Fin de la globalización económica y (tal vez) de la globalización teológica

Varios comentarios de los últimos días destacan el fin de la globalización causada por los efectos del COVID-19, que explotó repentinamente encontrando así a muchos desprevenidos. Lo que está bajo los ojos de todos es el límite que el virus ha puesto en una sociedad sin límites y particularmente a la globalización económica, es decir, a esa forma cada vez más libertaria de apuntar al libre mercado en lugar de a un mercado que respeta las condiciones justas y equitativas del mercado; un mercado que apunta a hacer crecer la demanda de manera exponencial y consumista, antes que a favorecer la calidad (moral) de la oferta. Con el tiempo, se generó un conflicto del mercado con el Estado, pero incluso antes del Estado con una visión natural del hombre y la familia como centro vital de la sociedad. Si el Estado se separa de la familia no reconociendo el principio de subsidiariedad y si además la familia es equiparada con otros modelos de libre convivencia, es obvio que el mercado se separa del Estado y de alguna manera lo pone bajo acusación. Precisamente esta globalización colapsó: tanto la economía como el Estado se encuentran en crisis a la hora de enfrentar la emergencia pandémica.

Los mercados se han desplomado. La Unión Europea ha demostrado su ineficacia ante el drama de la emergencia sanitaria. No obstante, la tecnología (una técnica aplicada) que mueve la economía y que es el alma verdadera del proceso de globalización se mantiene firme. De hecho, será la única que dictará las leyes de recuperación económica nuevamente después que el virus haya sido derrotado y tal vez se haya vuelto a la normalidad, si, por supuesto, seguimos pensando de manera globalista, sometiendo la economía (y todos los aspectos de la vida humana) a la técnica y haciendo de esta última el verdadero coeficiente de la libertad absoluta. ¿En último análisis, se puede dominar la técnica? Según algunos no, porque nos encontraríamos frente a una especie de divinidad. En efecto, se trata de atribuirle su finalidad. Hay un pasaje de la Encíclica social Caritas in veritate que al respecto es oportuno citar:

«El desarrollo tecnológico puede alentar la idea de la autosuficiencia de la técnica, cuando el hombre se pregunta sólo por el cómo, en vez de considerar los porqués que lo impulsan a actuar. Por eso, la técnica tiene un rostro ambiguo. Nacida de la creatividad humana como instrumento de la libertad de la persona, puede entenderse como elemento de una libertad absoluta, que desea prescindir de los límites inherentes a las cosas. El proceso de globalización podría sustituir las ideologías por la técnica [152], transformándose ella misma en un poder ideológico, que expondría a la humanidad al riesgo de encontrarse encerrada dentro de un a priori del cual no podría salir para encontrar el ser y la verdad. En ese caso, cada uno de nosotros conocería, evaluaría y decidiría los aspectos de su vida desde un horizonte cultural tecnocrático, al que perteneceríamos estructuralmente, sin poder encontrar jamás un sentido que no sea producido por nosotros mismos.» (Núm. 70).

Este es un elemento sobre el cual debemos reflexionar atentamente. ¿Todavía queremos depender de la técnica o deseamos en cambio comenzar de nuevo desde un centro vital que sea la verdad de la persona humana, sin tener que responder exclusivamente a la pregunta sobre la funcionalidad de las cosas? Si el hombre es una cosa simple que responde al cómo es y no al qué es, las cosas, todas las demás cosas, se convierten en personas con derechos y (cada vez menos) deberes. Es necesario respetar la jerarquía de la creación: naturaleza, hombre y Dios. La naturaleza es para el hombre y el hombre para Dios. Cuando se ignora esta jerarquía, se absolutiza la naturaleza o se absolutiza al hombre. Es decir, o se hace de la naturaleza una divinidad en sí misma, rápidamente sin embargo substituida por la técnica que revela con precisión el poder de la naturaleza, o hace del hombre un ser divino con un enorme poder tecnocrático, capaz de controlar las cosas hasta el punto de establecer su verdad. O se sujeta la naturaleza al hombre, manipulable incluso más allá de sí misma (pensemos en la teoría de género) o el hombre a la naturaleza, como sucede con la ideología ecológica, recientemente adoptada también en la Iglesia. En ambos casos, falta Dios; es fácil criticar al cristianismo (como en el análisis del filósofo Umberto Galimberti, discípulo de Emanuele Severino) por haber domesticado la creación al colocar al hombre por encima de todas las cosas creadas y, por lo tanto, poner en sus manos el poder de la técnica para el dominio sobre todo. En realidad, el hombre como hijo de Dios, es el «guardián de la creación», ya que está llamado a reconducir todas las cosas a su objetivo final: Dios y la vida eterna en Él. Es de la exclusión de Dios como Creador y Señor de las cosas que nace el dominio de la técnica sobre la creación y la subordinación de la vida social al mercado globalista.

La pandemia causada por el Coronavirus nos está diciendo que no es la técnica la que controla la naturaleza y la vida del hombre (tanto en el sentido de la naturaleza subordinada al hombre como del hombre subordinado a la naturaleza), sino que hay factores, más allá de la naturaleza y anteriores a cualquier técnica, que también pueden determinar fatalmente la vida humana. Esta última no es una masa de materia inerte que debe controlarse, sino sobre todo una dimensión espiritual que escapa al control, el reino de la libertad y la verdad. De hecho, el virus es análogo a lo que es de naturaleza espiritual: no se lo ve, tiene un origen desconocido, pero determina lo que es fundamental, la vida misma. La técnica en este caso viene después, persigue al virus intentando destruirlo. Primero está la vida y luego las cosas de la vida.

Pero hay otra globalización a la que me gustaría aludir en mi ponencia, la de naturaleza religiosa que exporta sincretismo y nivela cada diferencia, al punto que resulte inútil la discusión sobre la verdadera religión. Incluso en los últimos años parece que en la esfera católica se está favoreciendo este tipo de globalización religiosa que tiene su raíz última en una «globalización teológica». La libertad religiosa se convierte en una excusa para justificar la fe y la creencia de todos dentro de la sociedad, en la cual, mientras se nivelan las diferencias (a las que resisten el fundamentalismo y el nihilismo), se pondría a unos junto a otros de manera irreversible. De este modo plantearían las bases para una sociedad más humana, en realidad más globalizada, que finalmente pueda aspirar a resolver el problema del conflicto religioso para integrarse en aquello que está por encima de la religión: la unidad y la fraternidad de los pueblos. Ni siquiera E. Schillebeeckx con su concepto de «Iglesia como sacramento del diálogo» habría aspirado a tanto. No se puede instrumentalizar la libertad religiosa y esta no puede ser la renuncia a la verdadera libertad en la adoración de Dios, del único Dios verdadero. La religión no es un obstáculo para la libertad sino su fundamento. ¿Es una coincidencia que el muy antiglobalista Coronavirus arruine la próxima reunión mundial en el mes de mayo, organizada por el Papa Francisco para «reconstruir el pacto educativo global»? Una continuación natural del Documento de Abu Dhabi del 4 de febrero de 2019 sobre «hermandad humana para la paz mundial y la convivencia común«.

Esta visión religiosa que va más allá de la religión y deja de lado la evangelización (como el mercado de alguna manera supera a la misma economía) tiene su centro en una visión globalizante de la teología y de los principios que animan la fe. Desde hace un tiempo, la visión teológica católica, abrazada por muchos que tienen una posición de liderazgo, ha tratado primero superar los límites entre la revelación divina y el pensamiento especulativo y después entre la doctrina y la pastoral. Se trata de una verdadera intrusión del hombre y de su pensamiento subjetivo en la estructura dogmática de la Iglesia, justificado con un enfoque definido como “pastoral”. Se advierte, sin embargo, un uso de la pastoral que se asemeja mucho al de la tecnología, verdadero motor de la globalización económica y de hecho su objetivo, y moviendo los engranajes detrás de escena. Con un enfoque más pastoral, se permitió reescribir las normas del proceso canónico de nulidad matrimonial, dar la comunión a los divorciados, transformar la Iglesia en un lugar de diálogo con reiterados sínodos que se parecían más a un Parlamento que a una asamblea eclesial y eclesiológica. La lista continúa. El riesgo es que la Iglesia se ponga a remolque de la sociedad globalizada y, más que evangelizar la globalización, obteniendo ventajas significativas para difundir el Evangelio, elabore las reglas técnicas que, sin embargo, no salvan. Basta pues un virus, el veneno de un solo pecado, para manifestar la debilidad.

La sociedad nunca será la misma después del Coronavirus. Con toda probabilidad habrá un giro aún más independiente en Europa. Lo que le sucederá a la Iglesia no es fácil de predecir. En esencia se trata de abandonar una visión ideológica, justificada con mucha fe y teología, que los defensores de la sociedad libre e igualitaria habían ideado allá por 1968. Pero comenzó en 1989, cuando desde los escombros del Comunismo se erguía victorioso el marxismo convirtiéndose en globalista, exportando a los lugares donde había fracasado, no más lemas como «trabajadores de todo el mundo unidos», sino «derechos para todos» y a toda costa. Así, la utopía comunista se realizaba a nivel individual y ya no colectivo y encontró su campo fértil en las sociedades de consumo y de los deseos. El diálogo con este neocapitalismo individualista nos encontró hasta ahora desprevenidos, cuando no nos ha incluso seducido. ¿Será así también en el post-Coronavirus? Mucho dependerá de una lectura sabia y humilde de este momento.

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