«Con Dios no se juega. ¡Vete y morirás en tu pecado!” Con esas palabras llenas de furia e indignación fue expulsado el penitente de la celda del fraile capuchino. Actitud anti-pastoral de un confesor que no supo tener paciencia con sus penitentes. “Pobre hombre… ¡fue tan sólo a pedir perdón! No quería escuchar cuestionamientos…”, diría seguramente alguien con una visión unilateral y ambigua sobre la Misericordia. Aquel confesor no debería haberle hecho ninguna pregunta, su deber era simplemente el de perdonar, pues para eso está en el confesonario. Por su culpa, ese fiel seguramente nunca más volvería al santo tribunal de la Penitencia, alegando que fue por causa del mal trato recibido del sacerdote, que podría, con esta actitud, alejar muchos otros de la Misericordia Divina.
Sin embargo, la actitud de aquél religioso no resulto infructífera… pero antes de conocer el final de la historia, veamos esta reciente homilía de Francisco para los Frailes Capuchinos:
«Entre vosotros hay muchos buenos confesores: porque se sienten pecadores, como nuestro fray Cristóbal. Saben que son grandes pecadores y delante de la grandeza de Dios continuamente rezan: «Escucha Señor y perdona» (cf. 1 Re 8, 30). Y porque saben rezar así, saben perdonar. En cambio cuando alguien se olvida de la necesidad que tiene de perdón, lentamente se olvida de Dios, se olvida de pedir perdón y no sabe perdonar. El humilde, quien se siente pecador, es un gran perdonador en el confesonario. Los otros, como estos doctores de la ley que se sienten «los puros», los maestros, solamente saben condenar.
«Os hablo como hermano, y en vosotros querría hablarle a todos los confesores, especialmente en este Año de la Misericordia: el confesonario es para perdonar. Y si tú no puedes dar la absolución —hago esta hipótesis— por favor no «varees». La persona que viene, viene a buscar consuelo, perdón y paz en su alma; que encuentre a un padre que lo abraza, que le dice: «Dios te quiere mucho» y ¡que se lo haga sentir! Me disgusta decirlo, pero cuánta gente — creo que la mayoría de nosotros lo hemos oído— dice: «No voy más a confesarme porque una vez me hicieron estas preguntas, me hicieron esto…». Por favor…
Pero vosotros capuchinos tenéis este don especial del Señor: perdonar. Y os pido: ¡no os canséis de perdonar! Me acuerdo de uno que conocí en mi otra diócesis, un hombre de gobierno, que después, acabado su tiempo de gobierno como guardián y provincial, a los 70 años fue enviado a un santuario a confesar. Este hombre tenía una fila de gente, todos, todos: sacerdotes, fieles, ricos, pobres, ¡todos! Un gran perdonador. Siempre encontraba el modo de perdonar o al menos de dejar esa alma en paz con un abrazo. Y una vez lo encontré y me dijo: «Escúchame, tú que eres obispo, tú puedes decírmelo: yo creo que peco porque perdono mucho y me viene este escrúpulo…» — «¿Y por qué?» — «No sé, pero siempre encuentro cómo perdonar…» — «¿Y qué haces cuando te sientes así?» — «Voy a la capilla delante del tabernáculo y le digo al Señor: Discúlpame Señor, perdóname, creo que hoy he perdonado demasiado. Pero Señor, ¡has sido Tú quien me ha dado el mal ejemplo!». Sed hombres de perdón, de reconciliación y de paz.
Hay muchos lenguajes en la vida: el lenguaje de la palabra, pero también el lenguaje de los gestos. Si una persona se acerca a mí, al confesonario, es porque siente algo que le pesa, que quiere quitarse. Quizás no sabe cómo decirlo, pero el gesto es este. Si esta persona se acerca es porque quiere cambiar, y lo dice con el gesto de acercarse. No es necesario hacer preguntas: «¿Pero tú, tú…?». Y si una persona viene es porque en su alma quisiera no hacerlo más. Pero muchas veces no pueden, porque están condicionados por su psicología, por su vida y su situación… «Ad impossibilia nemo tenetur».» (Homilía para los Frailes Capuchinos, 9 de febrero de 2016)[1]
La frase citada al inicio de esta entrada fue pronunciada, ni más ni menos, que por San Leopoldo Mandic[2], puesto por Francisco como modelo de confesores en este tan cacareado Jubileo de la Misericordia. Sí, un verdadero modelo… que él no sigue, a juzgar por las enseñanzas que dio a los frailes capuchinos en la reunión que tuvo con ellos el pasado 9 de febrero.
Veamos como continuó la historia, y que cada uno saque sus conclusiones…
Después de sentirse vilipendiado y fulminado por el fraile, el penitente se arrodilla a sus pies suplicando perdón. San Leopoldo Mandic, que era el fraile capuchino que poco antes ardía en cólera, viendo ahora en aquél pecador las condiciones necesarias para una buena confesión, esto es, el dolor de los pecados que antes no tenía, lo abraza diciendo: “ahora somos hermanos”.
Tal vez esa actitud del Santo de la Misericordia no fuese conocida por Francisco. Es lo que muestra la confidencia hecha en el citado encuentro: «La persona que viene, viene a buscar consuelo, perdón y paz en su alma; que encuentre a un padre que lo abraza, que le dice: «Dios te quiere mucho» y ¡que se lo haga sentir! Me disgusta decirlo, pero cuánta gente — creo que la mayoría de nosotros lo hemos oído— dice: «No voy más a confesarme porque una vez me hicieron estas preguntas, me hicieron esto…». Por favor…»
Infelizmente, nos encontramos una vez más ante la típica actitud ambigua de Francisco abordando los asuntos más serios enfocándolos siempre desde una postura unilateral. Y, ya son tantas las veces, que el P. Lombardi no está consiguiendo aclararlas todas. Una declaración así puede traicionar a aquellos mismos sacerdotes que, con la misión de perdonar deben hacerlo con toda la diligencia y seriedad, apartando a los fieles que, siguiendo las afirmaciones de Francisco, se creen en el derecho de no ser indagados por nadie en el confesonario.
¿Hay algún mal en hacer preguntas a los penitentes? ¿Acaso no hay momentos en los que el confesor no sólo puede sino que debe, con obligación grave, interrogar al penitente?
Es Doctrina Católica que en el confesionario el sacerdote ejerce tres oficios: juez, médico y padre. “Cuando celebra el sacramento de la Penitencia, el sacerdote ejerce el ministerio del Buen Pastor que busca la oveja perdida, el del Buen Samaritano que cura las heridas, del Padre que espera al hijo pródigo y lo acoge a su vuelta, del justo Juez que no hace acepción de personas y cuyo juicio es a la vez justo y misericordioso. En una palabra, el sacerdote es el signo y el instrumento del amor misericordioso de Dios con el pecador”. (Catecismo de la Iglesia Católica, n.1465).
Como padre, debe recibir a sus penitentes. Como médico, diagnosticar su enfermedad y administrarles los remedios necesarios para su cura. Y como juez, pronunciar la sentencia. Por eso el sacerdote debe tener un conocimiento claro de qué es lo que configura a ese penitente en concreto, como reo, enfermo, e hijo que se arrodilla para pedir perdón.
Por tanto, será imprudente el confesor que se limite a distribuir absoluciones sin conocimiento de causa, con la prerrogativa de que está ahí apenas para perdonar.
Por eso, en muchos casos, el confesor tiene la obligación de hacer preguntas al penitente con el fin de adquirir un conocimiento de causa más adecuado y, así, poder administrar eficazmente el sacramento de la reconciliación. Como nos enseña el Doctor Angélico: “El sacerdote debe penetrar la consciencia del pecador en la confesión como el médico la herida, y el juez la causa, pues con frecuencia lo que el penitente calla por confusión, interrogado lo revela”. (Super Sent., lib. 4 d. 19 q. 2 a. 3 qc. 3 expos.)
Esa doctrina, común, por no decir elemental, entre los Doctores de la Iglesia, está ampliamente desarrollada por San Alfonso de Ligorio, el “renovador de la moral; que con el contacto de la gente en el confesionario, especialmente durante sus predicaciones misioneras, gradualmente y con mucho trabajo sometió a revisión su mentalidad, llegando progresivamente al justo equilibrio entre la severidad y la libertad”, como nos lo enseñó Juan Pablo II (Carta Apostólica Spiritus Domini de 1 de Agosto de 1987). Entre los principales avisos que da San Alfonso a los confesores, encontramos el siguiente: “Debe pues conocer escrupulosamente el Confesor el estado de la conciencia del Penitente. El Confesor es un juez : y así como éste debe primero enterarse de las razones, y después discutir los momentos de la causa , para dar por último la sentencia; así también , el Confesor debe primero enterarse de la conciencia del Penitente, examinar después sus disposiciones, y por último concederle ó negarle la absolución” (San Alfonso M. de Ligorio, El hombre apostólico. Barcelona, 1846, p. 141-142).
Pero, ¿el deber de conocer la propia consciencia no es de quien se confesa? Si está arrodillado ya da muestras de que está arrepentido… ¿Para que importunarlo con más preguntas? Quien hace ese tipo de objeciones, conviene que escuche lo que enseña el mismo San Alfonso: “no obstante que el cargo de examinar la conciencia es especial del que se confiesa, sin embargo, es indudable que si el Confesor conoce que el Penitente no ha examinado su conciencia con el debido esmero, está en obligación de interrogarle, primero acerca de los pecados que verosímilmente pudo cometer, y después sobre el número y especie de éstos” (San Alfonso M. de Ligorio, El hombre apostólico. Barcelona, 1846, p. 141-142).
Una de las principales características del buen confesor es saber preguntar, mientras que no hacerlo es atributo del malo. “Algunos Confesores únicamente preguntan sobre la especie y número de los pecados, y nada más; si ven al Penitente dispuesto le absuelven. No es esta la conducta que observan los buenos Confesores: estos empiezan por indagar primero el origen y gravedad del mal, preguntando sobre la costumbre de pecar, sobre las ocasiones, sobre el tiempo, sobre el lugar, sobre las personas y circunstancias de las cosas; pues de este modo pueden corregir mejor á los Penitentes , disponerlos para la absolución , y aplicar los remedios saludables» (San Alfonso M. de Ligorio, El hombre apostólico. Barcelona, 1846, p. 145).
Esta obligación de preguntar, por parte del confesor, no debe ser condicionada por el cargo o por la situación de su penitente. “El confesor no debe contentarse con saber la especie y número de pecados del penitente, debe además informarse de las ocasiones que ha tenido de pecar y preguntar con qué persona ha pecado, en qué lugar, en qué ocasión. Estas preguntas serán dirigidas a todos, aunque sean personas de autoridad o doctores, y no conviene omitir el añadir las convenientes correcciones, negándoles firmemente la absolución si no abandonan la ocasión o si reinciden” (San Alfonso María de Ligorio, Practica de los Confesores, Barcelona, 1857, p.266).
Vemos así que, para hacer verdaderamente el bien a las almas, el confesor tiene obligación de preguntar y así, como juez acertado y como hábil médico, poder aplicar la medicina apropiada para bien del enfermo y saber adecuadamente el momento para atar y desatar en la tierra y en el cielo.
A la vista de estos puntos elementales de moral para confesores, cabe preguntarse si a Francisco ya se le olvidó lo que debieron enseñarle en el Seminario… o ¿será que sus profesores jesuitas le enseñaron algo diferente?…
Porque, ¿qué podríamos pensar, por ejemplo, sobre un médico que, por no querer preguntar al paciente sus síntomas, acabase dando un diagnóstico erróneo, que no atajase una grave enfermedad? ¿No sería responsable de su muerte?
¿Y de un juez que, en la instrucción del proceso, también por no querer ofender al acusado con preguntas, diese un veredicto equivocado y pusiese en libertad un terrorista o un pedófilo y, peor aún, encarcelase a un inocente?
¿Qué pensaríamos, entonces de un padre, que no queriendo hacer preguntas molestas a su hijo, no se preocupase con su comportamiento, sus estudios, su educación, o con las compañías que frecuenta?
Teniendo en vista todo lo anterior surgen otras preguntas ¿qué pretende Francisco dando semejantes consejos a los confesores? ¿Será consciente de lo que dice? ¿De qué nos quiere hacer cómplices? Con nosotros que no cuente, porque cada alma valió la sangre infinitamente preciosa de Nuestro Señor Jesucristo, y con eso no se juega.
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Notas
[1] Como este documento ha sido alterado en diversos lugares (como se puede constatar en algunas partes como la traducción de RV) colocamos aquí la foto del documento oficial de la página del Vaticano antes de que también sufra alteraciones…
[2] Pietro Eliseo Bernardi. Leopoldo Mandić: Santo della riconciliazione e dell’ecumenismo spiritual. 12 edición. Padova, 2006.