Francisco y sus vacunas

En un reciente video-mensaje, espoleado por el incontenible avance de la peste negra y dejando para mejor ocasión sus habituales soliloquios sobre la tala de árboles y el bienestar de los tapires, S.S. Francisco abogó –que ya lo había hecho otras veces- por la vacunación universal contra el covid. Con una dicción pastosa no libre de enjambements y desmayos –rica, empero, y como siempre, en tópicos radiofónicos-, este anciano invariablemente previsible en sus filias y en su fobias hilvanó así sus más recientes aforismos ad maiorem covidi gloriam: “vacunarse con las vacunas autorizadas por las autoridades competentes es un acto de amor, y ayudar a que la mayoría de la gente lo haga es un acto de amor”. Gema o estiércol, según el ángulo desde el que se lo pondere, la sentencia sirve más a evidenciar aquel programa de geopolítica con el que se involucra y en el que se alinea a la Santa Sede que a proveer consejos  de moral católica para tiempos pestíferos. 

Dicen que las expresas directivas de su capitoste, no exentas de sus proverbiales amenazas y rabietas, han hecho del Estado vaticano un modelo de inoculación al cien por ciento, tanto como para trocar aquel mandato paulino a los tesalonicenses por la más inaudita de sus paráfrasis posibles: “el que no se vacune, que no coma”, vedándoles a los empleados vaticanos el acceso al comedor si no presentan la papeleta sanitaria. La próxima encíclica de Francisco, siguiendo de cerca las conocidas máximas de su mentor san Perón, podría titularse Amicis omnia, rebellibus autem inediam (“A los amigos, todo; a los enemigos, la inanición”), incluyendo a modo de acápite el versículo 13:17 de Apocalipsis.  

Hay ciertamente algo de inquietante en esta presión ejercida sobre las masas para dejarse introducir en el torrente sanguíneo una sustancia desconocida sobre la que, en todo caso, corren muy acreditadas sospechas, a la par de numerosas denuncias hechas por profesionales que no dudan en exponer su carrera y su matrícula antes de ser cómplices de un posible crimen de proporciones inéditas. Hierve algo de tenebroso en esta deserción universal del logos para recaer en las formas más compulsivas del mythos. “Antes de que Grecia inventase el pensamiento técnico y científico, los hombres creían que la eficacia curativa de un remedio dependería de «quién» lo aplica (el mago, el chamán, el médico-sacerdote), de «cómo» se le aplica (el rito terapéutico) o de «dónde» es prescrito y aplicado (el lugar terapéutico). Administrado por otra persona, de otro modo o en otro lugar, el remedio carecería de «virtud» sanadora. Pues bien: superando resueltamente todas esas formas de la mentalidad mágica, los pensadores jónicos –y tras ellos los médicos hipocráticos- afirmarán para siempre que la eficacia de un fármaco no depende primariamente de ese «quién», ese «cómo» y ese «dónde», sino, ante todo, del «qué» del fármaco, de lo que él por sí mismo es, de las propiedades de su naturaleza” (Pedro Laín Entralgo, La empresa de ser hombre, Taurus, Madrid, 1958). Que hoy el «qué» del fármaco pueda ser alegremente ignorado en atención al principio de autoridad sacerdotal de los mass media y de la burocracia sanitaria, que las multitudes admitan ser arreadas a los modestos y fríos templos de los vacunatorios para cumplir con el rito de la segunda, tercera y pronto enésima dosis, grafica a suficiencia este camino en reverso -de la razón al mito- cumplido por una modernidad tardía que sólo parece querer apurar el tránsito histórico hacia una edad mejor dotada de sentido, incluso al precio de la inmolación colectiva. Monseñor Viganò lo dijo en una entrevista hace unos meses: «los dogmas de la religión sanitaria –a los que se reclama el asentimiento incondicional- son totalmente irracionales, irreflexivos e ilógicos; no hay adhesión a una verdad que trasciende a la razón sino a un dogma que la contradice». Lo que verifica, de paso, cumplida la descristianización de todo un mundo, el hosco inexorable absurdo al que conducen las supercherías del racionalismo, de la “ciencia” y del ”progreso”.

No era suficiente, por lo ya apuntado, en esta enrarecida sazón histórica, que un magnate de la informática como Bill Gates se sirviera destilar sus lecciones periódicas de medicina ante un auditorio mundial. Ahora hace lo propio el romano pontífice. Pero la farmacopea bergogliana sólo sirve para arrojar mayor descrédito sobre la colosal industria farmacéutica desde el mismo momento en que aquel que se abstiene a porfía de hablar de lo que le impone su oficio –zapatero a tus zapatos- y evita ofrecerle a un mundo desencaminado la doctrina de la gratia sanans sive medicinalis, se mete en cambio a ponderar las bondades del jeringazo de ARN mensajero -asunto que, a todas luces, excede su competencia. Si excluyéramos todo el contexto de rigor, recibiríamos sus ocurrencias como el fruto de la verbosidad de un hombre fatuo o como un posible indicio de demencia senil. Pero es imposible quitar ese contexto, por lo que en realidad debe atribuírseles una causa peor: las exhortaciones de Bergoglio son el aval que el tiránico poder globalista reclaFrancima de la autoridad religiosa pervertida y el obsequio que ésta se apresura a ofrecerle a ese monstruo pluricéfalo constituido por el poder financiero, las boticas multinacionales, los medios de masificación y la oligarquía política. Un connubio siniestro entre Leviatán y la religión siniestrada, aquella que, por constituirse en amiga del mundo, se hace enemiga de Dios.        

Se narra del diácono san Román de Antioquía († 303) que le fue cortada la lengua por orden del emperador Diocleciano, pese a lo cual pudo milagrosamente seguir predicando el Evangelio hasta su muerte martirial. De la lengua de Bergoglio hemos venido soportando innumerables ofensas a la fe católica, hasta desembocar en este inverecundo homenaje a ese mismo poder mundial que mata y miente a través de las leyes y de la propaganda, del terror y del chantaje. No seríamos tan crueles de pedir al Cielo la amputación de la lengua de Bergoglio si no fuera porque, a su vez, pedimos que en la misma cirugía celeste le sea sustituida por la de san Román. Aunque quizás no bastara el portento. Porque en caso tan extremo habría que atender no sólo la lengua, sino también –como lo pidió Pedro en aquel perdurable lavatorio- las manos y la cabeza.

Flavio Infante
Flavio Infante
Católico, argentino y padre de cuatro hijos. Abocado a una existencia rural, ha publicado artículos en diversos medios digitales, en la revista Cabildo y en su propio blog, In Exspectatione

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