Después de casi tres años de este tipo de cosas, ya deberíamos estar acostumbrados a las quejas constantes de Francisco contra aquellos anónimos «doctores de la ley» que se resisten al «cambio» no especificado en la Iglesia porque tienen «un corazón cerrado a la novedad del Espíritu» que «siempre nos sorprende» con algún nuevo desarrollo misterioso con el que Francisco nunca se identifica, pero que obviamente consiste en algo que él tiene la intención de imponer sobre la Iglesia, si es que puede salirse con la suya. Lo que muy probablemente signifique una exhortación apostólica post-sinodal, posiblemente en marzo, con la que finalmente concluya su campaña obsesiva para autorizar la recepción de la Sagrada Comunión a los adúlteros públicos, anulando así la bi-milenaria disciplina sacramental de la Iglesia respecto a los divorciados y «vueltos a casar» que fue re-afirmada por sus dos inmediatos predecesores.
Las frases citadas son de la última bronca de Francisco sobre este tema (el original en italiano aquí). Sin embargo esta vez, la bronca no sólo nos muestra las ya habituales contorsiones de la Sagrada Escritura con fines polémicos sino que además se expone un balbuceo a la hora de hablar que sugiere un deterioro de la facultad racional.
Veamos en primer lugar, la torsión de la Escritura. Según Francisco, cuando Saúl ofreció el holocausto después de su victoria sobre la guarnición de los filisteos (cf. 1 Samuel 13), la razón por la que Dios lo castigó fue por su desobediencia ya que él «quería ofrecer un sacrificio de los mejores animales… porque siempre se ha hecho de esa manera», mientras que «esta vez, Dios no quería eso”. Evidentemente, aquí el punto es que Dios tenía preparada en mente una sorprendente novedad para la celebración de la victoria, que Saúl no podía ver por su servil adhesión al ritual hebreo.
Esta lectura es totalmente falsa y engañosa, ya que presenta precisamente lo contrario de lo que la Sagrada Escritura enseña aquí. La desobediencia de Saúl consistió precisamente en no hacer lo que siempre había sido hecho, arrogándose una función litúrgica reservada a los sacerdotes, y violando no sólo la tradición hebrea, sino también el mandato explícito del profeta Samuel de esperarle siete días hasta su llegada, ya que el mismo Samuel, siendo un sacerdote de la antigua dispensación, era el único que podía ofrecer el sacrificio. Además, cuando Saúl trató de defender su desobediencia con el argumento de que «me he visto forzado a ofrecer el holocausto” porque tuvo que apaciguar al Señor porque los filisteos contraatacaban, Samuel le reprendió así: «Te has portado como un necio. […] porque tú no has cumplido lo que Yahveh te había ordenado”. (1 Samuel 13: 13-14) Por esta y por posteriores desobediencias Dios terminará destronando a Saúl.
Podemos añadir este abuso flagrante de la Escritura a todas las otras con las que Francisco se ha comprometido para servir a las necesidades retóricas del momento. El ejemplo más famoso, por supuesto, tendría que ser su insistencia en que cuando la Virgen tenía el cuerpo crucificado de nuestro Señor bajo la cruz “sin duda, con aquel cuerpo −tan herido, que había sufrido tanto antes de morir− en sus brazos, por dentro seguramente tendría ganas de decir al Ángel:’¡Mentiroso! ¡Me has engañado!’ Ella también no tenía respuestas”. («Bugiardo! Io sono stata ingannata.») El decir que la sin pecado e Inmaculada Virgen María, la Corredentora, había pensado que Dios la había mentido respecto a la misión de su de su divino Hijo y que no tenía «ninguna respuesta» para el sufrimiento redentor de Cristo y para Su muerte en la cruz puede ser la declaración más escandalosa jamás pronunciada por ningún Papa en casi 2.000 años de historia de la Iglesia.
Dejando aparte la acostumbrada torsión de versículos, es la pura irracionalidad de la última explosión en la Casa Santa Marta la que le deja a uno preguntándose si el Papa está en plena posesión de sus facultades, sobre todo al tener en cuenta su evidente dificultad para hablar en el video de «Yo creo en el amor», el himno al indiferentismo religioso que lanzó hace dos semanas. Francisco argumenta confusamente que «los cristianos que se aferran a lo que siempre se ha hecho» son culpables de «pecado de adivinación», ya que «tienen un corazón cerrado a la novedad del Espíritu… la voz del Espíritu, que sabe discernir lo que no debe de cambiarse, porque es fundamental, por aquello que debe cambiarse para poder recibir la novedad del Espíritu».
Pero es precisamente la adivinación lo que el propio Francisco exige: Hay que escuchar a «la voz del Espíritu» para poder recibir el último comunicado gnóstico sobre cómo la Iglesia debe cambiar a fin “de recibir lo más novedoso”. A diferencia de Francisco, los que son objeto de su denuncia no están reclamando cualquier cosa «divina», sino más bien, como Francisco indica, «se aferran a lo que siempre se ha hecho» tercamente. De hecho, en el mismo discurso Francisco acusa a sus objetivos anónimos de estar en la «obstinación», llegando a la conclusión de que esta «es también pecado de idolatría: ¡el cristiano que es obstinado peca! ¡con el pecado de idolatría!»
¡Adivinación! ¡Obstinación! ¡Idolatría! ¡Lo que sea! Este ir y venir de una acusación de pecado a otro bien podría sugerir una pérdida de la razón. Francisco suelta abruptamente unos inventos incoherentes contra sus propios súbditos, ya que percibe que estos no están de acuerdo con las diversas demandas de «cambio» dictadas por «el Espíritu», es decir por él mismo. Por otra parte, no siendo los laicos, sino los miembros de la jerarquía, los que tendrían que aplicar los diseños de Francisco, es obvio que los objetivos principales de sus denuncias, sólo pueden ser los cardenales y obispos que no están de acuerdo con él en lo que «deben cambiar con el fin de ser capaz de recibir la novedad del Espíritu «; por lo tanto son ellos los que son pecadores viles, inmersos en la adivinación, la obstinación y la idolatría.
La Iglesia nunca ha sido testigo de un espectáculo tan embarazoso en toda la historia del papado. Francisco va incluso más lejos al citar la parábola de Nuestro Señor de los odres nuevos para el vino nuevo, como sugiriendo que sus planes para la Iglesia son igual de trascendental que la institución de la Nueva Alianza y la abolición de la Antigua por Nuestro Señor: «Este es el mensaje que la Iglesia nos da hoy. Esto es lo que Jesús dice con tanta fuerza: ‘ Vino nuevo en odres nuevos’”. Una grandiosidad tan alarmante es perfectamente evidente.
Dados los límites estrechos de la infalibilidad papal y el amplio campo de un posible error papal cuando hay novedades que están en cuestión, es obvio que en este punto, salvo un giro milagroso, no se puede confiar en el oficio papal que ejercita Francisco. Un pontífice que es cada vez más irracional, nos ofrece casi a diario, lo que acertadamente John Rao ha descrito como «un refrito tedioso de argumentos que en repetidas ocasiones han sido ofrecidos por los idólatras del cambio desde la época del abad de Lamennais [cuyas obras y sistemas filosóficos proto-modernistas fueron denunciados por el Papa Gregorio XVI]«. Los fieles intuyen que deben estar constantemente en guardia contra los actos y declaraciones de Francisco.
Tal y como van las cosas, se ve que Francisco apuesta fuertemente para unirse a Honorio en el juicio histórico de la Iglesia: un Papa condenado póstumamente por un concilio ecuménico y por su propio sucesor, ya que al igual que Honorio, que nunca pronunció formalmente una herejía «no trató de santificar a esta Iglesia Apostólica con la enseñanza de la tradición apostólica, sino que permitió por su traición profana que su pureza fuese contaminada”. El descaradamente ridículo y sedicioso «Sínodo sobre la Familia» de Francisco sería el principal ejemplo primordial al respecto.
Esto no es una razón para la desesperación, sino más bien para la confianza en las promesas de Cristo. Al final, nuestra Iglesia, divinamente protegida se enderezará a sí misma, al igual que hizo en todas las otras crisis de su larga historia e incluyendo a la actual, que es sin duda la peor de todas.
Christopher A. Ferrara
[Traducción de Miguel Tenreiro. Articulo original]