Estimado sì sì no no,
te cuento una cosa hermosa que me ha conmovido. Me sucede de tanto en tanto ir a Misa a una iglesia fuera de mi diócesis, un día entre semana, casi siempre viernes. Hay alrededor de 30 personas en Misa. Un clima recogido y hermoso. En la capilla dedicada a San José hay siempre – cosa rarísima en nuestros tiempos – un sacerdote que confiesa.
He quedado impresionado por dos jóvenes. Uno es ingeniero electrotécnico y el otro es doctor en agronomía. Pero esto lo he descubierto unos días después. He quedado impresionado por su estilo al participar en la Misa: con las manos juntas, concentración hacia el altar, hacia la santa Hostia elevada en alto, oración casi siempre de rodillas, una mirada profunda y serena. Me he sentado poco lejos de ellos.
Se acercan a la Sagrada Comunión. En la boca, sin extender la mano, como se acostumbra a menudo hoy. Yo también recibo a Jesús. Al final de la Misa me quedo todavía unos minutos. Ellos también. Y parece que no tengan ganas de irse. Cuando me voy yo, uno me hace una señal de despedida con la mirada. Correspondo. Digo: “¡Gracias, amigos, que existen jóvenes como vosotros!”.
Se levanta y dice que me conoce y que está contento de hablar conmigo. Es el “agrónomo”, que me mira con una luz singular en sus ojos. Nos presentamos el uno al otro. Le regalo un Rosario de una decena, de estilo pulsera. “Reza – le digo – a la Virgen también por mí”. Le regalo un librito, biografía de un jovencísimo Siervo de Dios. Me da las gracias. Comprendo que ahora somos amigos en Cristo.
Nos despedimos: “Hasta pronto”. Va a confesarse y se detiene mucho tiempo. Mientras tanto, el otro joven, el ingeniero, se acerca a mí y me confía que me conoce. Se presenta. Comprendo que es un pequeño genio, aunque parece un niño. Comprendo el ideal de santidad y de testimonio de Jesús que le anima, que le anima a él y a su amigo, que ahora sale del confesonario.
Nos despedimos de nuevo. El “agrónomo” me dice: “Ahora me quedo un poco aquí, con Jesús”. El otro continua: “Yo también… pero en el otro lado”. “¡Cada uno de nosotros, solo con Jesús solo!” Le regalo un libro: acostumbro a llevar conmigo a menudo libritos, algún Rosario de una decena, la medalla milagrosa de la Inmaculada, la medalla del santo Rostro de Jesús. ¡Cuántas personas se pueden acercar a Jesús, con medios tan simples, pero que vienen de Dios!
Al fondo de la iglesia, una “mujer piadosa” se lamenta, irritada, porque, según ella, he buscado publicidad, pero yo hago “publicidad” solo a Jesús. El resto no me interesa. La dejo lamentarse contra “los jóvenes de hoy”: yo sin embargo tengo 70 años y la cosa no me toca. San Juan Bosco decía: “¡Laetare et bene facere / y dejar cantar a los patos!”. Salgo y voy al mercado, porque se debe vivir también.
Más de una hora después, al tener que esperar el tren, paso una vez más por la iglesia. Son más de las once, pero el ingeniero y el agrónomo, jóvenes de poco más de veinte años, están todavía ahí, de rodillas ante Jesús, con la cabeza apoyada en el banco, por momentos dirigida al Sagrario. Comienzo a rezar algunos minutos, pero, antes de salir, se me escapa decirles: “Eh, ya amigos, somos de Jesús”.
Me miran. El “agrónomo” tiene los ojos llenos de lágrimas. El ingeniero me sonríe solo con la mirada “cómplice”: “¡Sí, profesor, somos de Jesús, de Jesús solo! ¿De quién podríamos ser?”. Así es y me voy al tren. Ellos permanecen allí, ante Jesús. No era ni el Corpus Christi ni el primer viernes de mes, ni había una adoración eucarística organizada. Estaba solo Jesucristo y dos jóvenes corazones enamorados de Él.
Hoy también hay jóvenes así. Gracias, Jesús. A pesar de todo, Jesús está vivo y actúa y se reserva a sus amigos. La Iglesia está todavía viva también por almas así.
Hasta pronto, sí sí no no.
Lucius
(Traducido por Marianus el eremita)