Me imagino un mar encabritado y vocinglero, erizado de crespones blancos y de frío; y por sobre él, un viento que se torna en criminal y lanza aullidos como enloquecido. Me imagino una ilusión inmarcesible o, más bien, el clavo ardiente al que agarrarse cuando, cercenada ya por las desgracias padecidas, la raquítica esperanza termina por sobreponerse al riesgo y la incerteza. Me imagino también, ya temulento de una pena que me desbarata —y de un asco que me corroe—, una barca cochambrosa donde se arraciman los desheredados, apenas una chalupa ya casi eviscerada en la que se hacinan, chamuscados por un sol impío e inmisericorde, algo más de un centenar de negros pobres, negros de piel y de futuro a los que se ha esquilmado hasta de dignidad. Y me imagino, a la postre, a esa inicua caterva de endomingados gobernantes a los que la vida ajena les importa un huevo, a los que la vida ajena se les hace apenas un gurruño mugriento o, cuando más, un dígito estadístico por el que condolerse en ocasiones —aunque su verdadero deseo es ocultarlo—, en esas pocas ocasiones en que esta sociedad nuestra, tan trastabillada, se conduele falsamente por la muerte de unos negros.
Y tras imaginarme todo esto veo un mar lleno de muertos, donde los cadáveres ya empodrecidos son continuamente saqueados por los bichos y los miembros mutilados de unos pobres negros son tragados por los tiburones. Y veo un mar donde la muerte se avecinda sin remedio, hospedada por la mezquindad de un mundo rico y egoísta; y veo en nuestros puertos a unos pocos negros pobres que, al arribar a ellos, muestran en sus rostros la zozobra de la tiritona y de la desgracia; y en el horizonte veo un rojo atardecer, llagado y sanguinolento, que semeja haberse emborrachado con la sangre derramada.
Derrengados en un llanto inagotable —acaso alguno se ha secado ya de lágrimas y el dolor se le ha enquistado en las entrañas, como una suerte de cáncer o de herida en el alma—, esos negros pobres extravían la mirada y la inundan de lamentos, musitan sus plegarias y recuerdan a sus muertos, a quienes han dejado entre las aguas ahora cárdenas del Mare nostrum. Y entretanto, nuestros próceres entonan sus pesares y elevan, a esa Europa solidaria en que yacemos, las solicitudes dinerarias que habrán de servir para alojar a los negros en barracones más ventilados o regular, de un modo más eficaz y humanitario, las oleadas de inmigrantes. Pero su pesar no es más que un disimulo o una muy fugaz contrición, pues las promesas se les mueren en los labios, tal vez asfixiadas por la podredumbre hipócrita con que son exhaladas.
Semana tras semana, las aguas de ese Mare nostrum en que se solaza el más primero de los mundos se pone hasta el gollete de cadáveres sin que nosotros, entre quienes campea una solidaridad impostada y huera de amor, apenas esbocemos una mueca de fingido horror. Y es que nadie piensa en detener el tráfico de armas con que los países más ricos nutrimos de desgracias a los más depauperados; o en conseguir que las ubérrimas fuentes de recursos naturales que les expoliamos reviertan en la población, y no tan solo en los dementes gerifaltes que acostumbran a detentar el poder. Nadie piensa, por supuesto, en aliviar los vientres abultados de los niños negros; o en borrar de sus labios esa turbamulta de moscas regordetas que se los colonizan. No, nadie piensa en todo eso; tan solo en continuar vampirizando a esos negros pobres, dejarlos exangües, eviscerar sus tierras de las riquezas que las habitan y, de cuando en cuando, en esas cada vez más numerosas ocasiones en que el mar se los traga, soflamar un canto pesaroso y cariacontecido, esbozar un cierto mohín lacrimógeno y lanzar un alegato preñado de esa hueca solidaridad que nos invade para, justo de inmediato, cuando ya la batahola de condolencias ha perdido fuelle, pasar a temas más nutricios para la plutocracia. Pues, al fin y al cabo, los restos mutilados que habrán de arribar a nuestras playas se han desgajado de unos pobres negros pobres. Apenas nada.
Gervasio López