Fátima y la Dolorosa

Entre las advocaciones que atribuye la Tradición de la Iglesia a la bienaventurada Virgen María está el de Dolorosa o Virgen de los Dolores. Toda la vida de María fue un perpetuo dolor que culminó en la Pasión de su divino Hijo, que según Santo Tomás de Aquino fue «el mayor de todos los dolores» (Summa Theologica, III, q. 46, a. 6)

La devoción a la Dolorosa nace, antes que de la teología, del sensus fidei de los fieles sencillos al contemplar a María Santísima en el Calvario ofreciendo generosamente a su Hijo y a Sí misma en oblación al Padre. Dos son las festividades litúrgicas que tienen que ver con esta devoción: la de los Siete Dolores en el Viernes de Pasión, y la de la Virgen de los Dolores el 15 de septiembre.

La Virgen de los Dolores está presente, junto  a la del Carmen, en el mensaje de Fátima. El 13 de septiembre de 1917 la Virgen les dijo a los pastorcitos: «Seguid rezando el Rosario para que acabe la guerra. En octubre vendrán también Nuestro Señor, la Virgen de los Dolores y la del Carmen, y San José con el Niño Jesús, para bendecir el mundo». El 13 de octubre de ese año, en Cova de Iría, mientras las multitudes contemplaban el milagro del sol, se presentaron tres escenas ante los ojos de los videntes: la primera representaba los misterios gozosos del Rosario, luego se vieron los dolorosos, y por último los gloriosos. Lucía fue la única que vio las tres; Francisco y Jacinta sólo vieron la primera.

Primero aparecieron junto al sol San José con el Niño Jesús y la Virgen del Rosario: la Sagrada Familia. A continuación se observó la visión de Nuestra Señora de los Dolores y Nuestro Señor transido de dolor camino del Calvario. Por último, apareció en una visión gloriosa la Virgen del Carmen, coronada Reina del Cielo y de la Tierra, con el Niño Jesús en brazos.

La Virgen Dolorosa es la que padece durante la Pasión, en tanto que la del Carmen es la que triunfa en el momento de la Resurrección. En la dramática situación que atraviesa el mundo, hay que venerar ante todo a la Virgen como Dolorosa, a la espera de venerarla cuanto antes como Virgen del Carmen cuando triunfe su Corazón Inmaculado.

El motivo principal de los dolores de la Virgen son los pecados del mundo, que sustraen gloria a Dios y conducen a tantas almas a la infelicidad eterna. Por eso, la Virgen les mostró a los chiquillos de Fátima los horrores del Infierno y les confió un mensaje de salvación para la Iglesia y para toda la humanidad. Por eso recuerda Lucía que «ante la palma de la mano derecha de la Virgen había un corazón rodeado de espinas que parecían clavadas en él. Entendimos que era el Corazón Inmaculado de María, ultrajado por los pecados de la humanidad, que pedía reparación».

Después de Fátima, la Virgen manifestó dolor en Siracusa, donde derramó lágrimas en 1953. El Papa entonces reinante, Pío XII, lo comentó con las siguientes palabras: «Es indudable que María está eternamente feliz en el Cielo y no sufre dolor ni tristeza; Pero Ella no es insensible, antes bien siempre alberga amor y piedad por el miserable género humano al que le fue dada por Madre,  porque estuvo dolorosa y llorosa al pie de la Cruz en que estaba clavado su Hijo. ¿Entenderán los hombres el lenguaje arcano de esas lágrimas? ¡Ah, las lágrimas de María! Las lágrimas que derramó en el Gólgota eran lágrimas de compasión por Jesús y de tristeza por los pecados del mundo. ¿Sigue llorando por las nuevas llagas que se han abierto en el Cuerpo Místico de Jesús? ¿O llora por muchos de sus hijos en los que el error y la culpa han agotado la vida de la Gracia y que ofenden gravemente la Divina Majestad? ¿O son lágrimas de espera porque se demora el regreso de otros hijos suyos que eran fieles y ahora van en pos de espejismos entre los enemigos de Dios?» (Discurso del 17 de octubre de 1954.)

¿En qué sentido, podríamos preguntarnos, sigue llorando la Virgen, que ahora está eternamente feliz en el Cielo? Para entender este misterio, recordemos que Dios ve a la luz de la eternidad todo lo que pasa en el tiempo. Para Él no existe pasado, presente ni futuro; sólo el instante de la eternidad, que es un eterno presente. En el momento histórico en que tuvo lugar la Pasión aún no habíamos nacido. Pero aunque no existíamos, Dios nos conocía en toda nuestra realidad concreta, porque para la ciencia de Dios no hay futuro: todo –pasado, presente y porvenir– está perfectamente presente. Dios ya poseía ese conocimiento, y también participaba de él la Virgen. Nuestro Señor no sólo sufría en el Calvario por los pecados de su tiempo, sino también por los nuestros y los de nuestro tiempo. Y la Virgen, a pesar de ser una simple criatura, participaba de la luz divina y sufría por los pecados que cometemos en la actualidad. Era contemporánea de nuestros pecados, y en ese sentido podríamos decir que sufre todavía, aunque ahora sea inmensamente feliz. Pero ese hoy y ese ayer no existen para quienes, como Ella, viven en la eternidad, es decir en un momento presente que está fuera del tiempo.

Nosotros, por el contrario, somos simples criaturas que no vivimos en la eternidad, sino que estamos inmersos en el fluir del tiempo y de la historia y lo entendemos todo en relación con un pasado que ya no existe y un futuro que aún no ha llegado. Ahora bien, todo instante que se sucede en el tiempo muere con el tiempo, pero con sus méritos y sus deméritos queda registrado en el libro de la vida eterna. Y en ese instante ubicado en el tiempo, que es aquel en el que aquí y ahora vivimos, podemos participar por nuestra parte en la dicha y el dolor de Jesús y de María. El conocimiento de la Pasión trasciende el espacio y el tiempo, al igual que la celebración de la Misa, que es la representación real de modo incruento del Santo Sacrificio del Calvario.

Contemplando la Pasión, que tuvo lugar hace dos mil años, podemos hacerla presente en nosotros, y la hacemos tanto más presente cuanto más la hacemos nuestra al compenetrarnos con los dolores de Jesús y de María, que no son únicamente los que padecieron en el Calvario, sino también los de nuestro tiempo. Más bien, en el Calvario Jesús y María sufren por la apostasía de los tiempos que vivimos y ruegan por que tras esa apostasía venga un inmenso triunfo, el cual para ellos ya es presente, mientras que para nosotros, que estamos inmersos en el tiempo, es cosa del futuro. El mensaje de Fátima nos revela ese futuro, y por eso es una parte tan integral de nuestra vida espiritual. El Corazón Inmaculado de María es un Corazón dolorido, un Corazón traspasado por la espada del dolor, pero es un Corazón que triunfará.

(Traducido por Bruno de la Inmaculada)

Roberto de Mattei
Roberto de Matteihttp://www.robertodemattei.it/
Roberto de Mattei enseña Historia Moderna e Historia del Cristianismo en la Universidad Europea de Roma, en la que dirige el área de Ciencias Históricas. Es Presidente de la “Fondazione Lepanto” (http://www.fondazionelepanto.org/); miembro de los Consejos Directivos del “Instituto Histórico Italiano para la Edad Moderna y Contemporánea” y de la “Sociedad Geográfica Italiana”. De 2003 a 2011 ha ocupado el cargo de vice-Presidente del “Consejo Nacional de Investigaciones” italiano, con delega para las áreas de Ciencias Humanas. Entre 2002 y 2006 fue Consejero para los asuntos internacionales del Gobierno de Italia. Y, entre 2005 y 2011, fue también miembro del “Board of Guarantees della Italian Academy” de la Columbia University de Nueva York. Dirige las revistas “Radici Cristiane” (http://www.radicicristiane.it/) y “Nova Historia”, y la Agencia de Información “Corrispondenza Romana” (http://www.corrispondenzaromana.it/). Es autor de muchas obras traducidas a varios idiomas, entre las que recordamos las últimas:La dittatura del relativismo traducido al portugués, polaco y francés), La Turchia in Europa. Beneficio o catastrofe? (traducido al inglés, alemán y polaco), Il Concilio Vaticano II. Una storia mai scritta (traducido al alemán, portugués y próximamente también al español) y Apologia della tradizione.

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