Juan Manuel de Prada. El compromiso de un autor católico

Introducción

Quizás, mi pésima opinión sobre la literatura patria pueda verse a medias influida por mi vis un tanto decimonónica o por el carácter como carca de que blasono; quizás me sienta un pelín nostálgico o aquejado por ese carácter pesimista, a veces taciturno, que se va prendiendo en mi pechera con el decurso de los años; o, quizás, sí sea cierto que este mundo de las letras españolas, hoy vaciadas o desguarnecidas, no es más que un páramo desolador y aburridísimo, envilecido por desvelos crematísticos y por modas como correcaminos, que comba los estantes con su peso plúmbeo y entreteje sus urdimbres con la cochambre de este mundo progre, buenista y bobalicón que nos ha tocado vivir. Hoy, la Literatura ha dimitido de la búsqueda de la verdad, de la extática belleza que se encuentra allá donde miremos o del natural afán por escrutar las almas de los hombres, aspectos éstos muy presentes en los literatos de generaciones anteriores. Ya tan solo importan las historias, el quedar prendido a ellas —enganchado, casi enviscado en una cinta atrapamoscas—, deambular por entre una lectura fácil y a la postre mazorral, y pasar el rato como entontecido. Las prosas de nuestros autores tienen un atractivo yerto o ausente; y con ellas no se busca sino urdir un argumento intrincado, probablemente morboso y anticlerical, con el que se pretende satisfacer unas ansias lectoras cada vez más infrecuentes y llenar de broza las sendas del conocimiento.

Pese a ello aún hay ciertos oasis salvíficos y ubérrimos, millonarios de palmeras y de tesoros por descubrir, a los que el náufrago lector, ya para entonces derrengado y afligido, casi en ciernes moribundo, puede arribar a la ribera, sacudirse las mojaduras del hastío y solazarse nuevamente en la lectura.

Uno de estos oasis salvíficos y ubérrimos es Juan Manuel de Prada, a quien tengo, y discúlpeseme la imprecisa salutación encomiástica, por el mejor escritor español de los últimos “taytantos” años. Como casi todo el mundo, salvo aquellos privilegiados cuyos rostros esplendieron con una lectura casi en conciliábulo de su hoy recóndito Coños, conocí a Juan Manuel a través de su libro de relatos El silencio del patinador y de su monumental, por sólida y egregia, no por extensa, Las máscaras del héroe, novela en que el autor hurgaba entre la mugre, a veces coruscante, de ciertos escritores de bohemia en ristre, metáfora ensoberbecida y anisete en grandes cantidades —escorzo un tanto aquí La tempestad, con la que mereció el otorgamiento del premio Planeta y que a mí, quizás porque las expectativas eran demasiado elevadas, me dejó un regusto algo agraz.

Los comienzos: las siniestras tenebrosidades

En Las máscaras del héroe, Juan Manuel indagó en las más oscuras y siniestras tenebrosidades de la psique malherida, en los sueños malhadados de los desfavorecidos y en esas eflorescencias guarras que acostumbran a ensuciar los frontispicios de los ensoberbecidos. Trazó para ello una historia como de carnaval o fruto de tramoya desquiciada; una historia de desechos, de vidas en añicos y de voluntades malbaratadas que ya esbozara en uno de los relatos de El silencio del patinador, por la que deambulan, vocingleros, errabundos y arrojados al fracaso, un largo e insólito catálogo de criaturas con los tuétanos y el corazón casi fenecidos. Nos presentaba allí a escritores alocados, arribistas frente a todo, desharrapados y vacíos, y los colocaba en situaciones que ya se han enquistado en nuestra mente ad aeternum.

Con el tiempo, las pesquisas por estos andurriales como harapientos de la Literatura los continuó Juan Manuel, para lustre de la Lengua hispana, con su obra Las esquinas del aire, donde tres entusiastas de los libros—en uno de ellos casi se advierte un trasunto del propio autor—, transidos de embeleso o urgidos por una como divina encomienda, se inmiscuyen en un itinerario casi espeleológico para develar qué aconteció con Ana María Martínez Sagi, poetisa y feminista de preguerra que intentó romper con lo atávico y tradicional; y con “Desgarrados y excéntricos”, fantástico tratado donde desfilan, como brotados de una cornucopia ecléctica y disparatada, un vasto rimero de escritores, poeticastros y juntaletras que terminaron por ser arrumbados en algún cuartucho hoy olvidado por casi todos. Vendrían luego sus novelas La vida invisible, El séptimo velo, Me hallará la muerte y Morir bajo tu cielo, amén de los distintos volúmenes donde fue compendiando sus artículos de opinión y de sus dilucidadores ejercicios de rescate literario, con los que ayudó a reverdecer magníficas lecturas que hasta entonces se habían mantenido como ignaras o vetadas. Y con todas ellas, para solaz y disfrute de sus lectores, refrendó lo que entonces ya era para todos manifiesto.

Una prosa como de zoco abigarrado

La prosa de Juan Manuel tiene un no sé qué de zoco abigarrado, un catálogo como enciclopédico donde los recursos son inagotables, fruto de un talento que se antoja desmedido o brotado de un don cuasi celestial. En sus obras, el ripio se hace esencia y cobra carta de naturaleza, pues es en los rodeos en que se aventura, en los largos y prolijos circunloquios con que inicia sus capítulos o en sus muy sesudas digresiones donde brotan sus hallazgos y milagros. Sus novelas, a modo de remedio contra el hartazgo, la ignorancia o la monotonía, rompen la acedía literaria en que nos sumen otros autores. Nos embarca en una travesía a la vez pacífica y acechada de peligros; nos descubre un nuevo modo de escribir, donde un clasicismo redivivo, suntuoso, se ensucia el chaqué y se embarra las botas en el lodo de las imágenes más crudas; hermosea cada texto y lo entrevera con un ánimo jocoso, multitudinario de expresiones variopintas y jacarandosas; y, a la vez, ahonda en lo mollar, develando lo que otros solo llegan a esbozar. Y, sin embargo, a pesar de lo anterior, no ha conseguido recaudar ese reconocimiento unánime que en justicia le corresponde.

Quizás porque cometió un pecado imperdonable.

Llegan los ataques

Con sus primeros libros, su prosa como bronca encendió los entusiasmos de ese parnaso literario que se siente umbilical. El deje sicalíptico que patinaba sus novelas, tumultuario y como medio cochino, parecía presagiar una carrera afín a los dictados más modernos, progres y relativistas tan en boga hoy. Por aquel entonces Juan Manuel, desdeñoso del recato o como glotón de lo prohibido, semejaba merodear por entre las lindes del decoro y asomar un tanto la patita al otro lado. Se ufanaba en describir lo cochambroso, la carcoma que empodrece las sociedades de moral descalabrada o las decrepitudes más abruptas y desagradables. Y por ello, inadvertidos de qué se ocultaba tras la pátina de sus obras, esos próceres de las letras patrias lo izaron a las más altas cumbres y lo bañaron en halagos. Florecieron las prebendas y los piropos, abundaron los agasajos y las palabras de aliento, pero Juan Manuel, lejos de guarecerse en esas posiciones confortables que le brindaba el poder, se encaminó a una brega que habría de llevarle a ser víctima de vilipendios y deprecaciones. Antepuso su fe al oropel, domeñó los legítimos afanes de popularidad y ya no se detuvo en las paparruchas de otros. Desde entonces, su corajuda e indeclinable defensa del Catolicismo le ha servido para verse el lomo lanceado, malherido por los dardos vesánicos y maledicentes de quienes atacan a la Iglesia. Ha visto cómo le arreciaban los insultos, cómo se le tachaba de oráculo embaucador o era esquivado, casi driblado, por quienes en un inicio le arrojaban flores y le endilgaban abrazos confianzudos. Se ha visto un mucho preterido, pero no hay en su actitud pena, arrepentimiento u aflicción alguna. Sabe bien que esa es la cruz que ha de arrostrar, las duras consecuencias del férreo compromiso que adquirió; y aunque siempre hay a su lado ciertos cirineos —y discúlpeseme la analogía— que le sujetan el madero un tanto, es él quien soporta el estandarte sin mostrar signo alguno de marchitamiento o debilidad. Su lucha, siempre desdeñosa de las más melifluas posiciones o de los argumentos como de melindre —muy próximo me parece aquí a Flannery O´connor, escritora estadounidense que blasonaba de un catolicismo combativo y no se retrepaba tras los miedos habituales—, no deja nunca de excitar el rebrote de eritemas, sarpullidos y toda clase de erupciones purulentas en quienes defienden el aborto, la eutanasia, el relativismo u otras tropelías de esta nuestra sociedad desarraigada. Desconoce las trincheras protectoras que algunos excavan al ponerse de perfil, planta cara a los ataques y se lanza con valor, sin importarle las mellas o quebrantos que le inflijan, contra esa batahola inverecunda que arremete contra él. Pues, a la postre, es él quien arguye los más atinados razonamientos. A la postre, es él quien se sabe limpio.

Conclusión

Como fruto de benéficas casualidades o de una suerte de alquimia de lo biográfico, Juan Manuel concita en torno a sí, o al menos eso se me antoja, la facundia, bonhomía y genialidad de G.K. Chesterton, de quien tanto ha bebido, y ese cariz entre acerbo, peleón y a la par bondadoso del jesuita argentino Leonardo Castellani, cuyas obras ha recuperado para España. Amalgama ambos caracteres y les exprime lo nutricio y enjundioso; se erige en digno sucesor y explora las veredas que ellos abrieron. Y quizás sea esta grata mezcolanza, precisamente, la que le ayuda en su deambular y le insufla las fuerzas suficientes.

Sin duda, la pertinacia de Juan Manuel de Prada en su lucha contra este decurso cristofóbico actual seguirá haciéndole acreedor de un buen número de ataques y de apartamientos. Pero, con su ejemplo, alienta a quien otrora guardaba un entre medroso y lamentable silencio. Con valentía, apela a nuestro orgullo de cristianos y nos invita a alzar la voz ante los muchos ataques que sufrimos; nos anima a dejar atrás esa lenidad inveterada que manteníamos por piedad o por una errática concepción de las buenas formas y a defender, con arrojo y determinación, aquello en lo que creemos. Con las frases que le brotan de la pluma, con aquellas que le afloran al discurso, Juan Manuel marca un camino, aparta los matojos y lo asenderea para muchos.

Sigámosle, pues, y ayudémosle a desbrozar.

Gervasio López

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