En la guerra en curso en el mundo ortodoxo entre el patriarcado de Constantinopla y el de Moscú –el primero a favor y el segundo contra la creación de una Iglesia ortodoxa ucraniana independiente y unida– hay un tercer incómodo, que es la Iglesia greco–católica de Ucrania, con sus cuatro millones de fieles.
De qué parte está en este conflicto, no es un misterio. Con Constantinopla. Como ha explicado repetidamente su arzobispo mayor, Sviatoslav Shevchuk, la última vez en octubre, en una extensa entrevista a John L. Allen e Inés San Martin en el portal americano “Crux”:
> Ukraine prelate says Orthodox independence is “affirmation of rights”
Pero por esta toma de partido, Moscú sospecha que la Iglesia greco–católica ucraniana tiene un objetivo todavía más ambicioso: volver a llevar la nueva Iglesia ortodoxa ucraniana que está por constituirse a la unidad también con los griego–católicos y, consiguientemente, a la obediencia de la Iglesia de Roma.
El “ministro de exteriores” del patriarcado de Moscú, el metropolita Hilarión de Volokolamsk, ha manifestado varias veces a Francisco esta sospecha. Y el Papa le ha mostrado comprensión y solidaridad. El pasado 30 de mayo, después de haber recibido a Hilarión en el Vaticano, ha intimado a los greco–católicos que “no se metan en los asuntos internos de la Iglesia ortodoxa rusa” y ha censurado “la bandera del uniatismo, que ya no funciona, que ha terminado”.
“Uniatismo” es lo más intolerable que exista para los ortodoxos. Significa el mimetismo de quien da muestras de parecerse en todo a ellos, en las liturgias bizantinas, en los usos, en el calendario, en el clero casado, pero, además obedece –y quiere que se obedezca– al Papa de Roma, con el engaño de un falso restablecimiento de la unidad entre las Iglesias.
Precisamente esta es la acusación más infamante que el patriarcado de Moscú aplica sistemáticamente a la Iglesia greco–católica de Ucrania. Tan sistemáticamente que obtuvo que fuera incluida en la declaración conjunta firmada por el Papa Francisco y el Patriarca ruso Kirill el día de su abrazo en La Habana, el 12 de febrero de 2016.
Es una acusación que el arzobispo Shevchuk rechaza por enésima vez como “falsa” y “ofensiva”, en su libro-entrevista titulado “Dimmi la verità” publicado este otoño en Italia, editado por Cantagalli: “Somos una Iglesia ‘sui iuris’ con sucesión apostólica plena. La renovación de nuestra comunión con Roma no ha sido la aplicación del método del uniatismo”.
La “renovación” a la que Shevchuk alude está fechada en 1595, y tuvo lugar en Brest, ciudad hoy en la frontera de Bielorrusia con Polonia. Según la narración que hoy hace el patriarcado de Moscú, el sínodo de Brest fue el acto proditorio con el que la Iglesia greco–católica ucraniana nació, separándose de la ortodoxia y sometiéndose a Roma
Pero, ¿cuál es la lectura histórica que hacen, al contrario, los greco–católicos de Ucrania? En su libro-entrevista Shevchuk la describe con claridad. Y es importante volver a recorrerla, visto que pocos la conocen.
El verdadero año de nacimiento de la Iglesia ucraniana –dice Shevchuk– fue el 988, fecha del bautismo del príncipe Vladimiro de Kiev. En esa época “Moscú todavía no existía”, ni se había dado aún el cisma entre Roma y Constantinopla.
“La Iglesia de Kiev vio siempre en Constantinopla su propio prototipo y de allí vino el primer metropolita”, continúa Shevchuk. Consumado el cisma, en el siglo XV partió todavía de Constantinopla y de Kiev el estímulo a recomponer la unidad con la Iglesia de Roma, también por el interés vital de Bizancio de encontrar aliados en Occidente para defenderse del cerco musulmán.
En Kiev era metropolita Isidoro, “un griego enviado por Constantinopla con la tarea de convencer también el gran ducado de Rusia a que le nombrara su representante en el Concilio para la unión”, convocado por el Papa Eugenio IV en 1438 en Ferrara y el año sucesivo en Florencia.
“El metropolita Isidoro –continúa Shevchuk–, firmó el decreto de unión en Florencia y volvió a Kiev, donde la noticia del fin del cisma fue acogida con gran entusiasmo. Al contrario, en Moscú encontró una gran hostilidad, hasta el punto de que el gran duque le metió en prisión y le hizo juzgar como apóstata. Por lo que nos atañe, la primera escisión entre la Iglesia de Kiev y la Iglesia de Moscú tuvo lugar entonces. En Moscú se fundó otra metrópolis, que después se convirtió formalmente en patriarcado en 1589”.
Constantinopla cayó en 1453. Pero después también el embate protestante y la consiguiente contrarreforma católica promovida por el Concilio de Trento afectaron a Ucrania. “También aquí en Kiev se sentía la necesidad de una reforma”, es decir, de una vuelta “a aquella tradición que tenía sus raíces en Constantinopla y había firmado el decreto de unión. Nace en este contexto la idea de que volver a afirmar la comunión con Roma habría podido salvar el corazón de la tradición católico–ortodoxa y juntas, promoverlo, renovarlo”.
Shevchuk coloca el sínodo de Brest en este contexto. “Todos los obispos de la Iglesia ucraniana se reunieron en Brest en 1595 y firmaron un nuevo decreto de unión, que después fue promulgado en Roma por Clemente VIII. Este hecho no constituyó una ruptura con la historia precedente, ni los obispos pensaban fundar una nueva Iglesia, sino suscitar una reforma custodiada por el vínculo con la Iglesia universal, presidida por el obispo de Roma. Eran conscientes de que no podían buscar ayuda ni en Constantinopla, ya caída en manos de los turcos, ni en Moscú, que todavía no representaba un centro espiritual y religioso tradicionalmente reconocido. De todas estas consideraciones –espirituales, reformadoras, eclesiales, geopolíticas– nació la idea de la unión de Brest, que nosotros no podemos considerar un acto de ‘uniatismo’. En Brest toda la Iglesia, en unión con su metropolita, reafirmó la comunión con Roma, en la forma en que se había conservado la memoria en Kiev, a lo largo de todo el primer milenio. Aquí resistía la memoria de la Iglesia no dividida, antes del cisma de 1054”.
Shevchuk subraya que “sólo en 1620 se constituyó en Ucrania una jerarquía paralela” por obra de un patriarca de Jerusalén que, de vuelta de un viaje a Moscú, “ordenó obispos a un grupo de monjes que no aceptaban las decisiones del sínodo de Brest”.
De todas las maneras, “el sínodo de Brest y las polémicas que suscitó tuvieron el mérito de suscitar un gran fermento –de una y otra parte–que fue teológico, bíblico, pastoral” donde sobresalieron en el siglo XVII dos grandes figuras: en el campo ortodoxo el metropolita Pedro Mohyla y en campo católico el metropolita Josef Veniamyn Rutskyj. “Entre estos dos personajes, cultos, abiertos y –lo más importante– santos, nació no sólo un diálogo y una amistad, sino también un proyecto de reconciliación”, orientado a la “formación del único patriarcado de Kiev”. Proyecto que “renacerá en el siglo XX con el metropolita Andrej Sheptyckyj”.
Pero mientras tanto, Ucrania ha estado largo tiempo desmembrada entre Rusia y Austria. Y en el territorio de Kiev, bajo el dominio ruso, la Iglesia en comunión con Roma había sido suprimida por la fuerza, y su metropolita exiliado a Leópolis, en la región occidental bajo dominio austriaco. Hasta que en 1946, después de que la Unión soviética se había anexionado también esta parte de Ucrania, “el pseudo-sínodo de Leópolis sancionó también la liquidación de nuestra Iglesia”, con su metropolita Josef Slipyj ya en prisión en Siberia.
Liberado en 1963, “en una famosa sesión del Concilio Vaticano II Slipyj lanzó una apasionada llamada para el reconocimiento del ‘status’ patriarcal de su Iglesia, retomando las ideas y la perspectiva de su predecesor Sheptyckyj, la que éste había tomado a su vez de los grandes metropolitas del siglo XVII, que incluía, pues, la unidad con la parte ortodoxa rusa. El martirio común, tanto de la parte ortodoxa como católica era, para Slipyj el hecho que eliminaba una división histórica”.
Aquí termina la relectura histórica que hace Shevchuk en su libro–entrevista.
Se puede añadir que a la luz de esta reconstrucción, no sorprende que la elevación a patriarcado de la Iglesia greco–católica –una vez que ha resucitado de las catacumbas después del derrumbe del sistema soviético– haya estado muy cerca de realizarse. En 2003, el entonces presidente del Pontificio Consejo para la Unidad de los cristianos Walter Kasper envió al patriarca ortodoxo de Moscú una carta para anunciarle la inminente decisión. Pero el Vaticano la canceló inmediatamente por las fortísimas reacciones negativas, no solamente de los ortodoxos rusos, sino también del Patriarca ecuménico de Constantinopla.
Para el fallido patriarca se replegó en la denominación de “arzobispo mayor” y en público, por parte de la Santa Sede, la elevación a patriarcado de la Iglesia greco-católica ucraniana no se ha vuelto a proponer. Pero a nivel académico tal elevación ha continuado a ser apoyada por muchos estudiosos como histórica y teológicamente fundada. Entre sus sostenedores más convencidos y dotados de autoridad se ha distinguido, por ejemplo, el jesuita americano Robert Taft, gran especialista de las Iglesias de oriente, y durante treinta años profesor de primer nivel en el Pontificio Instituto Oriental, fallecido a los 86 años el pasado 1 de noviembre.
Pero el hecho es que la realización de esta meta parece hoy más lejana que ayer, a pesar del deshielo entre Roma y el patriarcado de Moscú, testimoniado por el abrazo de Francisco y Kirill en La Habana. Al contrario, está precisamente motivado por este abrazo.
De hecho, el patriarcado de Moscú es ferozmente contrario a que nazca en Ucrania una Iglesia ortodoxa “autocéfala”, libre de su control y unida, al contrario, al patriarcado ecuménico de Constantinopla. Y es contrario hasta el punto de que, por este motivo, ha roto incluso la comunión eucarística con Constantinopla.
Francisco, entre los dos, está con Moscú. Y la Iglesia greco-católica ucraniana paga el precio.
Sandro Magister, L’Espresso – 11 de diciembre 2018
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