«Se llama día del nacimiento del Señor a la fecha en que la Sabiduría de Dios se manifestó como niño y la Palabra de Dios, sin palabras, emitió la voz de la carne. La divinidad oculta fue anunciada a los pastores por la voz de los ángeles e indicada a los magos por el testimonio del firmamento.
Con esta festividad anual celebramos, pues, el día en que se cumplió la profecía: “La verdad ha brotado de la tierra y la justicia ha mirado desde el cielo”. La verdad que mora en el seno del Padre ha brotado de la tierra para estar también en el seno de una madre […] La verdad a la que no le basta el cielo, ha brotado de la tierra para ser colocada en un pesebre» (San Agustín, Sermón 185).
«Y el Verbo se hizo Carne y puso su morada entre nosotros» (Jn 1, 14) El Verbo de Dios se ha encarnado para redimir al género humano después del pecado y el Prólogo del Evangelio de San Juan (Misal Romano, 25-diciembre, Misa del día) nos muestra cómo Jesucristo, Dios y hombre verdadero, es la revelación del Padre y todo aquel que cree en Él recibe el don de ser hecho hijo de Dios (Jn 1, 12).
En su Epístola a Tito (Misal Romano, 25-diciembre, Misa de la Aurora: Tit 3, 4-7) San Pablo sintetiza magistralmente la obra de las Tres Divinas Personas respecto a nosotros (cfr. Mons Straubinger, Santa Biblia, in v. 4 et locs. cit.).
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El Padre, movido por su infinito amor, nos salva.
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Jesucristo es el mediador entre Dios y los hombres
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El Espíritu Santo es el Agente inmediato de nuestra santificación.
1. «En cuanto a nosotros, hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído en ese amor. Dios es amor; y el que permanece en el amor, en Dios permanece y Dios permanece en él» (1 Jn 4, 16).
Permanecer en el amor no significa primariamente permanecer amando sino sabiendo y sintiendo que uno mismo es amado: «hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído en ese amor». Aquí descubrimos la más grande y eficaz de todas las luces que puede tener un hombre para su vida espiritual. «Nada es más adecuado para mover al amor que la conciencia que se tiene de ser amado» (Sto. Tomás).
Lo asombroso es que el creer que Dios me ama, lo pide Dios y lo indica como la más alta virtud. Donde hay alguien que se cree amado por Dios, allí está Él: «Donde hay caridad y amor, allí está Dios» (Liturgia del Jueves Santo).
2. «En los últimos días [Dios] nos ha hablado a nosotros en su Hijo, a quien ha constituido heredero de todo y por quien también hizo las edades» (Heb 1, 2).
Jesucristo es el mediador entre Dios y los hombres. «Tú eres mi Hijo, yo te he engendrado hoy» (v. 5): San Pablo retoma el salmo 2 (v. 7) en el que la tradición católica constante y unánime desde el tiempo de los Apóstoles ve una profecía relativa directamente al Mesías, es decir al Verbo no ya en su generación eterna sino en su Humanidad santísima glorificada a la diestra del Padre.
«No solamente asumió Cristo la naturaleza humana, sino que, además en un cuerpo frágil, pasible y mortal, se ha hecho consanguíneo nuestro. Pues si el Verbo se anonadó a sí mismo tomando la forma de esclavo (Flp 2, 7), lo hizo para hacer participantes de la naturaleza divina a sus hermanos según la carne, tanto en este destierro terreno por medio de la gracia santificante cuanto en la patria celestial de la eterna bienaventuranza» (Pío XII, Mystici Corporis)
3. «Él nos salvó […] por medio del lavacro de la regeneración y la renovación del Espíritu Santo, que Él derramó sobre nosotros abundantemente por Jesucristo nuestro Salvador, para que, justificados por su gracia, fuésemos constituidos, conforme a la esperanza, herederos de la vida eterna» (Tit 3, 5-7).
El Espíritu Santo es la comunicación, la entrega efectiva del bien que nos ganó Cristo, es decir «partícipes de la naturaleza divina» (2 Pe 1, 4). Esto que Jesús nos conquistó y mereció es lo que el Espíritu Santo realiza comunicándonos aquello que el Padre dio a Jesús: la calidad de hijo y su propia gloria con su misma vida eterna que algún día esperamos poseer en cuerpo y alma y que se nos anticipa en la Comunión sacramental (cfr. Mons Straubinger, Santa Biblia, in 2 Cor 13, 13).
Por eso no puedo dejar de tener sentimientos de caridad y misericordia en mi alma mientras estoy creyendo que Dios me ama hasta entregar por mí a su Hijo.
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Que Dios Nuestro Padre nos conceda compartir la vida divina de Aquel que en la Navidad se ha dignado compartir con el hombre la condición humana.
Y que nos decidamos a acoger esa paz que Dios nos trae en Jesucristo y que anunciaron los ángeles en Belén para poder así entrar un día en el reino de los cielos.
Padre Ángel David Martín Rubio