Domingo XV después de Pentecostés
(Lc 7: 11-16)
En el evangelio de hoy nos encontramos dos cortejos que se encuentran en plena calle: En el primero van el féretro con un niño muerto, seguido por su madre, familiares, plañideras y muchos del pueblo. En el segundo cortejo va Jesucristo seguido por una muchedumbre. A cierta altura de la calle ambos cortejos se encuentran. Es entonces cuando ocurre lo que nos cuenta el episodio de hoy.
Por un lado vemos a la madre llorando ante algo inevitable, la muerte de su hijo. Ella, que era viuda, se queda ahora, sin lo único que tenía. Por otro lado, vemos a Jesucristo, que viendo el sufrimiento de la madre se siente compungido y se acerca al féretro para hablar con el niño cadáver.
La muerte es un momento esencial de nuestra existencia. Al final todo hombre ha de enfrentarse a la muerte.
La actitud de Jesucristo ante la muerte la vemos reflejada en varios episodios: La resurrección de su amigo Lázaro, la resurrección del hijo de la viuda de Naím, la resurrección de la hija de Jairo. Y ante todas estas muertes la actitud de Cristo es la misma: “¡Lázaro, sal fuera!”; “¡Niña, contigo hablo, levanta!”
En este mundo, las fuerzas del mal entonan himnos de entusiasmo porque han conseguido la victoria. El demonio se ha adueñado del mundo y de la misma iglesia. La gente se ha dejado capturar por el demonio. Vemos una cristiandad que ha apostatado y se burla de las leyes de Dios. Aunque como nos dice San Pablo: “De Dios nadie se ríe”. Él tiene la última palabra; o como decimos familiarmente: “El que ríe el último ríe mejor”.
Pero este mundo que ahora se ríe, tiene que enfrentarse ante algo que no tiene explicación: la muerte. Sólo quien tiene fe de verdad encuentra sentido a la muerte; un sentido que es maravilloso, pues es la culminación de una existencia, el último acto de amor aquí en la tierra. Por eso, la muerte viene y vendrá a descubrir la falsedad y la mentira de muchos. La muerte es el gran fracaso del mal.
Por el contrario, Jesús, es el dueño de la vida; es más Él es la vida. Él tiene poder sobre la muerte. Jesús ha vencido la muerte. La muerte se transforma para el cristiano en puerta gloriosa para la nueva vida. A través de ella será capaz de conseguir la perfecta alegría. Del mismo modo que participamos de la muerte de Cristo, también participaremos de su resurrección. El Señor nos habla en muchas ocasiones del significado de la muerte y de la vida eterna: “El que me come vivirá para siempre”; “Ninguno de nosotros vive para sí… si morimos, para el Señor morimos. Sea que vivamos, sea que muramos, del Señor somos”.
La muerte de los santos es preciosa ante los ojos de Dios. Por ello, ¿cómo nos vamos a sentir compungidos ante la muerte? Ésta no es sino puerta de tránsito para la vida eterna. La muerte es algo más que un “sueño”, la muerte es realmente “poesía”.