Continuación del artículo «Reunificación o sumisión» de Arthur Featherstone Marshall, en The American Catholic Quarterly Review , 1893.
[pulse aquí para ver anteriores]
¿Cuál es la autoridad divina?
Las anteriores reflexiones nos llevan fácilmente a la conclusión de que una reunificación sólo puede significar sumisión. Porque sería una locura no someterse a una autoridad divina. No sólo sería una impiedad, sino una insensatez. La única cuestión que se debe plantear todo cristiano en su búsqueda de la verdad es: entre tantas autoridades, ¿cuál es la divina? Si no hay una autoridad divina, no hay obligación alguna de creer. Porque nadie puede inventarse una fe católica propia a la que ajustarse por encima de sus propios pensamientos. Por otro lado, si hay una autoridad divina, nos basta con sujetarnos a ella. No se debe hablar de reunificación, sino de sumisión. Dios no ha instaurado una autoridad en este mundo para ponerse de acuerdo con el parecer de las diversas sectas, sino para enseñar a los hombres la verdad íntegra que conduce la salvación, y para que se la obedezca de todo corazón y con el pleno asentimiento de la voluntad. Sin duda, una de las razones por las que tantos protestantes confunden la cuestión es que confunden el simple alcance de la autoridad católica. Confunden el aspecto puramente natural de la Iglesia Católica con los poderes sobrenaturales del Divino Maestro: toman simples accidentes por los aspectos esenciales de la vida católica. La infalibilidad sólo afecta la fe y la moral; dos terrenos en los que razón humana es necesariamente incompetente para definir las verdades divinas. La autoridad católica es infalible en lo que respecta a las verdades de Dios, en lo que se refiere a la salvación de los hombres. Fuera de eso, tanto el Sumo Pontífice como la totalidad de los obispos reunidos en concilio, sólo pueden hablar con la prudente discreción que corresponde a los santos. Hace algunas semanas, un destacado diario del sector conservador anglicano afirmaba que el Papa no podía ser infalible porque había considerado prudente modificar su política hacia Irlanda para evitar complicaciones en las relaciones con el Reino Unido. Si protestantes con mucha cultura son capaces de publicar semejantes disparates, ¿cómo nos vamos a extrañar de que se confunda el hombre de la calle? Es casi una perogrullada decir que una autoridad docente sólo tiene atribuciones para enseñar dentro de ciertos límites. Y la fe y la moral, no la política ni la astronomía, la química o la botánica constituyen la jurisdicción de la infalibilidad eclesial.
Así pues, someterse a la autoridad católica es sujetarse únicamente en aquellas cuestiones que reconocidamente superan el alcance de los conocimientos naturales. Y ciertamente es una sumisión perfectamente razonable. Si se nos permite una endeble analogía, no se estudia medicina para ser matemático ni química para aprender música, ni bel canto para resolver una ecuación cuadrática. Es lo que se dice increíble que todo protestante, sea cual sea su profesión, crea que nació como un pontífice capacitado para decidir en todo momento sobre cada misterio de la fe y enseñar la verdad a la Iglesia y todos los fieles. . Aun en lo natural, semejante idea sería fantástica. Pero como las verdades de las que hablamos no son naturales –o al menos son a la vez sobrenaturales y naturales–, la afirmación de que cada protestante es un pontífice nato (y tan infalible que puede enseñar a cada pontífice) se debe desechar como una fantasía y un delirio de grandeza.
¿No podemos afirmar por tanto, con plena confianza, que la única actitud racional para todo creyente es la sujeción a la autoridad divina de la Iglesia que fundó Cristo? Concedemos de buena gana que si tal autoridad no fuera divina, daría igual hablar de reunificación en vez de sumisión. Quizá ya hemos aportado suficientes argumentos para demostrar que una Iglesia docente debe ser necesariamente divina para poder enseñar. La teoría protestante dice: Dios fundó una Iglesia cristiana dentro de cuya comunión se deben conocer las verdades divinas, pero intencionadamente impidió que dicha Iglesia pudiera tener certeza de cuáles eran las verdades necesarias para la salvación. Otorgó autoridad a una Iglesia docente para definir dogmas, pero sólo a condición de que no los definiera. Instituyó sacramentos y un sacerdocio. Instituyó autoridades, pero sólo a condición de que ningún cristiano sepa con seguridad qué doctrinas son verdaderas o falsas con relación a los sacramentos, cuál es el verdadero medio de garantizar un auténtico sacerdocio, o qué poderes deben gobernar toda la Iglesia. Por consiguiente, instituyó una autoridad divina que en realidad no es divina. Proporcionó unos medios concretos de salvación que se habrían someter al juicio privado. Instituyó un sacerdocio que sería juzgado y dirigido por cada seglar, y autorizó unas atribuciones que permitirían a todo hombre, mujer y niño ajustar los límites o la incapacidad. No vemos qué utilidad podría tener fundar una institución en la que todo miembro puede negar cuanto se afirma. Si esta notoria teoría fuera correcta, y si la Iglesia hubiera sido en su mismo comienzo el miserable fracaso humano que el protestantismo ha aprobado calurosamente durante tres siglos, se puede afirmar con seguridad que nunca habría habido credos. No habría habido anatemas ni herejías. No habría la más remota posibilidad de unidad. Sólo habría habido libertad de pensamiento unidad al hecho histórico de la vida de Cristo. Y tampoco habría habido protestantismo, porque no habría Iglesia alguna. La mera existencia del protestantismo prueba la divinidad de la Iglesia Católica. Porque para que se pueda negar una verdad dogmática, ésta tiene que existir primero, y sin autoridad no habría verdad dogmática. Protestar contra la autoridad es reconocer esa autoridad, ya que un acto de protesta es una afirmación personal de autoridad; la única diferencia entre la Iglesia Católica y las protestantes con relación a esta cuestión de autoridad es que la Católica dice que la autoridad reside en la Iglesia docente, mientras que los protestantes sostienen que uno mismo la tiene. Todo católico cree que hay un Papa, un Pontífice que es cabeza de la Iglesia docente. El protestante cree que cada uno es su propio pontífice; que la autoridad divina para juzgar todo y a todos está asentada en toda alma humana.
Chris Jackson
[Traducido por J.E.F]