Introducción a la Primera Carta a los Corintios

Dentro del Corpus Paulino las dos cartas a los Corintios vienen a continuación de la dirigida a los Romanos, señal de la importancia que se les dio desde el principio, seguramente por su extensión, y por la variedad y densidad de temas tratados. Desde muy pronto estas cartas gozaron de gran prestigio entre los cristianos por estar escritas para una de las comunidades fundadas por San Pablo y por ser Corinto una ciudad famosa.

En efecto, Corinto, que en la época griega había gozado de renombre, fue refundada por Julio César (año 44 a.C.) y muy pronto alcanzó gran influencia. Enclavada en el istmo de su nombre, con dos puertos, uno en el mar Egeo y otro en el Adriático, era la capital de la provincia romana de Acaya y despuntó como ciudad comercial en el Mediterráneo. Seguramente era una de las más pobladas, unos 100.000 habitantes, pero también una de las más célebres por su degradación moral.

1.- Estructura y contenido

La gran cantidad de problemas de la iglesia de Corinto, tratados con detalle en la carta, y el marcado carácter pastoral del escrito dificultan su división en secciones. Con todo, cabe distinguir una introducción, el epílogo y tres amplias partes que forman el cuerpo de la carta.

  • La introducción (1: 1-9) consta del saludo habitual (vv. 1-3) y un himno de acción de gracias (vv. 4-9).
  • La primera parte (1:10 – 4:21) trata el problema de la división entre los fieles y recoge la severa recriminación de las facciones y grupos.
  • La segunda parte (5: 1-11,34) contiene la respuesta del Apóstol a las grandes cuestiones de las que ha tenido noticia por terceras personas o por los mismos corintios: el doloroso caso del incestuoso (5:1.13), la costumbre de llevar a los tribunales paganos las causas internas (6: 1-11), y los pecados de la carne (6: 12-20). Entre los temas que los propios corintios han planteado, el Apóstol se detiene en la doctrina sobre el matrimonio y el celibato (7: 1-40), la cuestión de la carne sacrificada a los ídolos (8: 1-10,33) y el comportamiento de los fieles en la celebraciones litúrgicas (11: 1-34).
  • La tercera parte (12:1 – 15,58) desarrolla dos temas de profundo calado teológico: la diversidad de dones y su ordenación a la caridad, por una parte; y por otra, la resurrección de Cristo y la de los muertos en general.
  • El epílogo (16: 1-24) recuerda la colecta a favor de los cristianos de Jerusalén, y anuncia los próximos viajes del Apóstol.

2.- Ocasión de la carta

La iglesia de Corinto fue fundada por San Pablo, con la colaboración de Silas y Timoteo, en el año 50 ó 51, durante su segundo viaje apostólico (años 50-53; cfr Hech 18: 1-18). San Pablo había llegado a Corinto “con temor y mucho temblor” (1 Cor 2:3), después de su dura experiencia en Atenas, donde, a pesar de su brillante discurso en el Areópago, fueron pocos los que se convirtieron (Cfr. Hech 17: 16-34). Al principio vivió y trabajó en casa de Aquila y Priscila, un matrimonio cristiano expulsado de Roma por el edicto de Claudio hacía poco tiempo (Cfr. Hech 18:2). Como de costumbre, primero predicó los sábados en la sinagoga a los judíos y a los griegos que creían en el Dios de Israel. Más tarde, ante la oposición que encontraba entre los judíos, decidió dirigir su predicación fundamentalmente a los gentiles (Cfr. Hech 18: 5-6).

Junto a numerosas conversiones —el jefe de la sinagoga, Crispo, con toda su familia, así como otros muchos corintios— tuvo el Apóstol abundantes dificultades y contradicciones durante el año y medio que enseñó allí. De hecho, en una visión nocturna, el mismo Señor le confortó, dándole nuevos ánimos (Cfr. Hech 18: 7-10). La creciente oposición de algunos judíos desembocó finalmente en una acusación ante el procónsul romano Galión (Cfr. Hech 18: 12-17). San Pablo debió de comparecer ante Galión a finales del año 51 o a comienzos del 52. Poco tiempo después abandonó Corinto, embarcándose hacia Siria acompañado de Aquila y Priscila (Cfr. Hech 18:18).

Posteriormente, el Apóstol estuvo algunas veces más en la ciudad del istmo. En el tercer viaje apostólico, mientras fundaba la Iglesia en Éfeso (Cfr. Hech 19: 1-40) es probable que hiciera una breve visita a Corinto el año 57: en esta ocasión San Pablo, o alguno de sus colaboradores, fue objeto de alguna ofensa especialmente grave. Más tarde, después de haber escrito desde Macedonia la Segunda Carta a los Corintios, pasó el invierno del 57 al 58 en esta ciudad (Cfr. Hech 20: 1-3).

Según todos los indicios, escribió esta primera carta al final de su estancia en Éfeso, probablemente en la primavera del año 57 d.C., alrededor de la Pascua (Cfr. 1 Cor 16:8), como lo sugiere la mención de los ácimos (1 Cor 5: 7-8), y la comparación de la vida abnegada de los cristianos con la de los corredores en el estadio (Cfr. 1 Cor 9: 24-27), en alusión a los juegos ístmicos que cada dos años se celebraban en primavera.[1]

Dadas las relaciones comerciales entre Éfeso y Corinto, no es extraño que San Pablo, residiendo en Éfeso, estuviera siempre al tanto de la situación de la comunidad de Corinto. Como señala la misma carta, había sido informado por “los de Cloe” (1 Cor 1:11) de una serie de abusos que se habían introducido en aquella comunidad: en el seno de ésta existían varias tendencias (Cfr. 1 Cor 1: 11 y ss.); se advertía una gran laxitud con respecto a la castidad (Cfr. 1 Cor 6: 12ss.), llegando incluso hasta un caso de incesto (Cfr. 1 Cor 5: 1ss.); había pleitos de cristianos ante tribunales paganos (Cfr. 1 Cor 6: 1ss.); algunas mujeres se comportaban sin el decoro debido en las reuniones litúrgicas (Cfr 1 Cor 11: 2ss.); se habían introducido desórdenes en la celebración de la Eucaristía (Cfr 1 Cor 11:17ss.). Por otro lado, la misma comunidad había enviado una delegación, formada por Estéfanas, Fortunato y Acaico (Cfr. 1 Cor 16:17), con un escrito para consultar al Apóstol una serie de dudas (Cfr. 1 Cor 7:1ss.): sobre matrimonio y virginidad, sobre la licitud de comer carnes inmoladas a los ídolos (Cfr. 1 Cor 8: 1ss.), sobre el uso y valor de los carismas (Cfr. 1 Cor 12: 1ss.), sobre la resurrección de los muertos (Cfr. 1 Cor 15: 1ss.).

3.- Enseñanza

La Primera Carta a los Corintios es particularmente importante por su contenido doctrinal: la sabiduría divina y la sabiduría humana, los criterios que han de guiar el comportamiento de los fieles, los múltiples aspectos de la moral cristiana, la doctrina sobre la otra vida, etc., son otros tantos puntos desarrollados en la carta. Éstos y otros muchos temas reflejan la rica personalidad del Apóstol que aúna la profundidad del teólogo y la magnanimidad del pastor. Hay tres temas que merecen especial atención: la Iglesia, la Eucaristía y la resurrección.

3.1.- La Iglesia

La idea fundamental que subyace en la carta es el carácter sobrenatural de la Iglesia: Cristo la ha fundado, Él es su Cabeza y quien la gobierna a través de los ministros. Cristo es el fundamento de su vida y su unidad y, en consecuencia, los cristianos no son propiedad de nadie, son únicamente “de Cristo” (1 Cor 3:23). No caben facciones ni partidos (1 Cor 1: 10-11), puesto que la vida cristiana no proviene ni de Pablo, ni de Apolo, ni de Cefas.

El misterio de la Iglesia y su unidad básica resplandecen admirablemente en las imágenes sencillas y profundas que utiliza San Pablo: es la plantación (Cfr. 1 Cor 3: 6-9) y la edificación de Dios (Cfr. 1 Cor 3.9.11.16). Cierto que cada una de estas metáforas no puede abarcar toda la eclesiología, pero dejan muy claro que el principio de unidad es Dios que da vida a cada una de las plantas de ese campo y que da cohesión a los elementos de este único edificio:

“Nosotros mismos somos la casa de Dios (…). Con los comienzos de la fe ocurre como con el corte de madera en el bosque o la extracción de piedra en los montes: los neófitos son instruidos, bautizados y formados, como la piedra o la madera son labradas y alisadas en manos de los albañiles y carpinteros. Pero sólo forman una casa cuando son ensamblados por el Amor”.[2]

De decisiva importancia para entender la Iglesia es la designación de Cuerpo de Cristo. El concepto paulino de Cuerpo desborda el mero corporativismo social, porque entre Cristo y la Iglesia, entre Cristo y los cristianos, se establece una identidad no sólo de fines o de actos aislados, sino una unión vital: Cristo vivifica a la Iglesia y a los cristianos de tal manera que ambos son inseparables. San Agustín escribe con gozo:

“Dejad que nos felicitemos y demos gracias, porque no sólo nos hemos hecho cristianos, sino Cristo. ¿Entendéis, hermanos? ¿Os dais cuenta de la gracia de Dios en nosotros? Admiraos, alegraos: nos hemos hecho Cristo. Pues si Él es la Cabeza y nosotros los miembros, el hombre total es Él y nosotros. Lo dice el apóstol Pablo (…). La plenitud de Cristo son la Cabeza y los miembros. ¿Qué significa “Cabeza y miembros”? Cristo y la Iglesia”.[3]

La unión entre Cristo y la Iglesia no impide que cada uno tenga su ser propio. El “yo” del cristiano como individuo no perece al unirse a Cristo, ni tampoco el ser propio de la Iglesia, aunque sea configurado por Cristo. La unidad entre los miembros del Cuerpo místico abarca tanto al aspecto interior y espiritual como el estructural y visible, de modo que la diversidad de oficios y ministerios dentro de la Iglesia en nada empaña la unidad a la vez espiritual y jerárquica.

3.2.- La Eucaristía

En dos momentos de la carta el Apóstol se refiere a la Eucaristía: primero, incidentalmente, al explicar que los cristianos no pueden participar en los banquetes de los santuarios paganos (Cfr. 1 Cor 10: 14-22); y luego, al corregir los abusos que se habían introducido en Corinto en las celebraciones eucarísticas (Cfr. 1 Cor 11: 17-34). En estos dos textos se contienen las verdades fundamentales sobre la Eucaristía: su institución por el mismo Cristo, su carácter sacrificial, la presencia real de Cristo bajo las especies del pan y del vino y las relaciones entre el cuerpo sacramental del Señor y su Cuerpo místico, que es la Iglesia.

San Pablo narra la institución de la Eucaristía (Cfr. 1 Cor 11: 23-25) en un relato afín al de San Lucas. Enseña también que la Eucaristía es el único sacrificio frente a los sacrificios paganos. La víctima eucarística estaba prefigurada en las del Antiguo Testamento (Cfr. 1 Cor 10: 14-22).

Confirma, además, la presencia real de Cristo bajo las especies sacramentales: “Quien coma el pan o beba el cáliz del Señor indignamente, será reo del cuerpo y de la sangre del Señor” (1 Cor 11:27). Finalmente, las relaciones entre la Eucaristía —Cuerpo sacramental de Cristo— y la Iglesia —Cuerpo místico de Cristo—, están claramente establecidas: “Puesto que el pan es uno, muchos somos un solo cuerpo, porque todos participamos de un solo pan” (1 Cor 10:17).

3.3.- La resurrección de los muertos

A los cristianos de Corinto no les resultaba fácil aceptar la resurrección de los muertos (Cfr. 1 Cor 15:12), puesto que esta verdad de fe chocaba fuertemente con el pensamiento griego de la época. Según el libro de los Hechos de los Apóstoles, el propio San Pablo lo había experimentado durante su discurso ante el Areópago en Atenas: “Cuando oyeron lo de “resurrección de los muertos”, unos se echaron a reír y otros dijeron: “Te escucharemos sobre esto en otra ocasión” (Hech 17:32).

En esta carta, al abordar tan espinoso tema, trata en primer lugar de la resurrección de Cristo. Su exposición, escrita a menos de treinta años después de la resurrección, es de suma importancia como argumento de historicidad, máxime teniendo en cuenta que la presenta como una verdad aceptada desde antes en la Tradición apostólica: “Os transmití en primer lugar lo mismo que yo recibí” (1 Cor 15:3).

El misterio de la resurrección de Cristo es un acontecimiento real que tuvo manifestaciones históricamente comprobadas como lo atestigua el Nuevo Testamento. El Apóstol ofrece una larga lista de testigos del Resucitado: Pedro, Santiago el Menor, todos los Apóstoles y quinientos hermanos, de los cuales, al escribirse esta carta, la mayor parte aún están vivos y pueden dar fe de lo que han visto (Cfr. 1 Cor 15: 5-7). Al final añade su propio testimonio (Cfr. 1 Cor 15:8).

Pero la resurrección de Cristo no es sólo un hecho histórico, sino además un misterio. Este misterio estriba en la condición gloriosa del Resucitado. De ahí que San Pablo diga repetidas veces que Cristo “se apareció” (1 Cor 15: 5-8), dando a entender que se mostró sólo a aquellos que Él quiso. “La Resurrección de Cristo no fue un retorno a la vida terrena como en el caso de las resurrecciones que él había realizado antes de Pascua: la hija de Jairo, el joven de Naín, Lázaro (…). La resurrección de Cristo es esencialmente diferente. En su cuerpo resucitado, pasa del estado de muerte a otra vida más allá del tiempo y del espacio. En la Resurrección, el cuerpo de Jesús se llena del poder del Espíritu Santo; participa de la vida divina en el estado de su gloria, tanto que San Pablo puede decir de Cristo que es “el hombre celestial” (cfr 1 Co 15, 35-50)”.[4]

La resurrección de Cristo constituye el fundamento firme de nuestra fe: ”Si no resucitó Cristo, vana es nuestra predicación, vana también vuestra fe” (1 Cor 15:14). La Resurrección constituye ante todo la confirmación de todo lo que Cristo hizo y enseñó. Todas las verdades, incluso las más inaccesibles al espíritu humano, encuentran su justificación si Cristo, al resucitar, ha dado la prueba definitiva de su autoridad divina según lo había prometido.

Sólo si Cristo vive, nuestra fe en Él tiene sentido. En concreto, nuestra incorporación a Él por medio del Bautismo, en el que participamos de su muerte y resurrección, sólo tiene valor si Cristo ha resucitado. De otra manera estaríamos todavía en nuestros pecados (Cfr. 1 Cor 15:17).

“No es gran cosa creer que Cristo muriese, porque esto también lo creen los paganos y judíos, y todos los hombres malos: todos creen que murió. La fe de los cristianos es la Resurrección de Cristo. Esto es lo que tenemos por cosa grande: el creer que resucitó”.[5]

La resurrección de Cristo es también el fundamento de la esperanza de nuestra propia resurrección “porque, habiendo resucitado Cristo, tenemos esperanza cierta de que también nosotros resucitaremos, puesto que es forzoso que los miembros sigan la condición de su cabeza”.[6] La resurrección del Señor es ante todo la causa eficiente de la nuestra. San Pablo explica esta realidad mediante la imagen de las primicias (Cfr. 1 Cor 15: 20.23) y, sobre todo, mediante el paralelismo antitético entre Cristo y Adán: porque, habiendo venido por un hombre la muerte, también por un hombre viene la resurrección de los muertos. Pues “así como en Adán todos mueren, así también en Cristo todos serán vivificados” (1 Cor 15:22).

Finalmente, el Apóstol se extiende en explicar el modo de nuestra resurrección gloriosa (Cfr. 1 Cor 15: 35-53). La resurrección gloriosa que ocurrirá en el último día, en la segunda venida de Cristo (Cfr. 1 Cor 15:23), consistirá en la completa transformación del cuerpo (1 Cor 15:51): en vez de natural será espiritual (Cfr. 1 Cor 15: 44-46). Con esta afirmación, San Pablo no niega la materialidad del cuerpo —lo cual sería una contradicción— sino que expresa el dominio completo del espíritu sobre el cuerpo. Como consecuencia de este dominio, el cuerpo será incorruptible (Cfr. 1 Cor 15:42), glorioso (Cfr. 1 Cor 15: 43), fuerte (Cfr. 1 Cor 15:44) e inmortal (1 Cor 15: 53-54). Entonces, vencida la muerte, los hijos de Dios resucitarán en Cristo, y lo que fue sembrado bajo el signo de la debilidad y de la corrupción, se revestirá de incorruptibilidad (Cfr. 1 Cor 15:42.53).


[1] Jenofonte, Helénicas, 4,5,1.

[2] San Agustín, Sermo 136,1.

[3] San Agustín, In Ioannis Evangelium, 21,8.

[4] Catecismo de la Iglesia católica, nº 646.

[5] San Agustín, Enarrationes in Psalmos, 120.

[6] Catecismo Romano, 1,6,12.

Padre Lucas Prados
Padre Lucas Prados
Nacido en 1956. Ordenado sacerdote en 1984. Misionero durante bastantes años en las américas. Y ahora de vuelta en mi madre patria donde resido hasta que Dios y mi obispo quieran. Pueden escribirme a [email protected]

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