En estos días en que la hediondez se cuela por los muchos resquicios que la postmodernidad y el liberalismo han ido dejando en nuestra sociedad —hediondez que avientan, como posesos de una suerte de epilepsia vigorizante, quienes denuestan y asuelan al Catolicismo por lo que éste tiene de freno para sus estragadores proyectos—, cobra cierto tinte de chufla, a pesar de ese poso inicuo que en ella se aposenta, la iniciativa de expropiar la Catedral de Córdoba con que la presidenta andalusí pretende sumar ciertos apoyos para las próximas elecciones. Pues sin duda causa descacharre cuando asegura, transida de ese bien común con que se embute y atora las tragaderas, que la titularidad pública del templo habrá de abastecernos, cual generosa cornucopia de Amaltea, de un sinnúmero de beneficios para la prosperidad de los andaluces; y subvendrá, asimismo, o eso dice ella, a la justa reparación histórica y a la tan necesaria cohabitación entre disímiles religiones y culturas —y nótese, por favor, el sarcasmo—. Consiente, eso sí, en un alarde de generosidad que habremos de agradecerle —y que, a la postre, no es sino la indigna y misérrima migaja que nos arroja desde la opulencia de su mesa—, en que la gestión del templo permanezca en manos de la Iglesia Católica, aunque para ser merecedora de semejante dádiva ésta habrá de subrogarse a cuantas premisas y disparates varios imponga la Junta de Andalucía.
No obstante, a nadie se le oculta que ese bien común con que se atora los carrillos se le da un ardite —o le importa un bledo—, pues la muy proba presidente andalusí no busca más que zapatear el culo de la Iglesia y abrazar a toda esa patulea cretinizada que ve en la religión el descacharrado vestigio de un Medievo que nos han pintado cerril y tenebroso, para que ellos la nutran con unos votos que podríamos motejar de temulentos de rencor.
Y es que lo de la presidenta andalusí viene a ser el canónico ejemplo del político hodierno, tan demócrata y relativista él, que usualmente se revela experto en camuflar el bien común y, como por arte de birlibirloque, darle apariencia de provechoso beneficio para los administrados. Así, si para ello se ha de trastocar un tanto la Historia o anegar de eufemismos vergonzantes el discurso, no habrá rebozo alguno que lo frene ni legítimo derecho que no pueda conculcarse, pues la inverecundia campa por entre su clase como la algarabía por entre un patio de colegio.
Entretanto, en ese alegato suyo, de sinceridad como birriosa y moral un tanto defenestrada, la presidenta andalusí soslaya las funestas consecuencias que iniciativas de similar jaez trajeron para España en épocas pretéritas, cuando Madoz y Mendizabal, por ejemplo, acometieron sus respectivas desamortizaciones, arrebataron las propiedades a la Iglesia y las pusieron en manos de cuatro terratenientes de moral astrosa —las manos de ambos próceres también participaron, por supuesto, del suculento latrocinio—, con lo que una infinita muchedumbre de arrendatarios se vio desposeída del único modo de vida que habían llevado hasta entonces. En el caso catedralicio, sin embargo, pues aquí no hay tierras que labrar, se me antoja que el postrer destino del templo será el de suntuoso parador, museo de flamenco o recinto ferial y festivalero, donde los politiquillos de turno, transidos de ese bien común con que se atoran los carrillos, puedan hincharse a finos de solera y muy frescos pescaitos; en todo caso, cualquier fin que deturpe y envilezca el sacrosanto destino de la Catedral, para solaz y regocijo de una patulea cretinizada que los nutra de votos.
Gervasio López