9º Domingo después de Pentecostés
(Lc 19: 41-47)
En este evangelio vemos claramente diferenciadas dos partes: la primera que nos habla del llanto de Jesús a las puertas de Jerusalén porque no habían reconocido a Aquél que les había podido traer la paz; y la segunda, que es la reacción de Jesús cuando ve el templo de su Padre convertido en una cueva de ladrones.
Normalmente vemos a Jesús más como justo juez que como hombre que se compadece ante nuestros sufrimientos. En los evangelios hay multitud de episodios en los que se ve cómo Jesús lloraba y se compadecía de las personas que sufrían: ante la tumba de su amigo Lázaro, o cuando resucita al hijo de la viuda de Naím. Su actitud ante la mujer adúltera o la oveja perdida. Ante el ciego de Jericó que acude a Él pidiéndole piedad.
Del mismo modo que se compadecía antes, también lo hace ahora al ver el sufrimiento de los hombres en medio de este mundo confuso y convulso. Un mundo que quiere ser triunfalista aunque está atrapado por el modernismo. Un mundo falto de paz. Del mismo modo que lloró ante la tumba de Lázaro, Jesucristo llora ahora al ver el estado de su Iglesia. Del mismo modo que Jerusalén no supo reconocer a su “libertador” tampoco ahora el mundo es capaz de reconocer a Aquél que le puede traer la paz.
Jesús se dirige al templo y al contemplar la casa de su Padre convertida en una cueva de ladrones reacciona violentamente y expulsa a los vendedores y cambistas. Quizá la Iglesia de hoy se haya convertido también en una cueva de ladrones. Hoy los falsos maestros roban a las gentes la fe a través de sus doctrinas venenosas y falsas.
Así pues, contemplemos el llanto de Jesús que llora ante nuestro sufrimiento y abandono. Son lágrimas de compasión y de amor. Cristo está deseoso de darnos la paz, de darnos SU paz. Si estamos arrepentidos de nuestros pecados Cristo nos recibe con los brazos abiertos, como en el episodio del hijo pródigo. Y como nos dice el profeta Isaías: “No hay paz para los impíos”. Sólo hay paz para los que siguen a Cristo. Como Él nos decía: “Venid a mí los cansados y agobiados que yo os aliviaré”