LA NEGACIÓN DE LA CRISIS DE LA IGLESIA Y LA CONCILIACIÓN CON EL MUNDO

Romano Amerio (1905-1997), doctor en filosofía por la Universidad Católica de Lugano, ha sido uno de los mayores intelectuales cristianos del siglo XX. Fue perito en el Concilio Vaticano II de Monseñor Jelmini y por lo tanto trabajo junto a él en la Comisión Central Preparatoria. En sus obras ha tratado de mostrar y documentar la crisis actual de la Iglesia Católica. Algunas de las cuestiones por el tratadas se han ido aclarando con el tiempo y otras siguen en permanente actualidad. Se esté total o parcialmente de acuerdo con sus conclusiones es indudable que sus páginas están escritas sin veleidades y desde un espíritu de plena fidelidad al Romano Pontífice.  Con este artículo iremos ofreciendo algunos resúmenes de algunas cuestiones de sumo interés.

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Negación de la crisis

Algunos autores niegan la existencia o la singularidad de la actual desorientación de la Iglesia, aduciendo la dualidad y antagonismos existentes entre la Iglesia y el mundo o entre el reino de Dios y el reino del hombre, antagonismo inherente a la naturaleza del mundo y de la Iglesia. Pero tal negación no nos parece correcta, porque la oposición verdaderamente esencial no tiene lugar entre el Evangelio y el mundo entendido como totalidad de las criaturas (a quienes Cristo viene a salvar), sino entre el Evangelio y el mundo en cuanto in maligno positus (I Juan 5, 19), marcado por el pecado y orientado hacia el pecado, y por el cual Cristo no reza (Juan 17, 9). 

Dicha oposición esencial podrá ampliarse o reducirse según que el mundo como totalidad coincida más o menos con el mundo del Maligno, pero jamás debe olvidarse esa distinción ni creer esencial una oposición que, con extensión e intensidad diversas, es solamente accidental.

Error del cristianismo secundario

A causa de dicha diversidad de intensidad y extensión queda excluída la opinión de quienes niegan haber existido un tiempo en el cual la Iglesia haya penetrado el mundo mejor que en otros, y el Cristianismo tenido más  éxito (es decir, actualizado mejor las potencialidades que le son propias). Tales habrían sido los tiempos de la Cristiandad medieval, precisamente en relación a los de la era moderna.

Quienes niegan la existencia de esos siglos privilegiados se apoyan principalmente en la persistencia, tanto entonces como ahora, de guerras, servidumbres, opresión de los pobres, hambre e ignorancia, consideradas incompatibles con la religión y de cuya ineficacia constituirían incluso una prueba. Como dichas miserias han existido y siguen existiendo en el género humano, parecería no haber sido  éste redimido ni ser redimible por el Cristianismo.

Ahora bien, posiblemente esta opinión cae en ese error que llamamos Cristianismo secundario: se juzga a la religión por sus efectos secundarios y subordinados en orden a la civilización, haciéndolos prevalecer y sobreponiéndolos a los sobrenaturales que la caracterizan. Subyacen aquí los conceptos mismos de civilización y progreso, tratados más adelante (§§30.3-30.4 y §§32.1-32.3).

La crisis como inadaptación

Más común es la opinión según la cual la crisis de la Iglesia es una crisis de inadaptación a los avances de la civilización moderna, consistiendo su superación en una apertura o, según el lema de Juan XXIII, un aggiornamento del espíritu de la religión para hacerlo converger con el espíritu del siglo.

A este propósito conviene observar cómo la penetración del mundo por obra de la Iglesia es connatural a la Iglesia, levadura del mundo (Luc. 13, 21), y puede comprobarse históricamente que procedió a ocupar todos los ordenes de la vida temporal: ¿no regía incluso el calendario y los alimentos?

A tal extremo llegó dicha ocupación, que contra ella se levanta la acusación de haber usurpado lo temporal, y se exige su separación y su purgación. En realidad la acomodación de la Iglesia al mundo es una ley de la religión (que proclama a un Dios hecho hombre por condescenmuestra una constante mescolanza, unas veces de la Iglesia con las cosas del mundo).

Sin embargo, la acomodación esencial de la Iglesia no consiste en conformarse al mundo (nolite conformari huic seculo (no os acomodéis a este siglo), Rom. 12, 2), sino en modelar su propia contraposición al mundo según las diversas circunstancias históricas, así como en ir modificando, y no suprimiendo, esa contraposición esencial.

De este modo, frente al Paganismo, el Cristianismo sacó a relucir una virtud opuesta, rechazando el politeísmo, la idolatría, la esclavitud de los sentidos, o la pasión de gloria y de grandeza: en suma, sublimando todo lo terrestre bajo una mirada teotrópica, ni tan siquiera barruntada por los antiguos. No obstante, al practicar tal antagonismo hacia el mundo, los cristianos vivían en el mundo como si en  él estuviese su destino. En la Epístola a Diognete aparecen como indistinguibles de los paganos en todas las costumbres de la vida.

Adaptaciones de la oposición de la Iglesia al mundo

De modo similar, ante los bárbaros la Iglesia no asumió la barbarie, sino que se revistió de civilización; y en el siglo XIII, contra el espíritu de violencia y de avaricia, asumió el espíritu de mansedumbre y de pobreza con el gran movimiento franciscano; y no aceptó el renaciente aristotelismo, sino que rechazó con energía la mortalidad del alma, la eternidad del mundo, la creatividad de la criatura y la negación de la Providencia, contraponiéndose así a todo lo esencial de los errores de los Gentiles.

Y siendo aquéllos los artículos principales de la filosofía de Aristóteles, puede decirse que la Escolástica consistió en un aristotelismo «desaristotelizante». Esta operación la ve Campanella alegóricamente simbolizada en el cortar la cabellera y las uñas a la bella mujer a la que se hace prisionera (Deut. 21, 12). Y más tarde no se acomodó al subjetivismo luterano subjetivizando la Escritura y la religión, sino reformando, es decir, dando nueva forma, a su principio de autoridad. Finalmente, no se amilanó ante la tempestad racionalista y cientificista del siglo XIX diluyendo o cercenando el dato de fe, sino que, al contrario, condenó el principio de la independencia de la razón. Tampoco acogió el impulso subjetivista renacido en el modernismo, antes bien lo contuvo y lo castigó.

Por tanto puede decirse en general que el antagonismo del catolicismo con el mundo es invariable, variando solamente sus modalidades, y haciéndose expresa la oposición en aquellos artículos y en aquellos momentos en los cuales el estado del mundo exige que el antagonismo sea declarado y profesado. De hecho la Iglesia proclama la pobreza cuando el mundo (y ella misma) se prosterna ante la riqueza, la mortificación cuando el mundo sigue los engañosos halagos de las tres concupiscencias, la razón cuando el mundo se dirige al ilogicismo y al sentimentalismo, la fe cuando el mundo se extasía ante la ciencia.

La Iglesia contemporánea, por contra, va buscando algunos puntos de convergencia entre el pensamiento de la Iglesia y la mentalidad característica de nuestro tiempo (OR, 25 julio 1974).» (Iota Unum)

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