
Jorgito está aturdido con tanto dibujo durante la hora de catequesis. Él pensaba que iba a aprender muchas cosas acerca del misterio de la Misa, de los santos —como su amigo san Tarsicio, cuya defensa del Cuerpo de Señor con su propia vida lo tiene asombrado— sobre los sacramentos… Pero nada de eso ocurre. En vez de ello, se pasa la hora coloreando corazones para el cartel parroquial que anuncia el Adviento.
—¿Por qué tenemos que portarnos bien, Juani? —le pregunta una niña a su catequista mientras rellena con pintura roja los últimos huecos de su corazón fotocopiado.
—Porque cuando nos portamos bien, nos sentimos bien…—le contesta complacida y con aires de gran sabiduría.
—Eso es amor propio —corrige con espontaneidad Jorgito—. Si realizamos las cosas porque nos hacen sentir bien, fomentamos con ello nuestro orgullo. Hay que portarse bien para no hacer daño a Jesús. ¡Ésa es la verdadera razón!
Jorgito sabe bien de lo que habla; su gran Amigo se lo explicó durante una noche de oración. Aquél día su hermanito le había roto la hoja de deberes que tanto le costó terminar, y, claro, la escena acabó con un fuerte empujón que lanzó al pequeñín al suelo. Jorgito, en íntima conversación, le confesó a Jesús que aquella acción no había estado nada bien, pero a la vez admitió que le costaba mucho arrepentirse. “Se lo merecía”, le argumentaba con convicción magistral, “me había esforzado mucho para terminar la hoja y mi seño me va a gritar en cuanto llegue a clase”.
Jesús escuchó con gran atención —como siempre—, y, solo cuando el niño terminó de explicarse, procedió a enseñarle las heridas de su cuerpo:
—Jorgito, cuando te portas mal, mis heridas me duelen mucho… En cambio, si decides renunciar a ti mismo y soportas el mal ajeno por mí, mi corazón se inflama y el dolor se apacigua.
Nuestro protagonista quedó impactado por esa revelación, y desde entonces, tiene muy presente esa realidad en su vida. Por esa razón respondió con naturalidad y rapidez a la catequista. El problema fueron las consecuencias…
Los niños le dedicaron unas miradas divertidas y guasonas. ¡Jorgito decía unas cosas muy raras! Desde que había empezado la catequesis en la parroquia había pasado ya por tres grupos distintos. ¡Ningún catequista lo quería en su clase!
—Jorgito, ¿qué tonterías dice sobre el orgullo? —respondió nerviosa Juani—. Es importante sentirse bien con uno mismo. Jesús no quiere cosas malas para nosotros…
Los niños contemplaban divertidos la escena y no se les escapaba el apuro de su catequista. Era agradable salirse del tedio habitual que dominaba esta hora semanal y, con la llegada de Jorgito, las clases eran mucho más amenas. Nuestro niño iba a contestar, pero se le adelantó la niña de antes:
—Bueno, Jorgito tiene razón. Cuando hago trampas en el examen y saco buena nota, me siento bien porque no me han pillado… y no creo que eso le guste a Jesús —manifiesta pensativa.
El gracioso de la clase, que siempre estaba atento para armarla, tomó con rapidez el testigo y afirmó:
—¡Pues claro! Si me niego a tomarme el puré de verduras y consigo que mi madre me haga unos huevos fritos con patatas, me siento de… ¡¡¡MA-RA-VI-LLA!!!!
La clase estalla a carcajadas por la ocurrencia, todos claro menos Jorgito y la catequista, cuya cara de enfado crecía por momentos. La pobre señora agarró a Jorgito del brazo y lo llevó directo al despacho de D. Antonio.
—¡Me niego a seguir con este niño en clase! ¡Es imposible tratar con él!
Y lo dejó abandonado en el despacho como si de una molesta mascota se tratara. D. Antonio se le quedó mirando con preocupación, ya no quedaban grupos de catequesis donde colocar al crio. Además, ahora no tenía tiempo para atenderlo, pues estaba organizando en la columna semanal de su hoja parroquial el encendido de las velas de la corona de adviento. ¡Menudo lío! “Que si elegía siempre a éste catequista en vez del otro, a la familia Jiménez porque daba más en el cestillo, al que peor cantaba en el coro…”, todos los años tenía que escuchar el mismo cántico de los feligreses despechados. Por eso, esta vez le estaba dando vueltas a la idea de hacer un “encendido colectivo”, aunque le paralizaba la posibilidad de provocar un incendio en la Iglesia…
En eso estaba cuando se fijó en D. Miguel, aquel sacristán viejo, serio y arrogante que heredó del antiguo párroco. No acababa de entenderse con él. Hacía bien su trabajo, eso lo reconocía, pero el hombre no se implicaba en los nuevos aires que quería dar a su parroquia. Incluso parecía que los rechazaba…
“Sí, lo dejaré a cargo de Jorgito. Total, no puede empeorar más las cosas con el niño…”, se dijo para convencerse. Lo llamó a su despacho y, sin apenas explicaciones, puso a nuestro protagonista a su disposición. D. Miguel estuvo a punto de negarse, pero la mirada profunda y preocupada de Jorgito le hizo cambiar de opinión en el último segundo.
—Veamos lo que sabes —le dijo escéptico el sacristán en cuanto lo tuvo sentado en un banco—: ¿Eres cristiano?
A Jorgito se le iluminó la cara. ¡Qué fácil! Y contestó con voz segura:
—Sí, soy cristiano por la gracia de Dios.
D. Miguel quedó extrañado. La de años que hacía que recibía una contestación así…
—¿Qué quiere decir cristiano? —apuntó por segunda vez.
—Cristiano quiere decir discípulo de Cristo—soltó Jorgito cual metralleta…
D. Miguel miró hacia el Sagrario emocionado. ¡Era posible que después de tanto tiempo…!
—¿Sabes rezar? —le preguntó con cierto recelo.
A lo que Jorgito contestó arrodillándose en el reclinatorio y postrándose ante Dios. El templo se quedó en silencio, velado por dos figuras reclinadas ante el Sagrario y solo los ángeles fueron testigos de la lágrima que se resbaló por el rostro de la mayor mientras observaba de reojo a la más pequeña.
—Señor, no encuentro amigos en mi Iglesia —se quejó con amargura Jorgito ajeno a la presencia de su nuevo catequista—. Parece que todo lo hago mal aquí…
—Jorgito— le interrumpió con dulzura su gran Amigo—, ésta es mi casa y, ¿cuántos amigos ves que tengo yo?
Nuestro protagonista observó que, aunque el templo estaba lleno de ruidos procedentes de las aulas de catequesis, el Señor estaba solo en el Sagrario. Nadie le hacía el menor caso. Es más, nadie parecía reparar en su presencia… Entonces, a Jorgito se le encogió el corazón y comprendió lo que era la soledad. ¡Qué poco derecho tenía a quejarse!
—Señor, ahora, al menos, tienes dos —le aseguró con ternura mientras miraba a su nuevo mentor.
En ese momento notó una presión en el hombro. Era la hora de terminar. Su padre había venido a recogerlo. D. Miguel se incorporó del banco y se presentó a su padre.
—Me llamo Miguel. Voy a ser el catequista de su hijo —le comentó con la voz quebrada— y por lo que veo…, creo que va a ser un auténtico honor.
D. Jorge le observó unos instantes y, con decisión, le proporcionó un fuerte apretón de manos. Un apretón que supo a minoría, a resistencia, a catacumbas… y a autenticidad.
Mónica C. Ars