dando así la vida al mundo. Por eso mismo, y por encima de cualesquiera consideraciones que puedan existir en su haber por parte del mundo, el sacerdote, si bien es consciente de que ha sido constituido para las cosas que miran a Dios, sabe también que ha sido puesto en favor de los hombres, para que ofrezca dones y sacrificios por los pecados.[10] En definitiva su vida ya no es suya, puesto que está destinada a ser inmolada y entregada por amor primero a Dios, y luego, como prolongación y extensión de ese mismo amor, a todos sus hermanos los hombres a los cuales se pertenece.
El Santo Sacrificio de la Misa, aunque fue instituido por Jesucristo para todos los fieles, una parte de lo más elevado de su contenido queda como reservada para el celebrante, a manera de un exclusivo y delicado secreto. El cual es tan sublime que ni el mismo sacerdote sería capaz de manifestarlo más allá de su propio mundo interior. Pues si el secreto del rey es conveniente guardarlo, según hablaba el Libro de Tobías, aún más por la especial razón de que contiene en sí el misterio inexpresable que llevan consigo la dulzura y la intimidad del tú a tú en la amorosa relación esponsorial divino–humana:
(Continuará)
Padre Alfonso Gálvez
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[1] El Diablo, conocedor de que no puede eliminar por completo la Misa de la vida de la Iglesia, ha trabajado intensamente para despojarla de su carácter y de su sentido sacrificial. Lo cual equivale a reducirla casi a la nada. Para lo cual ha utilizado su conocida técnica de los engaños y la aportación de falsas razones: la comodidad que proporciona la mayor brevedad, la adaptación a los nuevos tiempos y a la mentalidad de la época, la mayor facilidad y mejor participación que representa para los fieles el uso de las lenguas vernáculas, la eliminación de las rúbricas para dar paso a la libertad y espontaneidad del celebrante, etc., etc. Las desastrosas consecuencias que vinieron después se encargaron de demostrar la oportunidad de las mejoras.
[2] Heb 9:22.
[3] Jn 12:24.
[4] Jn 15:16.
[5] Ga 6:14.
[6] To 12:7.
[7] Col 3:3.
[8] Jn 15:19.
[9] 1 Jn 3:1.
[10] Heb 5:1.
[11] San Juan de la Cruz, Cántico Espiritual.