La esperanza es una de las tres virtudes teologales para los cristianos, y ella, junto a la fe y la caridad, han de formar la base de nuestra vida espiritual donde se ubican el resto de las virtudes (morales y humanas) que han de referirse siempre a las teologales, y no al contrario. Cuando colocamos las virtudes morales (prudencia, justicia, fortaleza y templanza) y/o las humanas por encima de las teologales, corremos el riesgo de pretender una fe a la manera de cada uno que lleva al relativismo moral que por desgracia cunde en nuestra sociedad y hace al ser humano autosuficiente.
Una de esas virtudes máximas (teologales) es la esperanza. Para asumir bien lo que significa la esperanza, nada mejor que recitar con fervor ese acto de esperanza que la devoción católica nos enseña y recomienda hacer a menudo, sobre todo tras recibir en gracia la eucaristía: “Espero, Señor, que me has de dar, por los méritos de Jesucristo tu gracia en esta vida; y, observando tus mandamientos, tu gloria en la otra vida, pues eres bueno y fiel a tus promesas”
Es decir, el fundamento de nuestra esperanza se sostiene en la doble promesa de nuestro Salvador. La primera es que Jesucristo, al morir en la cruz por todos y cada uno de nosotros, en ese misterio infinito de amor redentor, nos regala la gracia necesaria para hacer frente al pecado y vivir cristianamente para que seamos felices y hagamos felices a los demás. Y la segunda promesa incluye nuestro libre compromiso o respuesta de vida, es decir, nuestra obediencia a la voluntad de Dios cifrada en los mandamientos del decálogo, de la Santa Madre Iglesia, y para los que no conocen a Cristo la vida de acuerdo con la ley natural que Dios pone en la conciencia de todo ser humano. Eso significa que, esperando en Cristo también Él espera de nosotros una respuesta afirmativa a su invitación al amor eterno. Con lo que en esa esperanza se incluye el ejercicio de nuestra libertad como hijos de Dios. Nadie como san Agustín pudo resumirlo mejor: “Dios que te creó sin contar con tu libertad, quiere salvarte contando con tu libertad”. Por tanto, fe y caridad, unidas a la esperanza, son el camino necesario para llegar a Dios para siempre.
Desde esta concepción auténtica de la esperanza, es preciso catequizar adecuadamente y denunciar los errores muy extendidos, no solo en la sociedad sino en la misma Iglesia, que tergiversan el sentido de la misma. Un error de procedencia protestante consiste en depositar la esperanza solo en la cruz de Cristo, de manera que nuestras obras de amor no valgan para nada en el juicio particular tras la muerte de cada uno. Ese error se neutraliza fácilmente si vamos a Mateo 25 y leemos como Jesús da la salvación solo a aquellos que vivieron en el amor fraterno, y condena a los creyentes que solo vivieron para ellos mismos. Este error, por desgracia, está muy extendido en muchas Misas exequiales donde no pocos sacerdotes afirman que no hay que rezar por los difuntos porque ya están en el cielo. Otro error, menos extendido y de origen pelagiano, supone que la esperanza reside solo en la voluntad humana de hacer el bien, siendo la cruz de Cristo un mero complemento. Esa idea olvida que es Cristo el único capaz de convertir los corazones y que todo el bien que hagamos es ciertamente fruto de nuestra libertad pero con una causa esencial en la gracia de Dios.
Vivamos como cristianos auténticos el gran gozo de la virtud de la esperanza que radica solo en CRISTO