Utilidades que nos proporciona el Santo Sacrificio de la Misa

EL TESORO ESCONDIDO DE LA SANTA MISA

por San Leonardo de Porto Maurizio

§ 1. Nos hace capaces de pagar todas las deudas que tenemos contraídas con Dios

8. Lo magnífico y lo bello son dos alicientes que ejercen un poderoso imperio sobre los corazones; pero la utilidad hace más que conmoverlos, pues triunfa de ellos casi siempre, aún a despecho de las más fuertes repugnancias. Prescinde, por un momento si quieres, de la excelencia y necesidad de la Santa Mi­sa; ¿podrás, sin embargo, prescindir de apre­ciar la suma utilidad que ella proporciona a los vivos y a los muertos, a los justos y a los pecadores, durante la vida, en la hora de la muerte y aún más allá de la tumba?

Figúrate que eres aquel deudor del Evan­gelio que, cargado con la enorme deuda de diez mil talentos y llamado a rendir cuentas, se humilla en presencia de su acreedor, im­plora su indulgencia, y pide un plazo para satisfacer cumplidamente sus obligaciones: Patientiam habe in me, et omnia reddam ti­bi (1) . Y he ahí lo que en realidad debes hacer que tienes, no una, sino mil deudas que satisfacer a la Justicia divina. Humiliate y pide de plazo para pagarlas el tiempo que nece­sitas para oír la Santa Misa, y puedes estar seguro de que por este medio satisfarás cum­plidamente todas tus deudas. (SANTO TOMÁS, 1.2., q. 102, a. 3, ad 10).

El Angélico doctor SANTO TOMÁS explica cuáles son nuestras deudas u obligaciones para con Dios, y entre ellas cita especialmente cuatro, y todas son infinitas.

La primera, alabar y honrar la infinita ma­jestad de Dios, que es digna de honores y alabanzas infinitas.

La segunda, satisfacer por los innumera­bles pecados que hemos cometido.

La tercera, darle gracias por los beneficios recibidos.

La cuarta, en fin, dirigirle súplicas, como autor y dispensador de todas las gracias.

Ahora bien: ¿cómo se concibe que noso­tros, criaturas miserables que nada poseemos en propiedad, ni aún el aire que respiramos, podamos, sin embargo, satisfacer deudas de tanto peso? He ahí el medio más fácil y el más a propósito para consolarnos y consolar al mundo. Procuremos asistir con la mayor atención al mayor número de Misas que nos sea posible; hagamos celebrar muchas, y por exorbitantes que sean nuestras deudas, por más que sean sin número, no hay duda que podremos satisfacerlas completamente por medio del inagotable tesoro de la Santa Misa.

A fin de que estés mejor instruido acerca de estas deudas, y que tengas de ellas el conocimiento más perfecto posible, voy a explanarlas una por una, y seguramente te llenarás de inefable consuelo al ver las preciosas utili­dades y las riquezas inagotables que puedes sacar de la mina que te descubro, para satis­facerlas todas.

§ 2. Primera obligación: alabar y adorar a Dios 

9. La primera obligación que tenemos para con Dios, es la de honrarle. La misma ley natural nos dicta que todo inferior debe homenaje a su superior; y cuanto más ele­vada sea su dignidad, mayores y más profun­dos deben ser los homenajes que se le tri­buten.

Resulta, pues, de aquí que, siendo la majestad de Dios infinita, le debemos un honor infinito. Pero ¡pobres de nosotros! ¿en dónde encontraremos una ofrenda que sea digna de nuestro Soberano Creador? Dirige una mira-da a todas las criaturas del universo, y nada verás que sea digno de Dios. ¡Ah! ¿Qué ofrenda podrá ser jamás digna de Dios, sino el mismo Dios? Es preciso, pues, que Aquél que está sentado sobre su trono en lo más alto de los cielos, baje a la tierra y se coloque como víctima sobre sus propios altares, para que los homenajes tributados a su infi­nita majestad estén en perfecta relación con lo que ella merece. He aquí lo que se verifica en la Misa: en ella Dios es tan honrado como lo exige su dignidad, puesto que Dios se hon­ra a sí mismo. Jesucristo se pone sobre el altar en calidad de víctima, y por este acto de humillación inefable adora a la Santísima Trinidad tanto como es adorable: y de tal manera, que todas las adoraciones y homena­jes que le tributan las puras criaturas desa­parecen ante este acto de humillación del Hombre-Dios, coma las estrellas ante la pre­sencia de los rayos del sol.

Cuéntase que un alma santa, abrasada por el fuego del amor de Dios y llena del deseo de su gloria, exclamaba con frecuencia: «¡Dios mío, Dios mío! ¡Yo quisiera tener tan-tos corazones y lenguas como hojas hay en los árboles, átomos en los aires y gotas de agua en el mar, para amaros y alabaros tanto como merecéis! ¡Ah! ¡Quién me diera que yo pudiera disponer de todas las criaturas para ponerlas a vuestros pies, a fin de que todas se inflamasen de amor por Vos, con tal que yo os amase más que todas ellas jun­tas, más aún que los Ángeles, más que los Santos, más que todo el paraíso!» Un día que ella se entregaba a estos dulcísimos transportes, oyó la voz del Señor que le decía: «Consuélate, hija mía; con asistir a una sola Misa con devoción me darás toda esa gloria que deseas, e infinitamente más todavía».

¿Te admiras quizás de esta proposición? En este caso tu admiración no sería razona­ble. En efecto, como nuestro buen Salvador no es solamente hombre, sino también Dios verdadero y todopoderoso, al dignarse bajar sobre el altar tributa a la Santísima y adora ble Trinidad, por esta humillación divina, una gloria y honor infinito, y por consiguiente nosotros, que concurrimos con Él a ofrecer el augusto Sacrificio, contribuimos también, por su mediación, a tributar a Dios homena­jes y gloria de un precio infinito.

¡Oh qué acto tan grandioso! Repitámoslo una vez más, porque importa mucho el saberlo. Oyendo con devoción la Santa Misa, da­mos a Dios una gloria y honor infinitos. Con­fiesa, pues, en medio de tu admiración, que es una verdad incontestable la proposición arriba enunciada, a saber: que un alma que asiste a la Santa Misa con devoción, tributa a Dios más gloria que todos los Angeles y Santos con las adoraciones que le dirigen en el cielo. Como éstos no son más que puras criaturas, sus homenajes son limitados y fi­nitos; mientras que en la Santa Misa Jesús es quien se humilla, Jesús cuyas humillaciones son de un mérito y precio infinito: de lo cual se deduce que la gloria y el honor que por su medio damos a Dios, ofreciéndole el santo sacrificio de la Misa, es una gloria y honor infinitos. Y siendo esto así, ¡ah! ¡cuán digna-mente satisfacernos nuestra primera obliga­ción para con Dios asistiendo a la Santa Misa! ¡Oh mundo ciego e insensato! ¡Cuándo abri­rás los ojos para comprender verdades tan importantes! Y habrá todavía quien tenga valor para decir: «Una Misa más o menos ¿qué importa?» ¡Qué ceguedad tan deplorable!

§ 3. Segunda obligación: satisfacer a la Justicia divina por los pecados cometidos

10. La segunda obligación que tenemos para con Dios es la de satisfacer a su divina Justicia por tantos pecados como hemos cometido. ¡Ah, qué deuda ésta tan inmensa! Un solo pecado mortal pesa de tal manera en la balanza de la Justicia divina, que para ex-piarlo no bastan todas las obras buenas de los justos, de los Mártires y de todos los Santos que existieron, existen y han de existir hasta el fin del mundo. Sin embargo, por medio del santo sacrificio de la Misa, si se considera su mérito y su valor intrínseco, se puede satisfacer plenamente por todos los pe­cados cometidos. Fija bien aquí tu atención, y comprenderás una vez más lo que debes a Nuestro Señor Jesucristo. Él es el ofendido, y a pesar de esto, no contento con haber sa­tisfecho a la Justicia divina sobre el Calvario, nos dio y nos da continuamente en el santo sacrificio de la Misa el medio de aplacarla. Y a la verdad, en la Misa se renueva la ofrenda que Jesucristo hizo de sí mismo a su Eterno Padre sobre la cruz por todos los pecados del mundo; y la misma sangre que ha sido de­rramada por la redención del humano linaje es aplicada y se ofrece, especialmente en la Santa Misa, por los pecados del que celebra o hace celebrar este tremendo Sacrificio, y por los de todos cuantos asisten a él con devoción.

No es esto decir que el sacrificio de la Misa borre por sí mismo inmediatamente nuestros pecados en cuanto a la culpa, como lo hace el sacramento de la Penitencia; sin embargo, los borra mediatamente, esto es, por medio de movimientos interiores, de santas inspiracio­nes, de gracias actuales y de todos los auxi­lios necesarios que nos alcanzan para arre­pentirnos de nuestros pecados, ya en el mo­mento mismo en que asistimos a la Misa, ya en otro tiempo oportuno. Además, Dios sabe cuántas almas se han apartado del cieno de sus desórdenes en virtud de los auxilios ex­traordinarios debidos a este Divino Sacrificio. Advierte aquí que si el sacrificio, en cuanto es propiciatorio, no aprovecha al que se halla en pecado mortal, siempre le vale como im­petratorio, y por consiguiente todos los pe­cadores debían oír muchas Misas, a fin de alcanzar más fácilmente la gracia de su con-versión y perdón.

En cuanto a las almas que viven en estado de gracia, la Santa Misa les comunica una fortaleza admirable para perseverar en tan dichoso estado, y borra inmediatamente, según la opinión más común, todos los pecados veniales, con tal que se tenga dolor general de ellos. Así lo enseña clara y terminante mente SAN AGUSTÍN. «El que asista con devo ­ ción a la Misa, dice este Santo Padre, será fortalecido para no caer en pecado mortal, y alcanzará el perdón de todas las faltas leves cometidas anteriormente». Nada hay en esto que deba admirarse. Refiere SAN GREGORIO EL GRANDE (4 Dial. c. que una pobre mujer mandaba celebrar una Misa todos los lunes por el eterno descanso del alma de su marido, que había sido reducido a esclavitud por los bárbaros (y a quien creía muerto), y que las Misas le hacían caer las cadenas de sus manos y pies, de manera que durante el tiempo de la celebración del Santo Sacrificio el esclavo permanecía libre y desembarazado de sus hierros, según él mismo confesó a su mujer después de haber conseguido la liber­tad. Ahora bien: ¿Con cuánta mayor razón debemos creer en la eficacia del Divino Sa­crificio, para romper los lazos espirituales, esto es, los pecados veniales, que tienen cau­tiva nuestra alma y la privan de aquella li­bertad y de aquel fervor con que obraría si estuviese libre de todo embarazo? ¡Oh Misa preciosa, que nos proporciona la libertad de los hijos de Dios y satisface todas las penas debidas por nuestros pecados!

11. Según eso, me dirás acaso, bastará oír o hacer celebrar una sola Misa para pagar las enormes deudas contraídas con Dios por tantos pecados como hemos cometido, y satisfacer todas las penas por ellos merecidos, toda vez que la Misa es de un precio infinito, y por ella se ofrece a Dios una satisfacción infinita. Poco a poco, si te place. — Aunque la mina et peccata etiam ingentia dimittit». (Sess. 22, c. II) (2).

Sin embargo, como no tenéis conocimiento cierto, ni de las disposiciones interiores con que oís la Santa Misa, ni del grado de satisfacción que le corresponde, debéis tomar el partido más seguro de asistir a muchas Mi­sas, y asistir con la mayor devoción posible. ¡Dichosos vosotros, sí, una y mil veces dicho­sos, si tenéis una gran confianza en la miseri­cordia de Dios y en este Divino Sacrificio, en donde brilla admirablemente! ¡Dichosos si asistís siempre a la Santa Misa con fe viva y con gran recogimiento! ¡Ah! en este caso os digo que podéis alimentar en el fondo de vuestro corazón la dulcísima esperanza de ir derechamente al Paraíso sin parar un instan-te en las penas del purgatorio. ¡A Misa, pues, a Misa! y sobre todo que vuestros labios no pronuncien jamás esta proposición escandalosa: «Una Misa más o menos poco importa».

§ 4. Tercera obligación: Acción de gracias a Dios por los beneficios recibidos 

12. La tercera obligación que tenemos pa­ra con Dios es la de darle gracias por los inmensos beneficios que debemos a su amor y a su liberalidad. Repasa con tu entendimien­to todos los favores que has recibido de Dios, tanto en el orden de la naturaleza como en el de la gracia: el cuerpo y sus sentidos, el alma y sus potencias, la salud y la vida, que todo lo debemos a su infinita bondad. Añade a éstos la misma vida de Jesús, su Hijo, su misma muerte sufrida por nosotros, y cono­cerás no tener límites nuestra deuda por sus innumerables beneficios.

Ahora bien; ¿cómo podremos jamás corresponder debidamente a tantos beneficios? Si la ley de la gratitud es observada hasta por las fieras, cuya ferocidad natural se cambia alguna vez en un generoso obsequio a su bienhechor, ¿será esta ley menos sagrada para los seres dotados de razón y colmados por Dios de tantas gracias? Sin embargo, nuestra pobreza es tan grande, que no podemos pagar ni el menor de los beneficios que debemos a su liberalidad, porque el menor de ellos, por lo mismo que lo recibimos de una mano tan augusta, y que está acompañado de un amor infinito, adquiere un precio infinito, y nos obliga a un reconocimiento y acción de gra­cias igualmente infinito. Mas ¡ay! ¡cuán mi­serables somos! Si el peso de un solo bene­ficio nos oprime, ¿qué será, cuánto no deberá agobiarnos la incalculable multitud de los fa­vores celestiales? — Henos, pues, condenados forzosamente a vivir y morir en la ingratitud para con nuestro soberano Bienhechor. — Pero no, consolémonos; pues el santo rey David nos indica ya el medio de satisfacer plenamente esta deuda de gratitud a los be­neficios de nuestro Dios. Previendo en espí­ritu el Divino Sacrificio de nuestros altares, el Profeta Rey proclama abiertamente que nada hay en el mundo que sea capaz de dar a Dios las acciones de gracias que le son debi­das, a no ser la Santa Misa. ¿Qué daré yo al Señor en recompensa de los beneficios que me ha hecho? «Quid retribuam Domino om­nibus quae retribuit mihi?» (3). Y dándose a sí mismo la respuesta, dice: Yo elevaré hacia el cielo el cáliz del Salvador: «Calicem saluta­ris accipiam» (4); es decir: yo le ofreceré un sa­crificio que le será infinitamente agradable, y con esto solo yo satisfaré la deuda que tengo contraída por tantos y tan preciosos beneficios.

Añade que nuestro Divino Redentor ha ins­tituido este sacrificio principalmente con este fin; quiero decir, para manifestar a Dios nues­tro reconocimiento y darle gracias. Por eso se le da por antonomasia el nombre de Euca­ristía: palabra que significa acción de gracias. El mismo Salvador nos ha manifestado este designio con el ejemplo que nos dio en la última Cena, cuando, antes de pronunciar las palabras de la consagración, dio gracias a su

Eterno Padre: Elevatis oculis in coelum, tibi gratias agens. ¡Oh divina acción de gracias, que nos descubre el fin sublime por el que fue instituido este adorable Sacrificio! ¡Qué invitación tan tierna a conformarnos con nuestro Divino Maestro! Todas las veces, pues, que asistimos a la Santa Misa, sepamos aprovecharnos de este inmenso tesoro, y ofrezcámoslo en testimonio de agradecimien­to a nuestro Soberano Bienhechor; y tanto más, cuanto que todo el Paraíso, la Santísima Virgen, los Ángeles y Santos se regocijan de vernos pagar este tributo de acción de gra­cias a nuestro augusto Monarca.

13. La venerable Hermana Francisca Far­nesia estaba afligida del más vivo sentimien­to, viéndose colmada de pies a cabeza de los beneficios divinos, y sin hallar un medio de descargarse de su deuda de gratitud a Dios, satisfaciéndole con una justa recompensa. Un día que se entregaba a estos pensamientos, inspirados por un ardiente amor de Jesús, se le apareció la Santísima Virgen, y colocándole en sus brazos a su Divino Hijo, le dijo: «Tómale; es tuyo, y saca de Él todo el provecho posible: con Él y sólo con Él satisfarás todas tus obligaciones». ¡Oh preciosa Misa, por la cual el Hijo de Dios es depositado, no sola-mente en nuestros brazos, sino también en nuestras manos y hasta en nuestro corazón, para estar enteramente a disposición nuestra: «Parvulus enim natos est nobis» (5).

Con Él, pues, con Él solo podemos sin duda alguna satisfacer por completo la deuda de gratitud que tenemos con Dios. Aún diré mucho más. Si fijamos bien nuestra atención, veremos que en la Santa Misa damos a Dios, en cierta manera, más de lo que Él nos ha dado, si no en realidad, a lo menos en apa­riencia, porque el Padre Eterno, no nos dio a su Divino Hijo más que una sola vez, en la Encarnación, mientras que nosotros se lo ofrecemos infinitas veces por medio de este Sacrificio. Parece, pues, que le ganamos en cierto modo, si no por la cualidad del don, puesto que no es posible que lo haya más excelente que el Hijo de Dios, a lo menos por las apariencias, en tanto que ofrecemos este don repetidas veces.

¡Oh gran Dios! ¡Oh Dios de amor! ¡Quién tuviere infinitas lenguas para daros acciones de gracias infinitas por el inmenso tesoro con que nos habéis enriquecido en la Santa Misa! ¿Y cuáles son ahora ¡oh cristiano lector! tus sentimientos? ¿Has abierto al fin los ojos y reconocido el precio de este tesoro? Si hasta aquí ha sido para ti un tesoro escondido, ahora que comienzas a apreciarlo, ¿podrás prescindir de exclamar en medio de la admi­ración más profunda: ¡Ah! ¡Qué inmenso tesoro! ¡Qué precioso tesoro!?

§ 5. Cuarta obligación: Implorar nuevas gracias

14. No se limita a lo dicho la inmensa utilidad del santo sacrificio de la Misa. Por ella podemos, además, satisfacer la obligación que tenemos para con Dios de implorar su asistencia y pedirle nuevas gracias. Ya sabes cuán grandes son tus miserias, así corporales como espirituales, y cuánto necesitas, por consiguiente, recurrir a Dios para que te asis­ta y no cese de socorrerte a cada instante, puesto que es el Autor y principio de todo bien, en el tiempo y en la eternidad. Pero, por otra parte, ¿con qué título y con qué confian­za te atreverías a pedir nuevos beneficios, en vista de la excesiva ingratitud con que has correspondido a tantos favores que te ha con-cedido, hasta el extremo de haberlos conver­tido contra Él mismo para ofenderlo? Sin embargo, no te desanimes, porque si no eres digno de nuevos beneficios por méritos pro­pios, alguien los ha merecido para ti. Nues­tro buen Salvador ha querido con este fin po­nerse sobre el altar en el estado de Hostia pacífica, o sea un sacrificio impetratorio, para en él alcanzarnos de su Eterno Padre todo aquello de que tenemos necesidad. Sí, nuestro dulce y muy amado Jesús, en su ca­lidad de primero y supremo Pontífice, reco­mienda en la Misa a su Padre celestial nues­tros intereses, pide por nosotros y se cons­tituye abogado nuestro. Si supiéramos que la Santísima Virgen unía sus ruegos a los nuestros para alcanzar del Eterno Padre las gracias que deseamos, ¿qué confianza no ten­dríamos de ser escuchados? ¿Qué confianza, pues, y aún qué seguridad debemos experi­mentar, si pensamos que el mismo Jesús in­tercede en la Misa por nosotros, que ofrece su sacratísima Sangre al Eterno Padre en nuestro favor, y que se hace abogado nuestro? ¡Oh preciosísima Misa, principio y fuente de todos los bienes!

15. Pero es preciso profundizar más en esta mina, para descubrir todos los tesoros que encierra. ¡Ah! ¡Qué dones tan preciosos, qué gracias y virtudes nos alcanza la Santa Misa! En primer lugar, nos proporciona todas las gracias espirituales, todos los bienes que se refieren al alma, como el arrepenti­miento de nuestros pecados, la victoria en nuestras tentaciones, ya sean exteriores, como las malas compañías o el demonio, ya sean interiores, como los desórdenes de nuestra carne rebelde: la Misa nos alcanza los soco­rros actuales, tan necesarios para levantarnos, para sostenernos y hacernos adelantar en los caminos de Dios. La Misa nos obtiene muchas buenas y santas inspiraciones, mu­chos saludables movimientos interiores, que nos disponen a sacudir nuestra tibieza y nos mueven a ejecutar todas nuestras acciones con más fervor, con una voluntad más pron­ta, con una intención más recta y pura, lo cual nos proporciona un tesoro inestimable de méritos, que son otros tantos medios efi­cacísimos, para alcanzar la gracia de la perse­verancia final, de la que depende nuestra salvación eterna, y para tener una certeza moral, la mayor posible en esta vida, de estar predestinados a una feliz eternidad. Además, la Santa Misa nos alcanza también todos los bienes temporales, en tanto que puedan con­tribuir a nuestra salvación, como son la sa­lud, la abundancia de los frutos de la tierra y la paz; preservándonos a la vez de todos los males que se oponen a estos bienes, como de enfermedades contagiosas, temblores de tierra, guerras, hambre, persecuciones, plei­tos, enemistades, pobreza, calumnias e inju­rias: en suma, de todos los males que son el azote de la humanidad; en una palabra, la Santa Misa es la llave de oro del paraíso: y cuando nos la da el Padre Eterno, ¿qué bie­nes podrá rehusarnos? Él, que no perdonó a su propio Hijo, según expresión del Apóstol San Pablo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos donó con 21 todos sus bienes? «Qui etiam proprio Filio suo non pepercit, sed pro nobis omnibus tradidit ilium: quomodo non etiam cum illo omnia nobis donavit?» (6).

Ved, pues, con cuánta razón acostumbraba a decir un virtuoso sacerdote, que aun cuando pidiese a Dios cualquier favor para sí o para otro, al celebrar la Santa Misa, siempre se le figuraba que nada pedía, si comparaba las gracias que solicitaba de Dios con la ofrenda que le hacía. He aquí cuál era su razonamien­to. Las gracias y favores que yo pido a Dios en la Santa Misa, son bienes finitos y creados, mientras que los dones que yo le presento son increados e inmensos, y por consiguiente, todo bien pesado, yo soy el acreedor y Dios el deudor. En esta confianza pedía y alcan­zaba muchas gracias del Señor. (Ossor. Conc. 8, t. 4). Ea, pues, ¿cómo no te despiertas? ¿por qué no pides grandes beneficios? Si quieres seguir mi consejo, pide a Dios en todas las Misas que haga de ti un gran santo. ¿Te parece mucho esto? Pues yo creo que no es mucho. ¿No es el mismo divino Maestro quien nos asegura en su Evangelio, que por un vaso de agua dado por su amor nos re-compensará con el paraíso? ¿Cómo, pues, en retorno de la ofrenda que le hacemos de toda la sangre de su amadísimo Hijo, no nos daría cien paraísos si los hubiera? ¿Y cómo será posible dudar que no esté dispuesto a concederte todas las virtudes y la perfección necesaria para llegar a ser santo, y un gran santo en el cielo? ¡Oh bendita Misa! Ensan­cha, pues, animosamente tu corazón, y pide grandes cosas, considerando que te diriges a un Dios que no se empobrece dando, y que cuanto más le pidas más alcanzarás.

§ 6. Por la Santa Misa alcanzamos aun aquellas gracias que no pedimos 

16. ¿Lo creerías? Además de los bienes que pedimos en la Santa Misa, nuestro buen Dios nos concede otros muchos que no pedi­mos. Así nos lo dice SAN JERÓNIMO con las palabras siguientes: «Sin duda alguna Dios nos concede todas las gracias que le pedimos en la Misa, si nos conviene: y lo que todavía es más admirable, nos concede muy frecuen­temente aun aquello que no le pedimos, con tal que por nuestra parte no pongamos obs­táculos a su generosidad». «Absque dubio dat nobis Dominus quod in Missa petimus; et quod magis est, saepe dat quod non peti­mus». (Div. Hieronym.). De esta suerte, bien puede decirse que la Misa es el sol del género humano, que extiende sus rayos sobre bue­nos y malos, y que no hay en el mundo una sola alma, por perversa que sea, que no sa­que algún provecho de la asistencia al santo sacrificio de la Misa, y muchas veces sin pen­sar en ello ni aun hacer súplica alguna. (S. Hier., Cap. cum Mart. de celebr. Miss.).

Escucha el suceso siguiente, que tuvo lugar en circunstancias bien memorables, según nos lo refiere SAN ANTONINO, arzobispo de Florencia. Dos jóvenes, bastante libertinos, salieron juntos un día, a una partida de caza. Uno de ellos había asistido antes a la Santa Misa, el otro no. Estando ya en camino, se levantó de repente una violenta tempestad, y en medio de los truenos y relámpagos, oyeron una voz que clamaba: «¡Hiere, hiere!» y lue­go cayó un rayo y mató al que no había oído Misa en aquel día. Aterrado y fuera de sí el compañero, buscaba dónde salvar su vida, cuando oyó nuevamente la misma voz que re­petía: «¡Hiere, hiere!» Ya el infeliz aguardaba la muerte, que creía inevitable, mas pronto fue consolado por otra voz que res­pondió: «No puedo, porque oyó en el día de hoy el Verbum caro factum est». La Misa, pues, a que había asistido aquella mañana, lo preservó de una muerte tan terrible y es­pantosa.

¡Ah, cuántas veces el Señor os ha preservado de la muerte o de muy graves peligros por virtud de la Santa Misa que habíais oído! SAN GREGORIO EL GRANDE así lo afirma en su 4º Diálogo: Per auditionem Missae homo liberatur a multis malis et periculis. (7) Es indiscutible, dice este sabio Pontífice, que el que asiste a la Misa será librado de muchos males y peligros hasta imprevistos. Más aún: según enseña SAN AGUSTÍN, será preservado de una muerte repentina, que es el golpe más terrible que los pecadores deben temer de la Justicia divina. He aquí, pues, conforme a la doctrina del Santo Obispo de Hipona, una admirable prevención contra el peligro de muerte repentina: oír todos los días la Santa Misa, y oírla con la mayor atención posible. El que tenga cuidado de prevenirse con esta salvaguardia tan eficaz, puede estar seguro que no le sucederá tan espantosa desgracia.

Hay una opinión singular, que algunos atri­buyen a San Agustín, a saber: que mientras una persona asiste a la Misa no envejece, sino que, durante este tiempo, se conserva en el mismo grado de fuerza y de vigor que tenía al principio de la Santa Misa. No me fati­garé por saber si esto es o no verdad; sin embargo, afirmo que si el que oye Misa en­vejece en cuanto a la edad, no envejece en la malicia porque, como dice SAN GREGORIO, el que asiste a la Santa Misa con devoción, se conserva en la buena vida, crece constan­temente en mérito y en gracia, y adquiere nuevas virtudes que le hacen más y más agradable a su Dios.

A todo lo dicho añade SAN BERNARDO que se gana más oyendo una sola Misa con devo­ción (entiéndase en cuanto a su valor intrín­seco), que distribuyendo todos los bienes a los pobres y marchando en peregrinación a todos los santuarios más venerados del mun­do. ¡Oh riquezas inmensas de la Santa Misa! Medita atentamente esta verdad: oyendo o celebrando dignamente una sola Misa, consi­derado el acto en sí mismo y con relación a su valor intrínseco, se puede merecer más que si uno dedicase todas sus riquezas al socorro de los pobres, más que si fuese en peregrinación hasta el fin del mundo, más que si visitase con la mayor devoción los santua­rios de Jerusalén, de Roma, de Santiago de Galicia, de Loreto y otros. Dedúcese esta doctrina de lo que enseña el angélico doctor SANTO Tomás, cuando dice: «Que una Misa encierra todos los frutos, todas las gracias y todos los tesoros que el Hijo de Dios repartió en su Esposa la Santa Iglesia por medio del cruento sacrificio de la cruz»: In qualibet Missa.

Detente aquí un instante, cierra el libro y no leas más, pero reúne en tu entendimiento todas estas utilidades tan preciosas que nos proporciona la Santa Misa, medítalas atenta-mente, y después dime: ¿Tendrás todavía di­ficultad alguna en conceder que una sola Mi­sa (abstracción hecha de nuestras disposicio­nes, y sólo en cuanto a su valor intrínseco) tiene tal eficacia que, según afirman muchos Doctores, bastaría para salvar todo el género humano? Figúrate, por ejemplo, que Nues­tro Señor Jesucristo no hubiese sufrido la muerte en el Calvario, y que en lugar del sangriento sacrificio de la cruz hubiese ins­tituido solamente el de la Misa, y con precep­to expreso de no celebrar más que una en el mundo. Pues bien, admitida esta suposición, ten entendido que esta sola Misa, celebrada por el sacerdote más pobre del mundo, hu­biera sido más que suficiente, considerada en sí misma y en cuanto al mérito de la obra exterior, para alcanzar la salvación de todas las criaturas. Sí, sí, no me canso de repetirlo, una sola Misa, en la anterior hipótesis, bas­taría para merecer la conversión de todos los mahometanos, de todos los herejes, de todos los cismáticos, en una palabra, de todos los infieles y malos cristianos: bastaría para cerrar las puertas del infierno a todos los pe­cadores, y sacar del purgatorio a todas las almas que están allí detenidas.

¡Oh, qué desdichados somos! ¡Cuánto res­tringimos la esfera de acción del santo sacri­ficio de la Misa! ¡Cuánto pierde de su eficacia provechosa por nuestra tibieza, por nuestra indevoción, y por las escandalosas inmodes­tias que cometemos asistiendo a ella! Que no pueda yo colocarme a una elevada altura para hacer oír mi voz en todo el mundo ex-clamando: «Pueblos insensatos, pueblos ex­traviados, ¿qué hacéis? ¿Cómo no corréis a los templos del Señor para asistir santamente al mayor número de Misas que os sea posible? ¿Cómo no imitáis a los Santos Ángeles, quie­nes, según el pensamiento del Crisóstomo, al celebrarse la Santa Misa bajan a legiones de sus celestes moradas, rodean el altar cubrién­dose el rostro con sus alas por respeto, y esperan el feliz momento del Sacrificio para interceder más eficazmente por nosotros?» Porque ellos saben muy bien que aquél es el tiempo más oportuno, la coyuntura más favo­rable para alcanzar todas las gracias del cielo. ¿Y tú? ¡Ah! Avergüénzate de haber hecho hasta hoy tan poco aprecio de la Santa Misa. Pero, ¿qué digo? Llénate de confusión por haber profanado tantas veces un acto tan sagrado, especialmente si fueses del número de aquéllos que se atreven a lanzar esta pro-posición temeraria: Una Misa más o menos poco importa.

§ 7. La Santa Misa proporciona un gran alivio a las almas del purgatorio

17. Para concluir y dar fin a esta instruc­ción, te haré notar que no sin razón te dije más arriba, que una sola Misa, considerado el acto en sí mismo, y en cuanto a su valor intrínseco, bastaría para sacar todas las almas del purgatorio y abrirles las puertas del cielo. En efecto, la Misa es útil a las almas de los fieles difuntos, no solamente como Sa­crificio satisfactorio, ofreciendo a Dios la sa­tisfacción que ellas deben cumplir por medio de sus tormentos, sino también como impe­tratorio, alcanzándoles la remisión de sus pe­nas. Tal es la práctica de la Santa Iglesia, que no se limita a ofrecer el sacrificio por los difuntos, sino que además ruega por su li­bertad.

A fin, pues, de excitar tu compasión en favor de estas almas santas, ten entendido que el fuego en que están sumergidas es tan abrasador, que, según pensamiento de SAN GREGORIO, no cede en actividad al fuego del infierno, y que, como instrumento de la di­vina Justicia, es tan vivo, que causa tormentos insufribles y más violentos que todos los que han sufrido los Mártires y cuanto el humano entendimiento puede concebir. Pero lo que más las aflige todavía, es la pena de daño; porque, como enseña el DOCTOR ANGÉLICO, privadas de ver a Dios, no pueden contener la ardiente impaciencia que experimentan de unirse a su soberano Bien, del que se ven constantemente rechazadas.

Entra ahora dentro de ti mismo, y hazte la siguiente reflexión. Si vieses a tus padres en peligro de ahogarse en un lago, y que con alargarles la mano los librabas de la muerte, ¿no te creerías obligado a hacerlo por caridad y por justicia? ¿Cómo es posible, pues que veas a la luz de la fe tantas pobres almas, quizás las de tus parientes más cercanos, abrasarse vivas en un estanque de fuego, y rehuses imponerte la pequeña molestia de oír con devoción una Misa para su alivio? ¿Qué corazón es el tuyo? ¿Quién podrá dudar que la Santa Misa alivia a estos pobres cauti­vos? Para convencerte, basta que prestes fe a la autoridad de SAN JERÓNIMO. ni te enseñará claramente que, «cuando se celebra la Misa por un alma del purgatorio, aquel fuego tan abrasador suspende su acción, y el alma cesa de sufrir todo el tiempo que dura la celebración del Sacrificio». (S. Hier., c. cum Mart. de celebr. Miss.). El mismo Santo Doctor afirma también que por cada Misa que se dice, muchas almas salen del purgato­rio y vuelan al cielo.

Añade a esto que la caridad que tengas con los difuntos redundará enteramente en favor tuyo. Pudiérase confirmar esta verdad con innumerables ejemplos; pero bastará citar uno, perfectamente auténtico, que sucedió a SAN PEDRO DAMIANO. Habiendo perdido este Santo a sus padres en la niñez, quedó en poder de uno de sus hermanos, que lo trató de la manera más cruel, no avergonzándose de que anduviese descalzo y cubierto de ha­rapos. Un día encontró el pobre niño una moneda de plata. ¡Cuál sería su alegría cre­yendo tener un tesoro! ¿A qué lo destinaría? La miseria en que se hallaba le sugería mu­chos proyectos; pero después de haber refle­xionado bien, se decidió a llevar la moneda a un sacerdote para que ofreciese el sacrifi­cio de la Misa para las almas del purgatorio. ¡Cosa admirable! Desde este momento la for­tuna cambió completamente en su favor. Otro de sus hermanos, de mejor corazón, lo reco­gió, tratándolo con toda la ternura de un padre. Lo vistió decentemente y lo dedicó al estudio, de suerte que llegó a ser un perso­naje célebre y un gran Santo. Elevado a la púrpura, fue el ornamento y una de las más firmes columnas de la Iglesia. Ve, pues, cómo una sola Misa que hizo celebrar a costa de una ligera privación, fue para él principio de utilidades inmensas.

¡Oh, bendita Misa, que tan útil eres a la vez a los vivos y a los muertos en el tiempo y en la eternidad! En efecto, estas almas san­tas son tan agradecidas a sus bienhechores, que, estando en el cielo, se constituyen allí sus abogadas, y no cesan de interceder por ellos hasta verlos en posesión de la gloria. En prueba de esto voy a referirte lo que le sucedió a una mujer perversa que vivía en Roma. Esta desgraciada, habiendo olvidado enteramente el importantísimo negocio de su salvación, no trataba más que de satisfa­cer sus pasiones, sirviendo de auxiliar al de­monio para corromper la juventud. En medio de sus desórdenes todavía practicaba una buena obra, y era mandar celebrar en cier­tos días la Santa Misa por el eterno descanso de las almas benditas del purgatorio. Efecto de las oraciones de estas almas santas, como se cree piadosamente, sintióse un día aquella infeliz mujer sorprendida por un dolor de sus pecados tan amargo, que de repente, y abandonando el infame lugar donde se en­contraba, fue a postrarse a los pies de un celoso sacerdote para hacer su confesión ge­neral. Al poco tiempo murió con las mejores disposiciones y dando señales las más ciertas de su predestinación. ¿Y a qué podremos atribuir esta gracia prodigiosa, sino al mérito de las Misas que ella hacía celebrar en alivio de las almas del purgatorio? Despertemos, pues, del letargo de nuestra indevoción, y no permitamos que los publicanos y mujeres perdidas se nos adelanten en conseguir el reino de Dios (Mt. 21, 31).

Si fueses del número de aquellos avaros, que no solamente quebrantan las leyes de la caridad descuidando la oración por sus difun­tos y no oyendo, al menos de tiempo en tiem­po, una Misa por estas pobres almas, sino que, hollando los sagrados fueros de la jus­ticia, rehúsan satisfacer los legados piadosos y hacer celebrar las Misas fundadas por sus antepasados o que, siendo sacerdotes, acumu­lan un considerable número de limosnas, sin pensar en la obligación de cumplirlas a tiem­po, ¡ah! avivado entonces por el fuego de un santo celo, te diré cara a cara: Retírate, por-que eres peor que un demonio; porque los demonios al fin sólo atormentan a los répro­bos, pero tú atormentas a los predestinados; los demonios emplean su furor con los con­denados, pero tú descargas el tuyo sobre los elegidos y amigos de Dios. No, ciertamente: no hay para ti confesión que valga, ni con­fesor que pueda absolverte, mientras no ha-gas penitencia de tal iniquidad y no llenes cumplidamente tus obligaciones con los muer­tos. Pero, Padre mío, dirá alguno, yo no ten­go medios para ello… no me es posible… ¿Conque no puedes? ¿Conque no tienes me-dios? ¿Y te faltan por ventura para brillar en las fiestas y espectáculos del mundo? ¿Te faltan recursos para un lujo excesivo y otras superfluidades? ¡Ah! ¿Tienes medios para ser pródigo en tu comida, en tus diversiones y placeres y… quizás en tus desórdenes es­candalosos? En una palabra, ¿tienes recur­sos para satisfacer tus pasiones, y cuando se trata de pagar tus deudas a los vivos, y lo que aún es más justo, a los difuntos, no tienes con qué satisfacerlas? ¿No puedes dis­poner de nada en su favor? ¡Ah! te com­prendo: es que no hay en el mundo quien examine esas cuentas, y te olvidas en este asunto de que te las ha de tomar Dios. Con­tinúa, pues, consumiendo la hacienda de los muertos, los legados piadosos, las rentas des-tinadas al Santo Sacrificio; pero ten presente que hay en las Santas Escrituras una ame­naza profética registrada contra ti; amenaza de terribles desgracias, de enfermedades, de reveses de fortuna, de males irreparables en tu persona y bienes, y en tu reputación. Es palabra de Dios, y antes que ella deje de cumplirse faltarán los cielos y la tierra. La ruina, la desgracia y males irremediables des-cargarán sobre las casas de aquéllos que no satisfacen sus obligaciones para con los muer­tos. Recorre el mundo, y sobre todo los pue­blos cristianos, y verás muchas familias dis­persas, muchos establecimientos arruinados, muchos almacenes cerrados, muchas empre­sas y compañías en suspensión de pagos, mu­chos negocios frustrados, quiebras sin nú­mero, inmensos trastornos y desgracias sin cuento. Ante este cuadro tristísimo excla­marás sin duda: ¡Pobre mundo, infeliz so­ciedad! Ahora bien, si buscas el origen de todos estos desastres, hallarás que una de las causas principales es la crueldad con que se trata a los difuntos, descuidando el socorrer-los como es debido, y no cumpliendo los le­gados piadosos: además, se cometen una in­finidad de sacrilegios, es profanado el Santo Sacrificio, y la casa de Dios, según la enér­gica expresión del Salvador, es convertida en cueva de ladrones. Y después de esto, ¿quién se admirará de que el cielo envíe sus azotes, el rayo, la guerra, la peste, el hambre, los temblores de tierra y todo género de casti­gos? ¿Y por qué así? ¡Ah! Devoraron los bienes de los difuntos, y el Señor descargó sobre ellos su pesado brazo: «Lingua eorum et adinventiones eorum contra Dominum. (…) Vae animae eorum, quoniam reddita sunt eis mala» (8). Con razón, pues, el cuarto Concilio de Cartago declaró excomulgados a estos ingratos, como verdaderos homicidas de sus prójimos; y el Concilio de Valencia ordenó que se los echase de la Iglesia como a infieles.

Todavía no es éste el mayor de los casti­gos que Dios tiene reservado a los hombres sin piedad para con sus difuntos: los males más terribles les esperan en la otra vida. El Apóstol Santiago nos asegura que el Señor juzgará sin misericordia, y con todo el rigor de su justicia, a los que no han sido miseri­cordiosos con sus prójimos vivos y muertos: «Iudicium enim sine misericordia illi qui non fecit misericordiam» (9). El permitirá que sus herederos les paguen en la misma moneda, es decir, que no se cumplan sus últimas dis­posiciones, que no se celebren por sus almas las Misas que hubiesen fundado, y, en el caso de que se celebren, Dios Nuestro Señor, en lugar de tomarlas en cuenta, aplicará su fru­to a otras almas necesitadas que durante su vida hubiesen tenido compasión de los fieles difuntos. Escucha el siguiente admirable su-ceso que se lee en nuestras crónicas, y que tiene una íntima conexión con el punto de doctrina que venimos explicando. Aparecióse un religioso después de muerto a uno de sus compañeros, y le manifestó los agudísimos dolores que sufría en el purgatorio por haber descuidado la oración en favor de los otros religiosos difuntos, y añadió que hasta enton­ces ningún socorro había recibido, ni de las buenas obras practicadas, ni de las Misas que se le habían celebrado para su alivio; porque Dios, en justo castigo de su negligen­cia, había aplicado su mérito a otras almas que durante su vida habían sido muy devo­tas de las del purgatorio. Antes de concluir la presente instrucción, permíteme que arro­dillado y con las manos juntas te suplique encarecidamente, que no cierres este pequeño libro sin haber tomado antes la firme resolu­ción de hacer en lo sucesivo todas las dili­gencias posibles para oír y mandar celebrar la Santa Misa, con tanta frecuencia como tu estado y ocupaciones lo permitan. Te lo su­plico, no solamente por el interés de las al-mas de los difuntos, sino también por el tuyo, y esto por dos razones: primera, a fin de que alcances la gracia de una buena y santa muerte, pues opinan constantemente los teólogos que no hay medio tan eficaz como la Santa Misa para conseguir este di­choso término. Nuestro Señor Jesucristo re-veló a Santa Matilde, que aquél que tuviese la piadosa costumbre de asistir devotamente a la Santa Misa, sería consolado en el ins­tante de la muerte con la presencia de los Angeles y Santos, sus abogados, que le prote­gerían contra las asechanzas del infierno. ¡Ah! ¡Qué dulce será tu muerte si durante la vida has oído Misa con devoción y con la mayor frecuencia posible!

La segunda razón que debe moverte a asistir al Santo Sacrificio es la seguridad de salir más pronto del purgatorio y volar a la patria celestial. Nada hay en el mundo como las indulgencias y la Santa Misa para alcanzar el precioso favor, la gracia especial de ir derechamente al cielo sin pasar por el pur­gatorio, o al menos sin estar mucho tiempo en medio de sus abrasadoras llamas. En cuanto a las indulgencias, los Sumos Pontí­fices las concedieron pródigamente a los que asisten con devoción a la Santa Misa. En cuanto a la eficacia de este Divino Sacrificio para apresurar la libertad de las almas del purgatorio, creemos haberla demostrado su­ficientemente en las páginas anteriores. En todo caso, y para convencernos de ello, de­biera bastar el ejemplo y autoridad del VENERABLE JUAN DE ÁVILA. Hallábase en los últimos instantes de su vida este gran Siervo de Dios, que fue en su tiempo el oráculo de España, y preguntado qué era lo que más ocupaba su corazón, y qué clase de bien so­bre todo deseaba se le proporcionase des­pués de su muerte. «Misas, respondió el Ve­nerable moribundo, Misas, Misas» (10).

Sin embargo, si me lo permites, te daré con este motivo y de muy buena gana, un consejo que creo importantísimo, y es: que durante tu vida, y sin confiar en tus here­deros, tengas cuidado de hacer que se celebren aquellas Misas que desearías se celebrasen después de tu muerte, y tanto más, cuanto que SAN ANSELMO nos enseña que una sola Misa oída o celebrada por las necesida­des de nuestra alma mientras vivimos, nos será más provechosa que mil celebradas des­pués de nuestra muerte.

Así lo había comprendido un rico comer­ciante de Génova que, hallándose en el ar­tículo de la muerte, no tomó disposición alguna para el alivio de su alma. Todos se admiraban de que un hombre tan opulento, tan piadoso y caritativo con todo el mundo, fuese tan cruel consigo mismo. Pero al pro-ceder, después de su muerte, al examen de sus papeles, se encontró un libro en donde había anotado todas las obras de caridad que había practicado por la salvación de su alma.

«Para Misas que hice celebrar por mi alma 2,000 liras

«Para dotes de doncellas pobres 10,000

«Para el Santo Hospital 200, etc.»

Al fin de este libro leíase la máxima si­guiente: «Aquél que desee el bien, hágaselo a sí mismo mientras vive, y no confíe en los que le sobrevivan». En Italia es muy popular este proverbio: «Más alumbra una vela delante de los ojos, que una gran antor­cha a la espalda». Aprovéchate, pues, de este saludable aviso, y después de haber medita do prudentemente sobre la excelencia y utili­dades de la Santa Misa, avergüénzate de la ignorancia en que has vivido hasta aquí, sin haber hecho el aprecio debido de un tesoro tan grande, que fue para ti ¡ay! un tesoro escondido. Ahora que conoces su valor, destierra de tu espíritu, y más todavía de tus discursos, estas proposiciones escandalosas, y que saben a ateísmo:

—Una Misa más o menos poco importa.

—No es poca cosa oír Misa los días de obligación.

—La Misa de tal sacerdote es una Misa de Semana Santa, y cuando lo veo acercarse al altar, me escapo de la iglesia.

Renueva, además, el saludable propósito de oír la Santa Misa con la mayor frecuencia y devoción posibles, a cuyo fin podrás ser­virte, con mucha utilidad, del siguiente mé­todo práctico que voy a exponer.

Notas:

(1) Ten paciencia conmigo y te pagaré todo. (Mt. 18,26). (N. del E.).

(2) «En efecto, aplacado el Señor con esta oblación, y concediendo la gracia y el don de la penitencia, perdona los delitos y pecados por grandes que sean». (Denz, 940; D-S 1743). (N. del E.).

(3) «¿Con qué retribuiré al Señor por todas las cosas que me ha hecho?». (S. 115, 12). (N. del E.).

(4) «Tomaré el cáliz de la salud» (S. 115,13). (N. del E.).

(5) “Porque nos ha nacido un niño”. (Is. 9, 6). (N. del E.).

(6) «El que ni aun a su propio Hijo perdonó, sino que lo entregó por todos nosotros; ¿cómo no nos dará también con Él todas las cosas?». (Rom. 8, 32). (N. del E.).

(7) «Escuchando la misa, el hombre se libra de ¡mu­chos males y peligros». (N. del E.).

(8) «Su lengua y sus mentiras contra el Señor. (… ) ¡Ay del alma de ellos!, porque se les retribuyeron sus males». (Is. 3, 8-9). (N. del E.).

(9) «Porque el juicio [será] sin misericordia para el que no usó de misericordia». (Sant. 2,13). (N. del E.).

(10) Beato JUAN DE ÁVILA (1500-1569): el «Apóstol de Andalucía», escritor místico y misionero español, autor entre otras obras de un «Tratado del amor de Dios», una sobre el modo de rezar el rosario y del célebre «Audi Filia», síntesis maravillosa de la espi­ritualidad cristiana.
Beatificado en 1894, el Papa Pío XII lo proclamó el 6 de julio de 1946 patrono principal del clero se­cular español. Festividad: 10 de mayo. (N. del E.).

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