La muerte y Santo Tomás de Aquino

Señores: Estamos a tiempo todavía. Abandonemos definitivamente el pecado.

Procuremos entablar amistad íntima con nuestro Señor Jesucristo, para que cuando comparezcamos delante de Él, de rodillas, con reverencia, ciertamente, pero al mismo tiempo con inmenso amor y confianza, podamos decirle:“¡Señor mío y Amigo mío, tened piedad de mí!”.

Estaba muriéndose Santo Tomás de Aquino, el Doctor Angélico, en el monasterio benedictino de Fosanova, en donde, sintiéndose gravemente enfermo, hubo de hospedarse cuando se encaminaba al Concilio II de Lyon. Pidió el Santo Viático, y cuando Jesucristo sacramentado entró en su habitación, no pudieron contener al enfermo los monjes que le rodeaban. Se puso de rodillas y exclamó, con lágrimas en los ojos: “Señor mío y Dios mío, por quien trabajé, por quien estudié, por quien me fatigué, de quien escribí, a quien prediqué: venid a mi pobre corazón, que os desea ardientemente como el ciervo desea la fuente de las aguas. Y dentro de unos momentos, cuando mi alma comparezca delante de Vos, como divino Juez de vivos y muertos, recordad que sois el Buen Pastor y acoged a esta pobre ovejita en el redil de vuestra gloria”.

Señores: Nosotros no podremos ofrecerle al Señor, a la hora de la muerte, una vida inmaculada, enteramente consagrada a su divino servicio, como se la ofreció Santo Tomás de Aquino, pero pidámosle la gracia de poderle decir con profundo arrepentimiento: “Señor: El mundo, el demonio y la carne, con su zarpazo mortífero, me apartaron muchas veces de Ti. ¡Ah, si ahora pudiera desandar toda mi vida y rectificar todos los malos pasos que di, qué de corazón lo haría, Señor! Pero siéndome esto del todo imposible, mírame con el corazón destrozado de arrepentimiento. Ten piedad de mí”.

Y nuestro Señor Jesucristo –no lo dudemos, señores–, en un alarde de bondad, de amor y de misericordia, nos abrazará contra su Corazón y nos otorgará plenamente su perdón.

Para asegurarlo más y más llamemos desde ahora en nuestro auxilio a la Reina de cielos y tierra, a la Santísima Virgen María, nuestra dulcísima Madre. Invoquémosla todos los días de nuestra vida con el rezo en familia del Santo Rosario, esta plegaria bellísima, en la que le pedimos cincuenta veces que nos asista a la hora de nuestra muerte. Que venga, en efecto, a recoger nuestro último suspiro y que Ella misma nos presente delante del Juez, de su divino Hijo, para obtener de sus labios divinos la sentencia suprema de nuestra felicidad eterna. Así sea.

“EL MISTERIO DEL MAS ALLÁ”

Antonio Royo Marín O. P.

San Miguel Arcángel
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