Francisco amonesta con razón a los curas y seminaristas de Roma por esa tendencia a ser burócratas y los insta, ahora ya con menos razón, a “bajar” y adentrarse en la vida de las ovejas, a mezclarse con el pueblo, a no ser una “casta” (¿¡ qué sería entonces el sacerdocio!?), poniendo a todos – si lo escucharan- en una de sus contradicciones insalvables.
Cuando los pueblos desaparecieron para conformar una “masa”, es decir ese conjunto de hombres sin historia, sin raíces, sin lazos ni intereses concretos, con un trabajo que los enajena y a los que mueve un aparato publicitario azuzando sus peores tendencias; es decir, cuando los pueblos dejaron de ser “Iglesia” y ya no fueron convocados desde una paternal autoridad a un esfuerzo elevador, el viejo cura también perdió su norte. En el mejor de los casos este pueblo liberado a la nada requería un agitador, pero no ya un Buen Pastor. El olor que preña las paredes y los migitorios de los barrios, es a lobo.
El pueblo ya no fue Iglesia que camina en el exilio detrás de sus sacerdotes y patriarcas hacia la tierra prometida sino que, estafado y aturdido por una soberbia absurda, tontamente convencido de ser el “soberano”, quedó mostrenco y a la intemperie, fácil presa de los aventureros a los que la Vieja Madre sabía mantener a raya. La Iglesia por su parte, víctima de la misma estafa, ya desgajada de los suyos pasó a ser el aparato administrativo de una religión que se agota en la curia profesionalizada (mercenarios), curia que abandonó presurosa y llena de culpa sus atributos de poder Divino a los pies de la sacrosanta ONU y, justificados en devolverlos al “pueblo soberano”, los entregó (gobierno y magisterio) a los más viles, ateos y anticristianos poderes políticos y económicos de la historia. Terminó replegándose a una tarea de apoyo y asesoramiento a la autoayuda, con un mensaje psicologista y, como mucho, con el uso de una simbología “holística” (sacramentos), que a pesar de las adecuaciones para escapar de la acusación de superstición, fueron siendo abandonados o designificados hasta la trivialidad. Su oficio fue quedando rezagado frente a las quimeras más tentadoras de la modernidad y aunque el Concilio Vaticano II pretendió aggiornarla, sus ofertas se vieron como los escaparates de esas tiendas de pueblo, pasadas de moda, que en el colmo del atrevimiento muestran vestidos para llevar sin enaguas, cuando ya, al minuto, el Mayo del 68 había tirado la lencería por la ventana y les arruinó la novedad.
El cura de a pié ya no era parte de nada – solterón sin descendencia, huérfano y viudo – ni del pueblo patriarcal que feneció, ni de la masa que se entrega con gusto a los vientos de la seducción, ni de la Iglesia que se agota en el aparato administrativo de la curia. Nada que ver con esos yuppies que compiten para sus cursus honorem en el dulzón onanismo de los cursos académicos. Por más esfuerzos que haga por arrimarse al laico, si este no es súbdito ni discípulo, es sólo un posible cliente que mira las ofertas de las que sus manos consagradas sólo muestran la peor de ellas, la del dolor y la sangre. Toda su clientela terminó siendo aquel pobre infeliz que sorprendido por el fraude de la vida, en los últimos quince minutos de su agonía, ya sin un cobre para pagar el servicio y sin que nadie le salga de garante, aferrado a la raída sotana busca desesperado un consuelo como busca la última bocanada de un aire salobre y amargo.
Ya todos sabemos cómo les fue a los que “bajaron” en busca del pueblo liberado que tanto aplaudió Francisco mientras trepaba, los curas obreros. De entre ellos los mejores se hicieron guerrilleros, creídos que recuperarían con el látigo de Cristo aquellos poderes abandonados por la Iglesia a la camarilla inmunda que rige el mundo, y no consiguieron -con los sueños redentores de la liberación marxista- sino ser prendas de un intercambio de banales intereses burgueses democráticos. Los más pacíficos restaron junto a las ovejas enlobecidas y a los lobos ovejados, compartiendo sus miserias materiales… si… y morales; en la acedia de saber que no podrán sacarlos ni de una ni de los otros, tufando como ellos no a oveja, sino a lana de viejo y flaco colchón con lamparones, a sucias almohadas mordidas y con lágrimas de rímel barato.
¿A dónde los envía? Sólo es discurso. Vacuo. Baldío. Lo cierto es que el que no está en la “orga” vaticana es pasto de buitres. Es el tonto de la cena. Sólo en Roma se puede llenar una enorme sala de clérigos. Las diócesis, las parroquias y los seminarios distritales están despoblados y los pocos que quedan son “lumpen”. Salvo alguno que debe transcurrir un cargo parroquial previo para llegar a un puesto más alto (y logra impresionar a viejas tilingas que donen), lo normal es un pobre muchacho apenas letrado y más aturdido por los vientos que “les feuilles mortes”.
“No oigo, no oigo, soy de palo, tengo orejas de pescado” se escucha en los asientos. “Todos mienten, pero no importa, nadie escucha”. No jodas Francisco, “achupé, achupé, sentadita me quedé”. Todos sabemos que eres un sembrador de quimeras, pero que pasarás y lo que queda es la burocracia, la “gobernanza”.
Está bien que frente a la demanda de quimeras de la modernidad, los jefes deben tomar un tono “progresista”, pero está la burocracia curial para poner coto y equilibrio a este nuevo juego de seducción y proselitismo hacia los infieles fieles. Que el Papa consulte mientras tanto al “sensus fidei” del soberano y lo interprete a su gusto, que endemientras estaremos bien atornillados. La burocracia es la única y verdadera “continuidad”. Los fieles ya no son “nuestros”, sino una estadística anónima y nómade que da justificación y sustento a la existencia de la organización, sin formar ya parte de ella; y lo que ellos piensen o crean nos tiene a todos bien sin cuidado. No sabemos cómo se traduce esto en términos de salvación y condenación de almas, pero sí sabemos cómo se aguanta una revolución.
Lo que importa es la “gobernanza” que gestiona pretendiendo dejar a las jefaturas en lo anecdótico. Se aguanta callado, tratando de que no se haga muy evidente la falta de “comunión” con las autoridades en principio, y la falta de comunión entre todos finalmente. Se soportan ciertas injurias a la espera de que una oportuna muerte pueda revertirlas. Y todos bien sentaditos con las manitas en las rodillas ponen cara de escuchar el sermón.
En la Revolución, la burocracia es la esencia tanto de la nueva Iglesia como del nuevo Estado, esta es la moderadora de las concupiscencias de ambos bandos, no ya bajo razones doctrinarias, sino por razones de un orden sostenible, sistemático, metodológico, que debe existir para que la fiesta pueda seguir. El “jefe” también lo sabe y no se le escapan las “jetas” llenas de hipocresía que lo rodean, y se muerde, pero cada tanto se los dice. Ya hemos visto en sureños lares de mi provincia que el efecto de sincerarse, tanto desde los burócratas como del Jefe, implica saltar del sillón al ostracismo. Cara de piedra. El buen jugador aguanta cien malas manos. Lo importante es no llegar a debatir los temas fundamentales, a ser lo suficientemente ambiguo para evitar el desastre de las definiciones. El problema de si Dios existe es un tema del viejo cura, al que le tironean con dedos endurecidos la ajada sotana en una meada cama del piso de oncología.
Con los anteriores Papas conciliares el catolicismo correcto y burocrático la pasó bastante bien sin Dios, inflando la idea de un “orden natural” que se tenía a sí mismo como fin. Orden que lo dejara prescindir de la mención no sólo de Dios, sino de Vírgenes, Santos y Ángeles, a fin de no ser tan chocante con el mundo y poder manejarse dentro del ámbito de las causas segundas. Paradójicamente, el invento universitario de la “filosofía cristiana” contribuyó de manera eficiente al final de la civilización cristiana, de la cultura cristiana y del culto divino, que requieren para su existencia una fe más ostentosa del misterio. Y esto lo vieron mejor los enemigos: “Para Nietzsche, Dios muere en la medida en que el saber ya no tiene necesidad de llegar a las causas últimas, en que el hombre ya no necesita creerse un alma inmortal. Dios muere porque se lo debe negar en nombre del mismo imperativo de verdad que siempre se presentó como su ley y con esto pierde también sentido el imperativo de la verdad y, en última instancia, esto ocurre porque las condiciones de existencia son ahora menos violentas, y por lo tanto, menos patéticas. Aquí, en esta acentuación del carácter superfluo de los valores últimos, está la raíz del nihilismo consumado.” ( Vattimo Gianni, El fin de la modernidad”).
El catolicismo, con la pirueta del orden natural transcurría el mismo camino que la filosofía moderna al hacer posible un orden sin la mención de su causa fin última y, basado o fundado en “valores” intermedios que pretendían preñados de significación cristiana, descansaban sus conciencias en que en algún momento estos harían evidente para el hombre los valores trascendentales. Estos valores intermedios que se convirtieron en el eje de una “gobernanza humanista” , como aquellos principios de política que una manipulación certera de la doctrina social de la Iglesia convirtió en fundamentos únicos “mostrables” ( subsidiariedad, etc), lo único que hicieron posible fue regímenes que, como el Peronismo argentino, parecieran cristianos por un rato y para engaño de la gilada.
Pero las palabras que inventaron los correctos filósofos naturalistas y que supuestamente vehiculizaban solapadamente la Verdad, fueron abandonadas y en su lugar se instalaron las que vehiculizaban abiertamente la Mentira. Los “derechos humanos”, los “derechos de la mujer”, los “derechos del consumidor”, la “ideología de género”, la “ecología” y muchos otros, que pretendieron y pretenden ser bautizados como posibles “conductores ocultos” de un cristianismo silenciado. Si no son expresamente la misma muerte de Dios que Nietzsche declaraba, son por lo menos una mordaza puesta a la Palabra que lleva más años de los que la conservadora estrategia católica pensaba, y que finalmente han culminado en una “ausencia de Dios” que tiene los efectos de una catástrofe espiritual inédita y una apostasía expresa.
Al católico conservador de hoy, laico o cura, no se le ocurre ninguna otra actividad que no sea la burocracia. Francisco no engaña a ninguno, eso es lo que fue toda su vida, con un poco de picardía para aparecer cada tanto por los barrios porteños. Esta es la nueva Iglesia en la que, si vamos a los fundamentos, las contradicciones se harán irreconciliables pues los valores defendibles son sólo valores intermedios. Valores que tienen un particular efecto (más apropiado que los viejos valores cristianos que no eran negociables y producían este efecto violento y patético que señala el autor citado) de que por ser intermedios y desasidos, son “valores de cambio”, son valores negociables. Al católico actual no se le da un tesoro que debe proteger contra viento y marea, aún a pesar de su propia vida o de su confort, sino que se le dan valores de cambio, se le da una “suma” para negociar, para intercambiar, para comerciar. Tiene derechos para hacer valer en un trueque. Al católico moderno se le dan una serie de elementos de cambio para sobrevivir en el Mundo, y la burocracia lo único que hace es defender, como puede, que dichos valores de cambio no se deprecien mucho, o en su caso si van a la baja, emitir unos nuevos, como un Banco Central mal cuida la moneda de un país que está en proceso de desvalorización monetaria.
El nuevo estado y la nueva Iglesia, entregan sus destinos a los más increíbles aventureros, pero confían en que una férrea burocracia defienda aquellos valores de cambio que bien administrados, suponen la posibilidad de reencontrar el rumbo luego de bastante más que tres negaciones.
Miren a su alrededor, sus amigos y parientes católicos, y verán que los más entusiastas bregan con denuedo por pertenecer a la burocracia para poder ejercer un apostolado, civil o religioso, para poder “obstaculizar el mal”, ya no hacer derechamente el bien. Vean los curitas católicos, luchando por mantenerse en sus puestos o acceder a la burocracia vaticana en medio de una anarquía doctrinaria; por los mismos objetivos. ¿Qué tienen en sus manos? ¿La Verdad Cristiana? No, ella es patética y violenta. Hay que mostrar ritos menos sangrientos y antropofágicos hasta poder decir algún día la Verdad. Tienen “valores” de orden, en el mejor de los casos valores de un orden natural, pero ya ni eso, sólo “valores de cambio” que la sociedad moderna les entrega para negociar una existencia vergonzosa. Ya no son pueblo, ni son Iglesia, ni quieren ser masa, son vocacionalmente burócratas.
Entre todos ellos han matado a Dios y con ello dan fuerza al remanido argumento lacaniano que se consagrara para el vulgo burgués y semiculto en la novela de Kazantzakis y su posterior llevada al cine – La última tentación de Cristo– sobre el hecho de que no hay un mejor camino hacia al ateísmo que el cristianismo. Para ellos el símbolo cristiano es el de un Dios que se hace matar para hacernos el don de que su muerte se haga evidente a nuestros ojos y sepamos que estamos solos para administrarnos. De un Cristo que cuando toma conciencia de que es el Hijo de Dios, se hace matar para liberarnos, no del pecado, sino de sí mismo, de su tutela. El disgusto de que durante el “duelo” la administración quede en manos de una vacua e hipócrita burocracia religiosa, se consuela en la espera de un final feliz evolutivo. Que nunca llegará.
El catolicismo actual (me refiero al “mejor”) ha preferido un Dios silenciado, que ya escamoteado, nos evite la violencia y el patetismo de las posiciones irreductibles en un mundo en el que todo es negociable. Por ello hasta los “correctos” han aceptado la comunión en la mano. Es el cristianismo de Carl Schmidt: el katejon burocrático. El católico burócrata quiere librarse de Dios, por un rato, hasta terminar la chicana, defendiendo un orden que se hace cada vez más banal en medio de una camándula que sisa despiadada todo lo que es sagrado.