Eliminación de la Pena de muerte: Cómo Juan Pablo II sentó precedente para Francisco

Dos décadas antes de que el Papa actual causara consternación entre los fieles por ignorar la enseñanza anterior, uno de sus más amados predecesores hizo lo mismo exitosamente y casi sin gritos de protesta.

En relación a la pena de muerte por asesinato, el papa Juan Pablo II revirtió arbitrariamente siglos de enseñanza tanto en las escrituras como en la tradición, en favor del enfoque abolicionista que hoy la Iglesia sostiene. Sin embargo, el enfoque que cambió el criterio moral fundamental que la Iglesia aplica, conduce a la contradicción y la confusión, crea una equivalencia moral entre los perpetradores y las víctimas – y en última instancia, amenaza con la credibilidad teológica y moral de la Iglesia.

El Antiguo Testamento ofrece la capa más profunda de tierra para las raíces de la enseñanza tradicional. En Génesis 9:5-6, Dios ordena a Noé y a sus descendientes a ejecutar a los asesinos:

«Yo pediré cuenta de vuestra sangre…  Cualquiera que derramare sangre humana, por mano de hombre será derramada su sangre; porque a imagen de Dios hizo Él al hombre.»

Esta orden vino tras la inundación que destruyó un mundo moralmente caótico – y se repite en cada libro de la Torah, los primeros cinco libros que conforman la base de la Biblia.

La orden implica tres principios teológicos. Primero, si Dios es el autor de la vida, entonces Dios retiene el derecho a definir las circunstancias bajo las cuales la vida puede ser quitada. Segundo, Dios exige que la humanidad construya sociedades justas para proteger al inocente. Tercero, el asesinato es una violación tan atroz de la imagen divina en el hombre, que la ejecución es el único castigo apropiado.

Éxodo 20-23 elabora estos principios en la lex talonis, la cual aboga por un castigo proporcional a la ofensa – el significado original de «ojo por ojo, diente por diente.» En lugar de fomentar la venganza, tal como sostiene la jerarquía moderna, la lex talonis desalienta el vigilantismo ad hoc – el máximo deseo de venganza – en favor del debido proceso.

En el Nuevo Testamento, San Pablo refuerza la idea en su Carta a los Romanos. En el capítulo 12, desalienta a sus lectores de vengarse con sus propias manos citando Deuteronomio 32:35 («Mía es la venganza y la retribución»). En el capítulo siguiente, San Pablo los anima a recaer en el proceso apropiado por medio de las autoridades legítimas «no en vano lleva la espada (verso 4).»

Siglos de pensamiento católico reforzaron esos principios. En Ciudad de Dios, San Agustín escribió:

«el mismo legislador que así lo mandó expresamente señaló varias excepciones, como son, siempre que Dios expresamente mandase quitar la vida a un hombre, ya sea prescribiéndolo por medio de alguna ley o previniéndolo en términos claros, en cuyo caso no mata quien presta su ministerio obedeciendo al que manda, así como la espada es instrumento del que la usa; por consiguiente, no violan este precepto, “no matarás”, los que por orden de Dios declararon guerras o representando la potestad pública y obrando según el imperio de la justicia castigaron a los facinerosos y perversos quitándoles la vida.»

Santo Tomás de Aquino, en su obra maestra Summa Theologica, argumenta contra la idea de que el encarcelamiento es suficiente para proteger a la comunidad:

«si un hombre es peligroso a la sociedad y la corrompe por algún pecado, laudable y saludablemente se le quita la vida para la conservación del bien común. Mas el cuidado del bien común se ha comisionado a los gobernantes que tienen la autoridad pública. Por tanto sólo a ellos compete el matar a un malhechor, y no a las personas particulares, y solamente por aquellos que irrogan un daño irreparable o también por los que entrañan alguna horrible perversidad.»

En Summa Contra Gentiles, Aquino sostiene incluso que una ejecución inminente podría fomentar el arrepentimiento:

«El hecho de que los malvados, mientras viven, se pueden corregir de sus errores no prohíbe que puedan ser ejecutados con justicia, por el peligro que amenaza a su forma de vida es mayor y más seguro que el bien que puede ser espera de su mejora. También tienen en ese momento crítico de la muerte la oportunidad de convertirse a Dios a través del arrepentimiento. Y si son tan obstinados que incluso en el momento de la muerte de su corazón no retroceder de malicia, es posible hacer un juicio muy probable que nunca llegaría lejos del mal.”

Ni siquiera la hermana Helen Prejean, una de las más populares oponentes a la pena de muerte, sostuvo que el abolicionismo tiene raíces bíblicas, como admitió en su libro, Dead Man Walking:

«Está más que claro que la Biblia describe el asesinato como un crimen capital cuyo castigo apropiado es la muerte, y uno se ve en aprietos al intentar encontrar ‘textos de prueba’ tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento que lo refuten completamente. Incluso la advertencia de Jesús ‘Aquel de vosotros que esté sin pecado, tire el primero la piedra contra ella,’ cuando le preguntaron el castigo apropiado para una adúltera (Juan 8:7) – la Ley Mosaica estipulaba la muerte – debiera leerse en el contexto adecuado.

«Este pasaje es la historia de una ‘trampa’ que busca mostrar la sabiduría de Jesús para superar a Sus adversarios. No es un pronunciamiento ético contra la pena de muerte.» (énfasis nuestro)

El revisionismo de Juan Pablo tuvo sus raíces en su encíclica “Evangelium Vitae” de 1995. Si bien condenaba el aborto, la anticoncepción y la eutanasia, Juan Pablo declaró que la pena de muerte era fundamentalmente innecesaria:

«La autoridad pública debe reparar la violación de los derechos personales y sociales mediante la imposición al reo de una adecuada expiación del crimen… De este modo la autoridad alcanza también el objetivo de preservar el orden público y la seguridad de las personas, no sin ofrecer al mismo reo un estímulo y una ayuda para corregirse y enmendarse.

«Es evidente que, precisamente para conseguir todas estas finalidades, la medida y la calidad de la pena deben ser valoradas y decididas atentamente, sin que se deba llegar a la medida extrema de la eliminación del reo salvo en casos de absoluta necesidad, es decir, cuando la defensa de la sociedad no sea posible de otro modo. Hoy, sin embargo, gracias a la organización cada vez más adecuada de la institución penal, estos casos son ya muy raros, por no decir prácticamente inexistentes.» (énfasis nuestro)

El jefe de la Congregación para la Doctrina de la Fe durante el papado de Juan Pablo – el cardenal Joseph Ratzinger, hoy Papa Emérito Benedicto XVI – cambió el catecismo para reflejar la postura del fallecido Papa.

«Pero si los medios incruentos bastan para proteger y defender del agresor la seguridad de las personas, la autoridad debe limitarse a esos medios, porque ellos corresponden mejor a las condiciones concretas del bien común y son más conformes con la dignidad de la persona humana.» (énfasis nuestro)

Antes de «Evangelium Vitae,» el catecismo decía «Pero si los medios incruentos… la autoridad debiera limitarse….» (énfasis nuestro).

¿Cuál es la diferencia entre “debiera limitarse” y “debe limitarse”? “Debiera limitarse” es un consejo pero “debe limitarse” es una demanda. Con estas sustituciones, Ratzinger y Juan Pablo cambiaron el criterio moral fundamental, el de la imagen divina en la humanidad – un criterio impuesto por la escritura inspirada – a la habilidad del estado de encarcelar a los malhechores capitales.

Si bien su opinión escrita permitió la pena de muerte en circunstancias limitadas, Juan Pablo utilizó la encíclica como una fachada intelectual para su campaña personal en favor de la abolición de la pena de muerte en todo el mundo.

Durante su viaje de 1999 a los Estados Unidos, el fallecido Papa convenció con éxito al gobernador de Missouri, Mel Carnahan, de reducir la pena de muerte de Darrell Mease, quien había sido condenado por asesinar a tres personas – incluyendo una persona de 19 años con discapacidad.

En el año 2000, Juan Pablo pidió a los oficiales de la ciudad de Roma que dejaran las luces del Coliseo encendidas continuamente en memoria de quienes habían recibido penas de muerte. En 2001, el fallecido Papa escribió al presidente George W. Bush un pedido personal de clemencia por Timothy McVeigh, quien había asesinado a 168 personas en el bombardeo de la ciudad de Oklahoma en 1995.

Juan Pablo reveló su verdadera opinión sobre la pena de muerte, en una misa en Saint Louis, el 29 de enero de 1999, dos días después de que Carnahan redujera la sentencia de Mease:

«La nueva evangelización hace este llamamiento a los seguidores de Cristo que están incondicionalmente a favor de la vida: ¿Quién proclamará, celebrará y servirá al Evangelio de la vida en toda situación? Un signo de esperanza es la mayor conciencia que existe de que la dignidad de la vida humana no puede ser erradicada, incluso en el caso de alguien que ha cometido un crimen. La sociedad moderna tiene los medios para protegerse a sí misma, sin quitar definitivamente a los criminales la posibilidad de un cambio. Renuevo el llamamiento que hice recientemente en Navidad a favor de un consenso para acabar con la pena de muerte, que es tan cruel como innecesaria.» (énfasis nuestro)

Once meses después, en un discurso ante las Naciones Unidas, el cardenal Renato Martino vinculó el aborto con la pena de muerte y admitió que la Iglesia busca abolir esta última:

«La abolición de la pena de muerte… es tan solo un paso más en la creación de un respeto más profundo por la vida humana. Si millones de vidas son eliminadas desde sus raíces, y si la familia de naciones puede dar por sentados tales crímenes sin un cargo de consciencia, el argumento para la abolición de la pena de muerte se torna menos creíble. ¿Estará preparada la comunidad internacional para condenar semejante cultura de la muerte y abogar por una cultura de la vida?»

El Arzobispo Charles Chaput, en aquel momento en Denver, hasta comparó  al juez de la Suprema Corte, Antonin Scalia, con Frances Kissling – fundador y presidente de Catholics For A Free Choice, organización en favor del aborto – cuando Scalia expresó escepticismo respecto del enfoque de Juan Pablo sobre la pena de muerte.

«Cuando el juez de la Corte Suprema, Antonin Scalia, cuestiona la enseñanza de la Iglesia sobre la pena de muerte,» escribió Chaput en 2002 para la revista First Things, «el mensaje que manda no es diferente al de Frances Kissling, quien pone en duda lo que la Iglesia enseña sobre el aborto. Obviamente, no quiero decir que el aborto y la pena de muerte sean asuntos idénticos. No lo son, y no tienen la misma gravedad moral. Pero el impulso de agarrar y elegir lo que vamos a aceptar es el mismo estilo de un ‘católico de cafetería’ en ambos casos.»

Ratzinger intentó clarificar el asunto – y en el proceso destruyó el subterfugio retórico de Chaput – cuando se dirigió a los prelados norteamericanos antes de las elecciones de 2004: «No todos los asuntos morales tienen el mismo peso moral que el aborto y la eutanasia. Por ejemplo, si un católico discrepara con el Santo Padre sobre la aplicación de la pena de muerte o en la decisión de hacer la guerra, éste no sería considerado por esta razón indigno de presentarse a recibir la Sagrada Comunión…. Puede haber una legítima diversidad de opinión entre católicos respecto de ir a la guerra y aplicar la pena de muerte, pero no, sin embargo, respecto del aborto y la eutanasia.»

Ratzinger sabía que no podía justificar, y mucho menos imponer, un enfoque exclusivamente abolicionista. Conoce la historia de la Iglesia demasiado bien.

Sin embargo, la Conferencia Episcopal de los Estados Unidos anunció en 2005 su propia campaña abolicionista completa, con lobby político, intervención jurídica y esfuerzos educativos en cada parroquia.

Sin embargo, la confusión continuó, tal como lo ejemplifican dos reacciones frente a la respuesta del Vaticano a la pena de muerte recibida por el antiguo dictador iraquí, Saddam Hussein, en 2006. Martino, presidente del Consejo Pontificio Justicia y Paz, y el P. Michele Simone, subdirector de Civilita Cattolica, condenaron la sentencia – expresando Martino su compasión por Saddam.

El blogger católico Jimmy Akin escribió: «Si alguien es un asesino, matarlo no pareciera representar un crimen sino justicia – i.e., devolver a la persona según sus méritos… Si hay a alguien que ha perdido sus derechos, como Saddam, quien claramente cometió crímenes contra la humanidad, entonces el acto de matarlo es intrínsecamente un acto de justicia…Esto es algo que el jefe del Consejo Pontificio Justicia y Paz debiera comprender…. En todo caso, estas afirmaciones no son dignas de un clérigo responsable.» (énfasis en el original).

Kevin Miller, profesor de teología moral en la Franciscan University, opinó lo contrario: «Veo que el Vaticano cuestionó la sentencia, y con razón, » escribió Miller en otro blog. «¿Sería justo colgar a Saddam por sus crímenes? Absolutamente. Pero la Iglesia enseña que ese criterio, si bien necesario, es insuficiente.»

Más allá de la confusión, la posición abolicionista de la Iglesia crea un equivalente moral entre los asesinos y sus víctimas – y demuestra una falta de consideración total por éstas últimas. En 2006, el obispo Samuel Aquila de Fargo, North Dacota, utilizó el siguiente argumento para oponerse a la ejecución de Alfonso Rodríguez, quien asesinó a una estudiante universitaria de 22 años, Dru Sjodin: «Responder a este acto de violencia sin sentido con otro acto de violencia, por medio de la pena de muerte… refuerza la visión errónea de venganza como justicia,» dijo Aquila a la Catholic News Agency. «Al hacerlo, reduce el respeto por toda la vida humana, tanto la de los culpables como de los inocentes.»

Tras escuchar la noticia sobre la intervención de Juan Pablo en favor de McVeigh, Kathleen Treanor – quien perdió a su hija y a dos familiares políticos en el bombardeo – dijo a Associated Press:

«Permítanme preguntarle al Papa, ‘¿Dónde está mi clemencia? ¿Cuándo obtengo clemencia? ¿Cuando obtiene misericordia mi familia? Cuando el Papa responda, entonces hablaremos.»

En 1997, Juan Pablo y la Madre Teresa – otra futura santa – se encontraban entre los que abogaban por clemencia para Joseph O’Dell, un hombre de Virginia condenado por violar y asesinar a Helen Schartner en 1985. La novia de O’Dell manipuló la opinión pública de Italia a tal punto que Gail Lee, la hermana de Schartner, dijo a Associated Press: “Estamos muy sensibles en este momento. Es que los italianos nos odian. Esencialmente le dijeron a mi familia, ‘Son unos inútiles. La vida de Helen no importa.'»

El antiguo cardenal de Washington, D.C., Theodore McCarrick, exhibió su indiferencia santurrona cuando en 2001 comentó al Washington Post sobre la ejecución de McVeigh, la cual solo podían presenciar las familias de las víctimas a través de un circuito cerrado de televisión:

«Es como volver al coliseo romano. En mi mente, creo que estamos observando un acto de venganza, y la venganza jamás está justificada.»

Por lo tanto, McCarrick equiparó a los familiares afligidos y vulnerables de las víctimas del asesinato con las masas endurecidas y bárbaras de la antigua Roma, que consideraban la sangrienta agonía de gladiadores y mártires religiosos como entretenimiento.

Al unir a los inocentes con los culpables, exigiendo que se reemplace la pena de muerte con una cadena perpetua sin libertad condicional, los abolicionistas perpetúan su propia forma de injusticia. Quizás, el ejemplo máximo sea el de Charles Manson, quien cumple una cadena perpetua en California tras ordenar el asesinato salvaje de siete personas en 1969 – en particular el de la actriz Sharon Tate, quien en aquel momento estaba embarazada.

En 1971, Manson y tres cómplices fueron sentenciados a pena de muerte, invalidada luego, en 1972, por la Corte Suprema de California. Si bien la ley estatal reestableció la pena de muerte en 1977, Manson y sus cómplices no solo continúan cumpliendo sus sentencias en cárceles de máxima seguridad sino que son elegibles para libertad condicional.

La continuada existencia de Manson despierta la siguiente pregunta: ¿Por qué es justo que un asesino conserve su vida tras quitar arbitrariamente las vidas de personas que no le hicieron ningún daño, negándoles la oportunidad de disfrutar los dones que Dios les dio, de ejercitarlos y ayudar a otros?

Al encarar la controversia en torno a «Amoris Laetitia,» el filósofo austríaco Josef Seifert preguntó retóricamente si la lógica pura podía destruir toda la doctrina moral de la Iglesia. Tim Capps, quien escribe el blog «St. Corbinian’s Bear,» planteó la pregunta de manera más coloquial – y quizás más poderosa:

«¿Existe un ejercicio legítimo de ‘consideraciones pastorales’ que resulte diferente de lo que se parece más al truco de tres cartas, con el dogma como Reina de Corazones, que lleve a los incautos a pensar que pueden llegar a encontrarlo en un juego arreglado?»

¿Podrían hacerse las mismas preguntas sobre el revisionismo de la Iglesia respecto a la pena de muerte por asesinato? De ser así, ¿podría decirse que el magisterio moderno ha sacrificado la consistencia teológica y moral por la moda intelectual, el fideísmo, el ultramontanismo y el culto moderno a la personalidad papal?  De ser así, ¿podría decirse que el magisterio moderno no tiene mayor credibilidad que el Ministerio de la Verdad de Orwell en 1984?

De ser así, ¿podría decirse que el papa Francisco está rompiendo el huevo que empolló Juan Pablo?

D’Hippolito

(Traducido por Marilina Manteiga. Artículo original)

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Edición en español de The Remnant, decano de la prensa católica en USA

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