El día 10 del presente mes de febrero se cumplen 80 años del fallecimiento de Su Santidad Pío XI (Achille Ratti), que ocupó el trono de San Pedro entre 1922 y 1939. Quizás no debería sorprendernos mucho que en un mundo en el que las comunicaciones electrónicas van y vienen incesantes haya caído en un olvido generalizado alguien que inició su pontificado hace un siglo. Pero Pío XI, cuyo rotundo lema da título al presente artículo, merece ser mejor conocido y cordialmente estimado por sus magníficas encíclicas, todas ellas llenas de fuego, claridad y valor. Digo más: esos documentos constituyen una valiosa fuente a la que recurrir, válida para todos los tiempos, no solamente para el tenso periodo de entreguerras en que dicho pontífice fue llamado a servir a la Iglesia de Cristo.
El que habría de reinar como Pío XI era de origen humilde y gozó de una tranquila trayectoria intelectual con un doctorado en teología que le llevó a ser director de la Biblioteca Vaticana. La exitosa labor que desempeñó más tarde como nuncio en Polonia y como arzobispo de Milán hicieron de él un buen candidato al solio pontificio a la muerte de Benedicto XV.
Ni la Iglesia ni el mundo tardaron mucho en conocer el temple del nuevo pontífice. Su encíclica inaugural, Ubi arcano Dei consilio (1922) describe la situación internacional tras la Primera Guerra Mundial con una sagacidad espiritual que ningún historiador seglar podría igualar, y propone como única solución convincente una aplicación concienzuda de la doctrina social de la Iglesia. Esta insistencia en poner por obra el magisterio social católico, este empeño en formular una alternativa verdaderamente católica a la escalada socialista, la furia fascista y la crueldad del capitalismo, habría de ocupar a Pío XI en muchas de sus treinta y tantas encíclicas. Dicen que cuantos más cambios se introducen, más sigue todo igual, y esto resulta particularmente pertinente con las encíclicas de Pío XI. Los fieles siguen enfrentados a los mismos desafíos de cuando las escribió, aunque haya cambiado el tono o el ritmo de la música.
Le sigue en orden, y con una importancia tremenda en el Magisterio de la Iglesia, la muy controvertida Quadragesimo anno (1931), promulgada con motivo del cuadragésimo aniversario de la Rerum novarum de León XIII (1891). De todas las encíclicas de temática social publicadas desde León XIII hasta Juan Pablo II, ninguna es más contundente, directa y completa que ésta, con su certero análisis de las finanzas internacionales ante el trasfondo de explotación que conforma los mercados económicos. Ya va siendo hora de recuperar los derechos de nacimiento que nos corresponden como católicos volviendo a las más ricas fuentes de sabiduría social de la Iglesia, entre la cuales sin duda amerita contarse esta encíclica.
El rasgo fundamental que caracterizó las enseñanzas de Pío XI fue el reinado de Cristo sobre todos los hombres, sociedades, naciones e instituciones. Este ideal del primado y omnipresencia de Cristo motivaba su pensamiento, deseos, intervenciones y orientación. Y ése es el ideal que sigue siendo totalmente vigente para nosotros. La Iglesia Católica sólo florecerá en este periodo de modernidad tardía en la medida en que conozca y viva las enseñanzas de Pío XI proclamó denodadamente en su encíclica Quas primas (1925), que es una de las cartas más importantes que haya escrito un papa en el siglo XX. En dicha carta Pío XI establece una nueva festividad, la de Cristo Rey, fiesta que ha llegado a ser familiar para todos los católicos del mundo aunque su finalidad original haya quedado un tanto empañada por posteriores alteraciones litúrgicas.
Su clásica encíclica Casti-connubii (1930) es la mejor exposición que haya publicado un papa sobre el concepto católico de matrimonio, con su elevado y realista concepto del sacramento. Si no contrastamos las últimas enseñanzas de Juan Pablo II sobre el matrimonio con Casti connubii, y la entendemos en continuidad con ella, corremos el riesgo de malinterpretarlas. No se puede leer una encíclica mejor que ésa en preparación para la vida conyugal.
Este pontífice nos dio también la carta magna de la educación cristiana de niños y jóvenes, Divini illius magistri (1929). Los padres que escolarizan a sus hijos en casa tendrán la alegría de ver que Pío XI es partidario de que la norma establecida por Dios es que los niños sean instruidos en casa por sus progenitores, siendo la excepción moderna que les enseñen personas ajenas a su familia en colegios rebosantes de peligros para su formación moral y religiosa. Lo cual no impide, claro está, que el Papa explique los principios que deben observar todos los educadores en la enseñanza de alumnos cristianos, ya se trate de parientes de los niños o de docentes profesionales. El eco de esta encíclica sigue resonando hoy en día en que tantos de los males que deploraba Pío XI, novedosos en su tiempo, como la educación sexual, son el pan nuestro de cada día. Lo positivo es que buena parte de lo que dice este pontífice sobre la pedagogía eficaz y el orden jerárquico de las materias sigue siendo válido y aplicable.
Las dos encíclics de 1937, respectivamente sobre las aberraciones soviéticas y las de los nazis, —Divini Redemptoris y Mit brennender Sorge— transportan conmovedoramente al lector a las escalofriantes épocas en que se escribieron. A pesar de sus limitaciones temporales, dichas encíclicas expresan una filosofía política católica que continúa siendo válida hoy siempre lo será, además de constituir una crítica contundente de errores que, a pesar de ser refutados constantemente por la realidad, no dejan de resurgir en toda sociedad opulenta y hastiada o pobre y arruinada y en la miseria.
En Ad catholici sacerdotii (1935), Pío XI se dirige con franqueza a todos los sacerdotes y aspirantes al sacerdocio. Es una de las encíclicas más apasionadas y elocuentes y uno de los tratados mejor razonados sobre la naturaleza, privilegios y exigencias del sacerdocio, motivo por el cual debería ser de lectura obligada para todos los seminaristas. Pío XI parece oscilar entre exaltar las alabanzas de tan elevada vocación y señalar sus ineludibles exigencias. El lector se queda con la impresión de que el estado y la vocación sacerdotales son un don sublime y provechoso del Padre de las Luces; un don que muchos más tendrían que acoger. Es más, ¡yo diría que la mera lectura de esta encíclica aumentaría el número de vocaciones al sacerdocio!
Por último, me gustaría mencionar la fascinante encíclica sobre el cine, Vigilanti cura (1936) escrita cuando este medio de entretenimiento comenzaba a cobrar importancia. Si ha habido un hombre que ha sabido entender lo que depararía el futuro ha sido Achille Ratti. En la encíclica lamenta la iniciación a la lujuria y el deseo que proporcionan muchas películas y propone estrictas orientaciones para que obispos y comisiones de laicos ejerzan una censura. La endeble orientación cinematográfica facilitada por empleados de las diócesis estadounidenses es una pariente pobre de los sanos y precisos principios morales que, con sensibilidad artística, formuló Pío XI en 1936. Si pudiéramos volver a la sencilla sensatez con inocencia de niños que prescribe Vigilanti cura, se lograrían grandes avances en pro de la santidad.
La vida de Pío XI concluyó en medio del tenebroso clima que estallaría dando lugar a la Segunda Guerra Mundial. En su lecho de muerte, ofreció su vida por la paz del mundo. La lectura de sus encíclicas nos pone en contacto con un papa de un catolicismo sin concesiones que, como velaba con sincero interés por su grey, no permitió que ésta se descarriara; todo lo contrario, señaló constantemente el camino a la vida trazado por la experiencia y la tradición católicas. Nos sería de mucho provecho recurrir a su sabiduría para que nosotros, mal guiados por prelados de otra calaña, no terminemos recorriendo los falsos caminos que el mundo actual hace pasar por exigencias ineludibles de una sociedad posmoderna.
(Traducido por Bruno de la Inmaculada. Artículo original)