19 de octubre de de 2022
“Pacificus vocabitur, et thronus eius erit firmissimus in perpetuum” (I Ant., II Vísperas, Solemnidad de Cristo Rey).
Excelencia Reverendísima:
Con motivo de la proximidad de la fiesta de Cristo Rey, permítame que le plantee algunos interrogantes fundamentales:
¿Tiene todavía sentido celebrar e invocar la gracia a la que tanto aspiraba esta festividad cuando se instituyó?
Si el Rey de reyes y Señor de señores (cf. 1º Tim.6,15, Ap.19,16) volviera hoy en gloria y majestad, ¿podría reconocer a su esposa la Iglesia?
Es posible que estas preguntas le parezcan irrespetuosas y que no manifiestan mucha confianza en la promesa de que «las puertas del infierno no prevalecerán» (Mt.16,19), promesa que resuena como un ancla de esperanza a la que pueden aferrarse los escasos supervivientes del vendaval de mortífera apostasía que ha arrasado la Iglesia. Pues bien, el tono provocador de estas preguntas sintetiza la confusión de los pocos fieles que quedan, fieles que buscan alguna referencia al Magisterio, sacramentos válidos y coherencia en la vida de sus pastores. Me dirijo a V.E. porque es una voz que clama en el desierto ye en tantas ocasiones ha alentado a muchos perdidos y desanimados.
Quería contarle una cosa que me ha sucedido.
El otro día, una señora que trajo una donación al monasterio me dijo: «Mire, no estoy muy al tanto de estas cosas, pero no me parece bueno el rumbo que lleva la Iglesia últimamente…» Desde el otro lado del torno, percibí en la entonación de su voz la incomodidad de alguien que se dirigía a una persona que para ella representaba a esa Iglesia que acababa de poner en tela de juicio. Yo no podía decirle gran cosa; mi respuesta se limitó a la necesidad de intensificar la vida de oración, con lo que la señora siguió en su ignorancia mientras yo quedaba en teoría identificada con esa iglesia con la que no me identifico precisamente. La sensación fue de gran impotencia, dada la imposibilidad de darle una respuesta completa y veraz. Un rato antes, yo había leído la exhortación que hizo Pío XI hace cien años en la encíclica Ubi arcano Dei a los católicos sobre el deber de acelerar la vuelta a la realeza social de Cristo. Una especie de deber moral, de compromiso personal y colectivo a la vez.
¿Sigue vigente ese compromiso?
¿Y cómo se puede llevar a la práctica si la Iglesia ya no es Iglesia?
Ubi arcano Dei fue el punto de partida de la posterior institución de la festividad de la realeza de Cristo en 1925, precisamente con el objeto de impedir el desastre al que asistimos desde hace unos años. La encíclica mencionada entendía la realeza de Cristo como el remedio al laicismo y a todos los errores que cien años después han sido acogidos con los brazos abiertos por muchos prelados. Obispos, cardenales y hasta el mismísimo que se presenta como representante de Cristo y que ostentando tal título ha fomentado la ruina de la grey que de forma falaz le ha sido confiada.
Aunque apóstata, Francisco es considerado el Papa. Pero ¿lo es? ¿Lo ha sido alguna vez?
Cuando Pilatos le preguntó a Jesús qué era la verdad, con la Verdad misma ante los ojos del procurador romano, la mirada de Cristo juez del mundo penetró la mediocridad de aquel hombre débil. Pilatos vaciló por un momento, pero el orgullo siguió nublándole los ojos. Cristo Rey regresa hoy bajo el mismo aspecto y mira a los ojos de obispos y cardenales que no reconocen la corona de espinas que lleva en lugar de ellos pagando el precio de su traición, de su soberbia, de su indigna ceguera.
Recuerdo haber leído en el diario de Santa Faustina Kowalska -la santa de la misericordia- que un día se le apareció Jesús ensangrentado por los latigazos y coronado de espinas. Mirándola a los ojos, le dijo: «La esposa debe ser como el Esposo». La santa entendió bien aquella alusión nupcial de compartir los padecimientos. Probablemente sea ésta la forma de reconocer la realeza de Cristo que exige este momento histórico a cada verdadero católico.
Sí, yo diría que ésa es la vocación de la verdadera Iglesia de nuestro tiempo, del pequeño resto de fieles que cruzando su mirada con la de Cristo Rey maltratado y desfigurado por las blasfemias y las perversiones no ha perdido la fortaleza para responder con amor, fidelidad y coherencia de conciencia incapaz de renegar, pues de hacerlo renegaría de Cristo Rey como hicieron Pilatos, Herodes y todos los dirigentes del pueblo.
No le oculto que con estas líneas solicito una de sus intervenciones llenas de de esperanza cristiana para la pequeña grey perdida sin pastor, sin aquel representante de Cristo que debería custodiar y defender la Iglesia que le fue confiada.
Le he planteado preguntas que muchos se hacen con gran dolor de corazón, ¡segura de que el Espíritu Santo no dejará de inspirarle respuestas que reaviven la esperanza en el regreso del triunfo del Reino de Cristo en la sociedad, en todo corazón y sobre toda la faz de la Tierra!
¡«Pacificus vocabitur, et thronus eius erit firmissimus in perpetuum”!
Una monja de clausura.
***
Reverenda y queridísima hermana:
He leído con vivo interés, y con edificación, su carta. Permítame que le responda lo mejor que pueda.
Su primera pregunta es directa y muy franca: «Si el Rey de reyes y Señor de señores volviera hoy en gloria y majestad, ¿podría reconocer a su esposa la Iglesia?» ¡Por supuesto que la reconocería! Eso sí, no en la secta que eclipsa la sede petrina, sino en muchas almas buenas, y en particular en los sacerdotes, religiosos y numerosos fieles de a pie que a pesar de no llevar rayos de luz en la frente como Moisés (Éx.34,29) son perfectamente reconocibles como miembros vivos de la Iglesia de Cristo. No los encontraría en San Pedro, donde se ha rendido culto a un ídolo inmundo; tampoco en Santa Marta, donde la pobreza impostada y la alardeada humildad son un monumento a su desmedido ego; tampoco en el Sínodo de la Sinodalidad, donde una fachada de democracia sirve para rematar el desmantelamiento del edificio divino de la Iglesia e imponer conductas escandalosas; ni en las diócesis y parroquias en las que la ideología conciliar ha sustituido a la Fe católica y borrado la Tradición. Como Cabeza de la Iglesia, el Señor distingue los miembros vivos y palpitantes de su Cuerpo Místico de los muertos y putrefactos arrancados a Cristo por la herejía, la lujuria y el orgullo, y ya sometidos a Satanás. En efecto: el Rey de reyes reconocería la pusillus grex, aunque la encontrara congregada ante un altar en un desván, un sótano o en medio de bosque.
Dice que la promesa del non prevalebunt parecía «un ancla de esperanza a la que aferrarse», y que «el tono provocador de estas preguntas sintetiza la confusión de los pocos fieles que quedan, fieles que buscan alguna referencia al Magisterio, sacramentos válidos y coherencia en la vida de sus pastores».
La pregunta de Nuestro Señor a San Pedro es, en cierto modo, provocadora, porque parte de dos premisa: primero, que las puertas del Infierno no prevalecerán, lo cual no nos dice nada del nivel de persecución que habrá de soportar la Iglesia. Y en segundo lugar, lógica consecuencia de lo anterior, que la Iglesia será perseguida más no vencida. En ambos casos, se nos pide un acto de fe en la Palabra y la omnipotencia del Salvador, así como un acto de humilde reconocimiento de nuestra debilidad y de que merecemos el mayor de los castigos, tanto entre los modernistas como entre los tradicionalistas.
Me pregunta cómo se puede poner por obra la exhortación de Pío XI a restaurar la realeza social de Cristo «si la Iglesia ya no es Iglesia». Indudablemente, la Iglesia visible, que el mundo reconoce por el nombre de Iglesia Católica y que considera a Bergoglio papa, ya no es Iglesia, al menos por lo que se refiere a los cardenales, obispos y sacerdotes que profesan con convencimiento otra doctrina y se declaran miembros de la iglesia conciliar, antitética de la preconciliar. Ahora bien, usted y yo, y tantos sacerdotes, religiosos y fieles, ¿somos partes de esa iglesia o de la de Cristo? ¿Hasta qué punto se puede sobreponer la iglesia bergogliana a la católica, admitiendo que tal cosa fuera posible en algún aspecto? El problema está en que la revolución conciliar ha destruido el vínculo de identidad entre la Iglesia de Cristo y la jerarquía católica. Antes del Concilio era impensable que un papa contradijera descaradamente a sus predecesores en cuestiones de fe o de moral, porque la Jerarquía tenía bien clara su misión y su obligación moral en la administración de las Santas Llaves y la autoridad del Vicario de Cristo y de los pastores. El Concilio, al partir precisamente de la anómala definición que dio de sí mismo y de la ruptura con el pasado que supuso la eliminación de los cánones y los anatemas, demostró que para quien no tiene sentido de la moral es posible ejercer un cargo sagrado en la Iglesia, aun siendo indigno en tres aspectos que usted ha enumerado con precisión: Magisterio, sacramentos válidos y coherencia de vida de los pastores. Desviados en doctrina, moral y liturgia, esos pastores no se sienten vinculados la obligación de ser vicarios de Cristo, y de que por tanto sólo pueden gobernar la Iglesia si ejercen su autoridad en coherencia con los fines que la legitiman. Por eso abusan de su autoridad, usurpando una autoridad cuyo divino origen niegan, y humillando así una institución sagrada que en cierto modo garantiza la autoridad de esos pastores.
Esa ruptura, ese desgarro violento, se consumó a nivel espiritual en el momento en que se secularizó la autoridad de los prelados, paralelamente a lo que sucedía en el ámbito civil. Cuando la autoridad deja de ser sagrada, sancionada desde lo alto, y se ejerce en sustitución de quien reúne en sí la autoridad espiritual del Sumo Pontífice y la temporal de Rey y Señor, se corrompe y convierte en tiranía, se vende con la corrupción y se suicida en la anarquía. Me dice: «Cristo Rey regresa hoy bajo el mismo aspecto y mira a los ojos de obispos y cardenales que no reconocen la corona de espinas que lleva en lugar de ellos pagando el precio de su traición, de su soberbia, de su indigna ceguera». En ese mismo aspecto, querida hermana, debemos reconocer a la Santa Iglesia. Y así como nos escandalizaba ver a su Jefe humillado, flagelado y ensangrentado, vestido como un bufón, con la caña en la mano y coronado de espinas, nos escandalizamos ahora al ver a toda la Iglesia militante postrada, herida, cubierta de escupitajos, insultada y objeto de burlas. Pero si el Jefe debe afrontar el sacrificio humillándose hasta la muerte, y muerte de cruz, ¿por qué razón vamos nosotros a pretender ser merecedores de un fin mejor, ya que somos miembros suyos, si de verdad queremos reinar con Él? ¿Sobre qué trono está sentado el Cordero, sino sobre el trono real de la Cruz?
Regnavit a ligno Deus: ése fue el triunfo de Cristo, y ése será el triunfo de la Iglesia, su Cuerpo Místico. Usted misma dice: «La esposa debe ser como el Esposo». Y añade: «Sí, yo diría que ésa es la vocación de la verdadera Iglesia de nuestro tiempo, del pequeño resto de fieles que cruzando su mirada con la de Cristo Rey maltratado y desfigurado por las blasfemias y las perversiones no ha perdido la fortaleza para responder con amor, fidelidad y coherencia de conciencia incapaz de renegar, pues de hacerlo renegaría de Cristo Rey como hicieron Pilatos, Herodes y todos los dirigentes del pueblo».
Su carta, queridísima hermana, nos brinda a todos una oportunidad de reflexionar sobre el misterio de la Passio Ecclesiae, tan próximo a cuanto está sucediendo en estos terribles tiempos. Concluyo invocando la provocación del non prevalebunt: sabemos que así como el Salvador conoció las sombras del sepulcro, también la Iglesia pasará por lo mismo, y es posible que ya se esté cumpliendo. Pero Dios no permitirá que su Santo vea la corrupción (Salmo 15), y la hará resurgir como resurgió Él mismo de la muerte. En ese sentido, las palabras «la esposa debe ser como el Esposo» cobran pleno significado y nos ayudan a ver que sólo siguiendo a su divino Esposo hasta la cima del Gólgota nos haremos dignos de seguirlo hasta la diestra del Padre.
La exhorto a sacar provecho espiritual a estas reflexiones, mientras imparto a usted y a sus hermanas de religión mi más amplia y paterna bendición.
+Carlo Maria Viganò, arzobispo
4 de noviembre de 2022
S.cti Caroli Borromæi, Pont. Conf.
(Artículo original. Traducido por Bruno de la Inmaculada)