«El hombre deja a su padre y a su madre y se une a su mujer, y llegan a ser una sola carne.»[1]
Comenzamos hoy nuestra novena parroquial dedicada al matrimonio y a la familia, por la importancia que tienen en sí mismos y por las amenazas cada vez más graves que sobre ellos se ciernen en todos los ámbitos.
En efecto, dichos ataques provienen de larga data. El Papa Pío VI, en 1791, ya denunciaba el ataque al matrimonio proveniente del laicismo radical. Decía: «Nosotros nos hemos enterado de que la Asamblea Nacional, es decir, la mayoría […] publicó a mediados del mes de julio un decreto que, con la intención de establecer una constitución civil del clero, como parece lo insinúa el título, ha conculcado los dogmas más sagrados y la sublime disciplina de la Iglesia»[2], entre los cuales se encuentra el matrimonio. En épocas más recientes, el Papa Pío XII decía: «El “enemigo” […] se encuentra en todas partes y en medio de todos. Sabe ser violento y taimado. En estos últimos siglos ha intentado llevar a cabo la disgregación intelectual, moral y social de la unidad del organismo misterioso de Cristo. Ha querido la naturaleza sin la gracia; la razón sin la fe; la libertad sin la autoridad; a veces, la autoridad sin la libertad. Es un “enemigo” que cada vez se ha hecho más concreto con una despreocupación que deja del todo atónito: Cristo sí, la Iglesia no. Después: Dios sí, Cristo no. Finalmente el grito impío: Dios ha muerto. Más aún: Dios no ha existido jamás. Y he aquí la tentativa de edificar la estructura del mundo sobre fundamentos que Nos no dudamos en señalar como principales responsables de la amenaza que gravita sobre la humanidad: una economía sin Dios, un derecho sin Dios, una política sin Dios. El “enemigo” se ha preparado y se prepara para que Cristo sea un extraño en la universidad, en la escuela, en la familia, en la administración de la justicia, en la actividad legislativa, en la inteligencia entre los pueblos, allí donde se decide sobre la paz o la guerra. Este “enemigo” está corrompiendo al mundo con una prensa y con espectáculos que matan el pudor entre los jóvenes y en las doncellas y destruyen el amor entre los esposos.»[3]
Hoy, la gravedad es aún mayor, dado que la crisis se ha establecido en el seno de la Iglesia. En el Sínodo de los Obispos, del año pasado y de este año, muchos Pastores han sostenido doctrinas contrarias a las enseñadas por la Iglesia. Se podría decir que el liberalismo ya ha entrado de lleno en ella, desde hace tiempo.
Nosotros, por el contrario, siguiendo a tantos Obispos y Cardenales valientes en la defensa de la verdad, que no temieron el perder ni sus puestos ni ser privados de la púrpura cardenalicia, buscamos respetar y custodiar la familia, y por ende el matrimonio que le da origen, según la Voluntad de Dios, deseando permanecer en la verdad de Cristo, como nos recomendara Juan Pablo II en su Exhortación Apostólica sobre la familia[4].
En particular, en este día meditaremos sobre el matrimonio tal como Dios lo ha establecido desde el principio. Su institución responde plenamente al querer de Dios, al ser realizado antes del pecado original, y es además el deseo de Jesucristo de que en todas las épocas, desde su venida al mundo, se vuelva a esta situación primordial[5].
Este matrimonio del inicio es para todos los hombres. Lo deja a entender que, según el texto del Génesis, el varón deje a sus padres para unirse a su mujer, dado que «en el mundo mediterráneo medio oriental, la norma del matrimonio es y siempre ha sido un acuerdo virilocal en el que la mujer se muda a la casa de la familia del marido.»[6] Por lo tanto, esto se refiere al matrimonio natural. Dicho matrimonio es tan perfecto, que constituye «la única bendición que no fue abolida por la pena del pecado original, ni por la condenación del diluvio»[7], pues se ordena por sí mismo a la propagación de la especie humana, «y lo que es fin de algunas cosas naturales no puede ser de suyo malo, porque lo que naturalmente es por Divina Providencia se endereza al fin»[8], como dice santo Tomás. Por ello ha podido ser elevado por Cristo a la dignidad de sacramento.
Del relato de la creación deducimos la igual dignidad del hombre y de la mujer, tanto de origen como de naturaleza. De origen, porque el alma de ambos es creada directamente por Dios. Es el Señor quien insufla su espíritu de vida en Adán[9], y es también quien lo hace con Eva, como dice san Efrén, alrededor del año 363: «“Tomó Dios una costilla de Adán e hizo a la mujer”[10], para que fuesen uno solo como cabeza del mundo, y lo que de él tomó lo hizo para que se cumpliera aquello: “Los hizo varón y mujer”[11]; y esto, no para que se entienda que el hombre era el fabricante de la mujer sino que Dios insufló también el espíritu en Eva. Pues el alma no es generada desde el alma, pues dice: “Hueso de mis huesos”, y no alma de mi alma; “y serán ambos un solo cuerpo”[12], y no una única alma.»[13]
Tienen, además, hombre y mujer una misma naturaleza, porque Eva es hueso de los huesos, y carne de la carne de su esposo.
Sin embargo, eso no quiere decir que ambos tengan las mismas funciones en la familia. Si a ella la comparamos a un cuerpo, podríamos atribuirle al hombre la función de ser cabeza del organismo, y a la mujer el de ser su corazón.
De lo dicho se concluye que el matrimonio posee necesariamente las propiedades de la unidad y de la indisolubilidad. Unidad, porque los hombres desean tener certeza de su prole, y porque la amistad que debe reinar entre ellos se asienta sobre cierta igualdad[14]. Estabilidad en el tiempo, dado que los hijos son propagación de la imagen de sus padres, y por ende merecen la solicitud de ambos, requiriendo generalmente la razón de gobierno y de poder de parte del hombre[15], y el complemento de la parte afectiva de parte de la mujer, buscando la madurez de sus hijos[16]. Dicha unidad e indisolubilidad no puede ser alterada por nadie. Ni por el Estado con sus falsas intromisiones, ni por las partes implicadas, como enseña el Papa Pío VI: « Es, pues, cosa clara que el matrimonio, aun en el estado de naturaleza pura y, sin ningún género de duda, ya mucho antes de ser elevado a la dignidad de sacramento propiamente dicho, fue instituido por Dios, de tal manera que lleva consigo un lazo perpetuo e indisoluble, y es, por lo tanto, imposible que lo desate ninguna ley civil. En consecuencia, aunque pueda estar separada del matrimonio la razón de sacramento, como acontece entre los infieles, sin embargo, aun en este matrimonio, por lo mismo que es verdadero, debe mantenerse y se mantiene absolutamente firme aquel lazo, tan íntimamente unido por prescripción divina desde el principio al matrimonio, que está fuera del alcance de todo poder civil.»[17]
Por esto dice el Papa Pío XI, citando a León XIII: « A la sola luz de la razón natural, y mucho mejor si se investigan los vetustos monumentos de la historia, si se pregunta a la conciencia constante de los pueblos, si se consultan las costumbres e instituciones de todas las gentes, consta suficientemente que hay, aun en el matrimonio natural, un algo sagrado y religioso, “no advenedizo, sino ingénito; no procedente de los hombres, sino innato, puesto que el matrimonio tiene a Dios por autor, y fue desde el principio como una especial figura de la Encarnación del Verbo de Dios”[18]. Esta naturaleza sagrada del matrimonio, tan estrechamente ligada con la religión y las cosas sagradas, se deriva del origen divino arriba conmemorado; de su fin, que no es sino el de engendrar y educar hijos para Dios y unir con Dios a los cónyuges mediante un mutuo y cristiano amor; y, finalmente, del mismo natural oficio del matrimonio, establecido, con providentísimo designio del Creador, a fin de que fuera algo así como el vehículo de la vida, por el que los hombres cooperan en cierto modo con la divina omnipotencia.»[19]
Este es el ideal del matrimonio establecido desde el principio, que sólo podremos vivirlo en plenitud cuando aquél que es llamado «el Principio»[20] y «el Alfa»[21] se haga carne, ya que nos dará la gracia para vivirlo con coherencia y fidelidad.
A la Sagrada Familia de Nazaret encomendamos los matrimonios de nuestra parroquia y de nuestra diócesis, para que logren cada día más ser imagen de este matrimonio ideal pensado por Dios desde el primer momento.
Padre Jorge L. Jorge Hidalgo
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[1] Gn. 2, 24.
[2] Pío VI, Carta Quod aliquantum, 10 de mayo de 1791.
[3] Pío XII, Alocución del 12 de octubre de 1952.
[4] Juan Pablo II, Exh. Apost. Familiaris Consortio, n. 5.
[5] Cf. Mt. 19, 4-6.
[6] Beeston, A. F. I., One Flesh, Vetus Testamentum 36 (1986), 116; citado en Mankowki, Paul, sj, La enseñanza de Cristo sobre el divorcio y el segundo matrimonio: el dato bíblico, en: AA. VV., Permanecer en la verdad de Cristo, n. 41.
[7] Ritual Romano de los Sacramentos, Ritual del Matrimonio, n. 52.
[8] Santo Tomás, C. G., L. III, c. 126.
[9] Cf. Gn. 2, 7.
[10] Gn. 2, 22.
[11] Gn. 1, 27.
[12] Gn. 2, 23 ss.
[13] San Efrén, Interpretaciones de la Sagrada Escritura, n. 2, Ench. Patr. n. 723.
[14] Santo Tomás, C. G., L. III, c. 124.
[15] Santo Tomás, C. G., L. III, c. 125.
[16] Pío XII, Alocución del 11 de marzo de 1942, n. 3.
[17] Pío VI, Rescript. Ad Epic. Agriens., 11 de julio de 1789, citado por Pío XI, Enc. Casti Connubi, n. 11.
[18] León XIII, Enc. Arcanum.
[19] Pío XI, Enc. Casti Connubi, n. 30.
[20] Col. 1, 18.
[21] Apoc. 1, 8; 22, 13.