Jorgito estaba deseando que llegara el domingo. Papá y mamá habían decidido visitar a su antiguo párroco, don Alfonso. El actual destino del sacerdote se encontraba lejos de casa, escondido en una sierra, y a no menos de una hora en coche. La razón por la que se hallaba ahí había dado mucho que hablar tiempo atrás. El nuevo Obispo, a los pocos meses de llegar, había premiado su labor en defensa de la tradición con un “ascenso” a mil cien metros de altitud, en una aldea prácticamente despoblada.
Allí solo tenía a unas pocas feligresas ancianas a las que atender, pero don Alfonso estaba feliz porque, por primera vez en su vida, poseía tiempo para escribir y podía pasar largos ratos delante del Sagrario. Además, las viejecitas del pueblo, como eran “analfabetas”, le habían pedido que dijera la misa en latín, que es como se la habían aprendido de pequeñas. Hasta ahora no habían conseguido que ningún sacerdote atendiera su petición, pues siempre solían enviar a los recién salidos del Seminario —siempre deseosos de salir de aquél destino—, pero cuando vieron llegar a don Alfonso, cuya cabeza hacía tiempo que lucía blanca, no se lo pensaron dos veces…
Al sacerdote, la primera vez que escuchó recitar el Confiteor en su nuevo templo, casi le estalla el corazón. ¡El Señor sabía hacer las cosas muy bien! Además, no solo había revitalizado su vida de oración, sino que también había conseguido engordar unos necesarios kilos. Por supuesto que la culpa la tenían las parroquianas, que se lo rifaban para tenerlo de comensal en casa. En cuanto a una se le ocurría matar a un conejo para estofárselo, la otra, que se enteraba, cebaba un pollo para guisárselo. ¡Cocinaban de bien…!
Pero lo que más le gustaba a don Alfonso, sin duda alguna, era el postre de tocino de cielo que le preparaban con huevos camperos. No lo había manifestado a ninguna de sus feligresas, mas la intuición femenina —excelentemente usada en este caso— había sabido captar su preferencia. La salud del párroco estaba mejorando mucho en los últimos meses, seguramente porque en esta aldea, el término “colesterol” era desconocido.
Don Alfonso se había marchado de su parroquia con pocas palabras, tal como llegó, pero dejó, sin pretenderlo, una huella muy importante en algunos parroquianos. Papá y mamá estaban entre ellos. Tanto, que no dudan visitarlo de cuando en cuando para rememorar viejos tiempos y asegurarse de que está bien —algo que, por cierto, también hace su antiguo Obispo, ya emérito, las veces que puede escaparse—.
En esta ocasión, sus padres habían aprovechado la festividad de la Inmaculada Concepción para hacerle una visita. A Jorgito el viaje de ida se le hacía eterno, ¡hacía rato que había perdido la cuenta de las curvas de la carretera…! Pero es que tenía muchas ganas de volver a ver a don Alfonso. Él fue quien le enseñó a pasar largos ratos en el Sagrario, quien le hablaba de las virtudes de los Santos, el que iba a enseñarle todo lo necesario para ser monaguillo… ¡Lástima que lo cambiaran de parroquia antes de tener la posibilidad! Por eso, en cuanto aparcaron el coche en la puerta, salió disparado hacia la Iglesia.
—¡Don Alfonsoooooo! ¡Don Alfonsoooooo! —vociferó a pleno pulmón mientras atravesaba el pueblo.
No hace falta decir que las aldeanas se enteraron al instante de que la familia de Jorgito había llegado. Ilusionadas, salieron corriendo de sus casas para saludar a la familia. La llegada al pueblo de niños siempre era un motivo de alegría y, en este caso, recordemos que acudían cinco de golpe. Esa circunstancia entretuvo un rato a los padres de Jorgito, quienes, de forma educada, atendieron a todas las vecinas.
Nuestro protagonista, mientras tanto, había llegado a la Iglesia, encontrándosela abierta. ¡Qué raro! ¡Con lo difícil que era encontrar un templo abierto en la ciudad…! Sin demora, aunque con cierta precaución, asomó su cabeza en el interior y descubrió a don Alfonso de rodillas en el banco. No se sorprendió, lo recordaba así. ¡La de veces que había tenido que esperar a que acabara de rezar! “Jorgito, lo primero: oración, lo segundo: oración y lo demás… vendrá solo”, le solía decir.
El niño entró en el templo, se arrodilló ante Dios y se acercó de puntillas hasta su amigo. Como don Alfonso no se levantaba, decidió arrodillarse junto a él. Así estuvieron un buen rato. Por fin, el sacerdote levantó la cabeza del Evangelio que tenía entre manos y le atusó el pelo al niño.
—¡Venga! Salgamos fuera— le indicó en un susurro.
El párroco se incorporó del banco y anduvo hacia la salida. Jorgito no pudo sino admirar el porte del sacerdote. La sotana, que había dejado de ver desde su marcha, le otorgaba una solemnidad que le costaba mucho reconocer en don Antonio. Ambos eran sacerdotes, pero…
—¡Buenos días, don Alfonso! —exclamó papá, que acababa de llegar a la entrada.
—¡Buenos días, familia! —respondió con gozo—. ¡Cuánto tiempo! Perdón por no salir al encuentro, pero estaba preparando el sermón.
Jorgito no pudo evitar hacer comparaciones: don Antonio siempre preparaba la homilía delante del ordenador, en cambio, don Alfonso prefería el Sagrario. ¡Mucho habían cambiado las cosas desde su ida…! Nuestros protagonistas estuvieron hablando hasta que se hizo la hora de misa. Don Alfonso les explicó que se iba a celebrar por el rito antiguo, “como lo han solicitado mis cuatro parroquianas”, así que les entregó un misal para que la siguieran. A Jorgito aquello le intrigó muchísimo. “¿Qué sería eso del rito antiguo?”, se dijo para sí mientras tomaban asiento.
No tuvo tiempo de hacerse muchas preguntas. Enseguida salió el sacerdote con vestiduras solemnes hacia el altar:
—Introibo ad altare Dei…
Jorgito se maravilló ante lo que veía. No entendía las palabras, pero sí el significado de lo que estaba sucediendo. El sacerdote miraba hacia el altar, ¡hacia Dios! Había largos ratos de silencio durante la celebración (que por cierto aprovechó para orar y pedir por todos los suyos), escuchó maravillado aquél idioma nuevo y atendió embelesado al momento de la Consagración… A la hora de comulgar, a Jorgito le impresionó ver a todo el mundo de rodillas, ¡qué bello!
Parece ser que toda la familia estuvo de acuerdo con su impresión, puesto que incluso los más pequeños, quizás porque no tenían la distracción de la guitarra, se portaron bien. Cuando acabó la misa, a nuestro protagonista le impactó saber que había durado una hora. No es que se le hiciera corta (eso ya sería pedir demasiado para su edad) pero sí se le hizo mucho menos larga que la que oficiaba don Antonio…
Terminado el Santo Oficio, la familia se fue a comer a casa de una de las parroquianas. Allí pudieron comprobar en persona cómo don Alfonso tenía razón en cuanto a los dones culinarios de las aldeanas. ¡Qué rico estaba todo!
Al final y con tristeza, como todo lo bueno de este mundo, llegó la hora de la despedida.
—Jorgito, siento mucho no haber podido dedicarte un rato a solas —se lamentó el párroco.
Nuestro protagonista le hubiera querido decir en esos momentos que no hacía falta; que había aprendido más en un día que en muchos meses. También le hubiera gustado darle las gracias por todo lo que le había enseñado, comentarle que no se preocupara, que estaba bien… ¡Tantas cosas!
Pero no pudo, pues hay que recordar que solo tiene seis añitos. En vez de ello, corrió hacia don Alfonso para enroscarse en un cálido y emotivo abrazo. En otro momento nuestro sacerdote lo hubiera apartado con discreción, pero en esta ocasión entendió que era una nueva caricia de Dios y se dejó. ¡Sabiduría propia de la vejez!
Cuando ya estaban metidos en el coche, papá se acordó del obsequio que le habían traído. Salió del vehículo y le hizo entrega de un pequeño libro.
—Sospecho que le gustará mucho. Sé que ahora tiene tiempo para leer.
Don Alfonso los despidió con la mano y, solo cuando el coche se perdió entre el zig zag de las carreteras, ojeó el manuscrito. Lo primero que observó es que el autor era un sacerdote llamado igual que él. Y el título… “El Misterio de la Oración”. Conociendo a la familia, tenía muy claro que el libro merecería la pena, (y yo estoy segura de que los lectores de Adelante la fe opinarán igual).
Mónica C. Ars