1. El ayuno es un pequeño sacrificio
¡Cuántas excusas se buscan para eximirse de él. La salud, las ocupaciones, el trabajo, un poco de debilidad; es necesario examinarlas ante Dios para que no sean sólo vanos pretextos, o sean sugeridas por el respeto humano! En otros tiempos, los ayunos prescritos eran frecuentes y rigurosos y, sin embargo, se cumplían; ahora son más fáciles y pocos; y, sin embargo, nuestra frialdad, nuestra poca fe, nos los pintan insoportables. Pero un día deberemos rendir cuentas a Dios.
2. El espíritu de sacrificio
Dios no pretende lo imposible. En la imposibilidad del verdadero ayuno, o en la duda, pidamos dispensa a la Iglesia; ofrézcase la voluntad al Señor; se practique al menos la abstinencia. San Agustín reprende a quien aun cambiando la calidad de los alimentos, los busca siempre delicados. Sobre todo practíquese una mortificación más severa; si no en todo, se ayune al menos en parte; se supla con oraciones, con limosnas, con buenas obras.
3. La renuncia al pecado
El espíritu del ayuno consiste en abstenerse del mal, en vencer el pecado, por tanto, en refrenar la lengua y en contener la mirada, en el recogimiento interior, en la mortificación de los sentidos y del cuerpo. Disminuyamos los pecados, detestémoslos, crucifiquemos con el dolor nuestros corazones (Joel, 2, 13). Semejantes mortificaciones valen más que cualquier ayuno.
(Agostino Berteu, Meditaciones para todos los días del año)