La mujer y el misterio de la Iglesia

Carta a la Superiora de un Instituto Religioso

Buenos Aires, 4 de enero de 1999

Reverenda Madre y muy querida Madre:

Le escribo todavía bajo el impacto de lo vivido el día de la [1] Festividad de María Madre de Dios, en ocasión de la solemne profesión perpetua de la Hermana J. No creo que esta impresión se borre nunca de mi alma aunque, de momento, permanece en ella, no con el susurro potente de la memoria sino con la fuerza indescriptible que da la experiencia -aún no concluida- del misterio inefable.

Hace un tiempo leí en un Boletín (creo que católico) una noticia que me llenó de estupor y consternación. Ocurrió, creo, en Estados Unidos (si mis recuerdos no fallan). Una activa y militante feminista interrumpió la ceremonia de ordenación sacerdotal que estaba a punto de comenzar en un templo católico. De viva voz, interpeló al obispo consagrante y le exigió ser consagrada presbítero, allí mismo y en ese momento, aduciendo que se sabía elegida y preparada. Lo notable fue -siempre según el cable del olvidado Boletín- la reacción del prelado. Dirigiéndose a la pretensa “ordenanda”, dijo que la sabía elegida y preparada, que compartía sus razones e inquietudes, pero que lamentaba no poder acceder a su pedido pues la Iglesia no acepta la ordenación de las mujeres. Las palabras del consagrante no produjeron el menor efecto. Con contumacia digna de mejor causa, la “elegida” insistió y tomó sitio en la fila de los que iban a ser ordenados. El incidente terminó cuando uno de los organizadores o asistentes, tal vez por aquello de dilexi decorem domus tuae (Psalmo 25), puso, literalmente, a la intrusa en la calle.

Esta es sólo una de las tantas muestras de la crisis dolorosa de la Iglesia de hoy. Pero, más allá de la noticia, me quedé pensando: ¿qué hay detrás de todo este ruido feminista? Y le aseguro que hasta llegué a dudar del argumento habitualmente esgrimido por la Iglesia para mantener su firme y persistente prohibición de otorgar las sagradas órdenes a las mujeres. La razón que se reitera, como usted bien sabe, es siempre la misma: Cristo no ordenó mujeres. Pero (pensaba para mis adentros) hay muchas cosas que el Señor no hizo y, sin embargo, la Iglesia permite. No tenemos noticia, por ejemplo, de que el Señor enviara a las piadosas mujeres que lo acompañaban a enseñar a otros la Palabra. De esas santas mujeres, más bien sólo conocemos su compañía fiel y silente. La Iglesia, no obstante, no se opone a que la mujer enseñe y que, muchísimas veces, lo haga tanto mejor que los varones (su comunidad, Madre, es vivo ejemplo de esto). Finalmente, insistía, ¿instituiría, acaso, Nuestro Señor, un sacramento, es decir, uno de los canales de Su Gracia, destinado solamente a una parte del género humano?

Tales las ideas que me rondaban por la cabeza. Admitía -y no sólo por acatamiento a la autoridad del Magisterio- que una razón profunda y escondida para mí debía existir. Pero no acertaba a dar con ella. Al final, abandoné el tema en una suerte de epojé hursseliana. La respuesta a mis dudas la encontré en su comunidad, como en una develación. Y me avergoncé mucho porque entonces entendí que había buscado la respuesta por los caminos de la razón. Y la respuesta, simplemente, estaba en el misterio.

¡Con que grave frecuencia nos olvidamos del misterio! Esta es la raíz última de todas las crisis y de todas las turbulencias que la Iglesia sufre, sufrió y sufrirá hasta el fin de los tiempos: el abandono del misterio y la poca atención que prestamos al hecho portentoso de que la Iglesia es Misterio, un misterio que brota de la Cruz y se ilumina en y por la luz que emana de la Cruz. ¡Oh si pudiéramos decir siempre, y nada más, estas solas palabras: fulget crucis mysterium!

¿Y qué es lo que nuestros ojos ciegos vislumbran, como anticipo de la visio beatifica, en la fulgurante luz de este Mysterium Ecclesiae? Nada menos que el misterio de las nupcias sangrientas de Cristo y de su Iglesia, el Divino Esponsorio que el Logos hecho carne consumó desde la Cruz. Recuerdo que Odo Casel, en varias de sus obras, habla de este misterio de la Ekklesia (uno de sus libros se titula, precisamente, así). La Iglesia es Esposa.

“La sangre –dice Casel- que brota de su cabeza [la de Cristo], de sus manos y pies y de su costado es la púrpura del vestido nupcial […] Al morir, Cristo entregó su vida a la Iglesia, hizo que la sangre de su corazón la inundara, la lavó con el agua, la vivificó y alimentó con la sangre. Ambos viven ahora de una misma vida, de una misma sangre. Ella es concorporea Christi, está incorporada a El, es consanguínea de Cristo y por eso se llama Cuerpo de Cristo. El misterio de la obra redentora de Cristo culmina en estas nupcias de la Cruz.[2]

En el Comentario del Libro del Cantar, atribuido a Santo Tomás, se lee:

  1. Quam pulchrae sunt mammae tuae, soror mea sponsa. Meliora sunt ubera tua vino; et odor unguentorum tuorum super omnia aromata. 11. Favus distillans labia tua, sponsa. Mel et lac sub lingua tua et odor vestimentorum tuorum sicut odor thuris. 12. Hortus conclusus soror mea sponsa, hortus conclusus, fons signatus (Cant., IV, 10 11, 12).

Sororem et sponsam suam Ecclesiam dicit, quoniam ex ancilla sororem sibi esse constituit, et dote Spiritus Sancti pignoratam sponsam sibi efficit. Haec ergo Ecclesia hortus est; quia spiritualium virtutum germina profert, quae in sequentibus aromatum vocabulis designantur. Conclusus vero est hortus iste, quia Sancta Ecclesia Redemptoris et Domini sui adjutorio munita est, et praesidio angelicarum virtutum vallata, nullis malignorum spirituum patet insidiis. Haec ipsa Ecclesia est fons signatus. Fons ideo quia caelestis doctrinae fluentis manat, quibus omnes in Christum credentes a peccatis abluit, et veritatis scientia potat.[3]

A la idea de esposa, añade aquí Santo Tomás, otra que anuda, aún más, el misterio de la Iglesia: hortus conclusus, huerto sellado, imagen, si las hay, genuinamente femenina y nupcial.

Pues bien, cuando la Hermana J., respondiendo al llamado del Celebrante, pronunció las palabras rituales: “Aquí estoy, Señor, porque me has llamado” y luego: “Que siguiendo a Cristo, mi Esposo, persevere hasta la muerte”, entendí algo que hasta ese momento nunca había entendido. Ella, J, y todas las que como ella, a lo largo de los siglos, han pronunciado esas mismas palabras, era, en ese momento, la imagen más próxima, la analogía más alta, del misterio de la Ekklesia. Porque Ekklesia es “la convocada”, la llamada a recibir la corona (veni, sponsa Christi, accipe coronam) que es corona nupcial y, a la vez, corona de espinas. Y era la imagen más perfecta y la más alta analogía, justamente, por su condición de mujer. Entonces el misterio de la Iglesia y el admirable misterio que habita a la mujer (como gustaba referirse a él, un docto sacerdote amigo mío, ya fallecido, el Padre Eliseo Melchiori) se me aparecieron como un solo y único misterio. La misión de la mujer en la Iglesia no es otra que asemejar, o mejor, hacer brillar en el espejo refulgente de la imagen trinitaria grabada en el alma humana, la totalidad, la integridad, del Mysterium Ecclesiae. Es la mujer, por su misma condición de mujer, la única creatura realmente apta y adecuada para ser imagen de tal misterio tomado en toda su indivisible unidad y en su indivisa integridad. No hay otra en el ordo naturae. La mujer es, por sí misma y en sí misma, difusa y total, fecunda y sin límite, luz fiel y refleja. Por eso, ella es, en todas las culturas, asimilada al mar y a la luna.

Los varones podemos dirigir la Iglesia y podemos, sobre todo, actuar in persona Christi en el ministerio del Altar. Pero jamás podríamos reflejar, en su integridad y con nuestra única parte varonil, el misterio nupcial de la Iglesia. Sólo podemos hacerlo en tanto hay en nosotros una oculta y recóndita “mitad femenina” que nos constituye y de la que solemos tener muy escasa o nula conciencia.

Es exigencia de la misma economía de la semejanza que el ser de quien se asemeja a algo deba guardar una adecuada congruencia y proporción respecto de aquello a lo cual se asemeja. Pues bien, el ser de la mujer (me refiero al ser de sus atributos propios: psicológico, moral, social, etc.) responde plenamente a esta exigencia. Esto la hace única en la naturaleza y en la gracia.

Si no estoy errado en mis reflexiones, creo que no puede pedirse un fundamento mayor de la dignidad femenina. Y, por oposición, nada vulnera más que el feminismo esa dignidad teologal de la varona que fue sacada del costado de Adán, tras aquel profundo sueño que hizo caer sobre él Yavé en la culminación de la obra creadora.

Estimo haber abusado demasiado de su tiempo. Gracias, Madre, por habernos permitido compartir la ceremonia de la profesión. Que la Virgen Santísima siga acompañando a usted y a todas sus hermanas, Ella que, por ser mujer, no sólo es Madre de Dios sino, como dice Claudel, la creatura humana en su dignidad primera.

Hasta pronto

Mario Caponnetto

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[1] Tampoco debería sorprender a los que conozcan la historia de la reforma litúrgica, cuyos arquitectos estaban tan enamorados del ecumenismo que reconocieron que se proponían reformular el Rito Romano para hacerlo aceptable a sus consejeros protestantes. Los protestantes conservadores concedieron más que gustosos que había una cierta presencia de Cristo en la Misa, pero la idea del sacrificio es anatema para ellos (por decirlo de alguna manera). El magnífico ensayo de Joseph Ratzinger Teología de la liturgia habla mucho de ese rechazo del sacrificio.

[2] Odo Casel, El Misterio de la Cruz, Madrid, 1964, 46, 47.

[3]10. Cuán hermosos son tus pechos, hermana mía, esposa. Más excelentes son que el vino y el olor de tus ungüentos sobrepasa todo aroma. 11. Tus labios destilan miel, Esposa. Hay miel y leche debajo de tu lengua; y el aroma de tus vestidos como la fragancia del incienso. 12. Eres huerto cerrado, hermana mía, huerto cerrado, fuente sellada” (Cantar IV, 10, 11, 12). “Llama hermana y esposa a su Iglesia porque de sierva la hizo hermana para Sí y adquirida con la dote del Espíritu Santo la hizo esposa Suya. Por eso, esa Iglesia es huerto porque presenta las semillas de las virtudes espirituales que en las palabras que siguen se designan aroma. Es este, en verdad, un huerto cerrado porque la Santa Iglesia es protegida con el auxilio de su Redentor y Señor, y cercada por el alcázar de las virtudes angélicas no padece ninguna de las insidias de los malignos espíritus. Es esta misma Iglesia fuente sellada; fuente porque mana las enseñanzas de los celestes afluentes por las que a todos los que creen en Cristo lava de los pecados e impregna con la ciencia de la verdad” (In Canticum, IV. La autoría corresponde a Haymus Altissodorensis).

Mario Caponnetto
Mario Caponnettohttp://mariocaponnetto.blogstop.com.ar/
Nació en Buenos Aires el 31 de Julio de 1939. Médico por la Universidad de Buenos Aires. Médico cardiólogo por la misma Universidad. Realizó estudios de Filosofía en la Cátedra Privada del Dr. Jordán B. Genta. Ha publicado varios libros y trabajos sobre Ética y Antropología y varias traducciones de obras de Santo Tomás.

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