Había un hombre rico que tenía interés en comprar el coche más rápido, más costoso, más llamativo en venta. Cuando fue a probarlo, el vendedor le dijo, “Lo va a disfrutar. ¡Este auto, en verdad, vuela!”
Compró el coche, y le encantaba mostrárselo a todos sus amigos. Amaba su coche. Sin embargo, después de un rato disminuyó la diversión y empezó a pensar en cómo podría recuperar la emoción al conducirlo y de repente recordó el dicho del vendedor: “En verdad, vuela.” Empezó a preguntarse, “¿me lo dijo en serio? Por tanto que pagué, debería volar.” Mencionó su idea a sus amigos y a un fabricante de este tipo de coche, y se burlaron de él diciendo: “los coches no están diseñados para volar”, pero no podía quitarse esa idea de la cabeza. Dijo: “Si quiero que mi coche vuele, pues, lo haré volar.” Construyó alas y las puso en el coche y lo preparó para la prueba. Fue a un precipicio y estaba muy seguro de que si solamente conducía lo suficientemente rápido, entonces volaría cuando llegara al acantilado. Este tipo de prueba es una que no se puede reintentar.
Dios creó a nuestros primeros padres en un estado de inocencia y les otorgó dones preternaturales y, sobre todo, con gracia. Vivían en comunión dichosa con Dios, sin sufrir, sin temor de morir. Su hogar era un verdadero paraíso diseñado por Dios para su felicidad interminable.
Pero, algo falló. Decidieron actuar contra la intención de su creador. Les fue otorgada una voluntad libre para ser capaces de corresponder al amor de Dios, pero existía en ellos, al mismo tiempo, la posibilidad de rechazarlo. Podían escoger un bien finito, aunque Dios los había creado para el bien infinito.
Santo Tomás explica que mientras estaban en el estado de inocencia, no era posible poder ser tentados por placeres corporales. El primer pecado no podía ser pecado de gula ni de lujuria ni otra cosa así, porque todavía el cuerpo era perfectamente sujeto a la razón. El primer pecado vino por un deseo desordenado por un bien espiritual. Aunque fueron creados según la imagen y semejanza de Dios, deseaban ser como Él, pero según sus propios deseos y entendimiento. Deseaban lo que estaba fuera de su alcance. Su pecado fue la soberbia.
San Isidro dice: “Se le llama soberbia porque quiere aparentar más de lo que es, y a quien desea sobrepasar lo que es, es soberbio.”
Dios creó el hombre para ser feliz. La soberbia quiere conseguir esta felicidad por las propias fuerzas e ideas de cada uno.
Este fue el origen del pecado original y es la influencia principal de cada pecado desde aquel tiempo hasta ahora. Y por eso Santo Tomás enseña que la soberbia es el principio del pecado, es una causa del pecado, y es el pecado más atroz. Y también, todos saben, que es el vicio más difícil para quitar.
Es muy semejante al hombre que insistía en que su coche debiera volar. Pensaba que estaría más contento con su auto si volara, aunque sabía que no fue diseñado para este propósito. Por insistir en actuar según sus propias ideas y no según el diseño del fabricante, no solamente descubrió que no podría disfrutar un vuelo en su coche, sino que además no disfrutaría de ninguna otra cosa jamás.
Como dice San Agustín: “Adán y Eva quisieron robar la divinidad y perdieron la felicidad.”
Cada vez que sufrimos, cada vez que nuestras pasiones andan fuera de control, cada vez que sentimos el peso de nuestra ignorancia y debilidad o nos encontramos en conflicto con el prójimo, o cuando pecamos; cada vez que enfrentamos la realidad triste de la muerte, recordamos la herencia que hemos recibido de los primeros padres.
“Ah” dice San Francisco de Sales, “si no nos divertimos con la vanidad de deleites fugaces, especialmente con el amor a nosotros mismos [es decir, la soberbia], pero si una vez habiendo obtenido la caridad, somos cuidadosos para volar directamente al fin donde nos llevara, la tentación nunca nos agarraría.”
Por eso Dios se hizo encarnado y entró en nuestro mundo, tan oprimido como estaba por el pecado. Vino para vencer la soberbia y liberarnos de su esclavitud y atraer a todos los corazones bajo su reino para que sea realizado su plan para la felicidad perfecta del hombre. Y para este advenimiento hoy empezamos a prepararnos durante este tiempo de adviento.
Por eso San Pablo nos instruye en la epístola: “Sabed que es ya hora de despertar. Revestíos de Nuestro Señor Jesucristo, y no busquen como contentar los antojos de su sensualidad.”
¿Por qué Dios escogió hacerse hombre para salvarnos? Santo Tomás nos da algunas razones: para hacer nuestra fe más convencida, para fortalecer nuestra esperanza, para encender la caridad en nuestras almas, para permitirnos participar en la divinidad, y sanar la soberbia del hombre, que dice es el obstáculo más peligroso a nuestra adherencia a Dios.
Y esta última razón se puede describir como una reorientación de nuestra mirada, para alejarla de nosotros mismos y redirigirla a Dios – para quitar la soberbia, y vestirnos con humildad. El hombre orgulloso se mira a sí mismo como la fuente de su felicidad. El humilde mira al Señor como el único que le puede dar lo que su corazón anhela.
¡Que tontería es confiar demasiado en uno mismo! ¿Qué tenemos que no hemos recibido de Dios? Fuimos creados de nada y allí regresaríamos si por un instante Dios dejara de pensar en nosotros y de sostenernos en existencia. Nuestra voluntad no podría hacer nada, si Dios no la fortaleciera. Y ¿de veras pensamos que sabemos más que Dios cómo conseguir la felicidad?
Como dice la Imitación de Cristo: “Aprende, polvo, a obedecer; aprende, tierra y lodo, humillarte y postrarte a los pies de todos. Aprende a quebrantar tus inclinaciones, y rendirte a toda sujeción.”
Mientras más profunda es nuestra humildad, mientras más quebrado es nuestro orgullo, más dispuestos estaremos para recibir a Cristo cuando venga.
Y recordamos que en adviento nos estamos preparando para una triple venida de Cristo, como un infante en Belén, por medio de la gracia en las almas, y como juez al fin del mundo.
Don Gueranger dice: “La iglesia, durante el adviento, reza para que pueda ser visitada por Él que es su Cabeza y su Esposo. En vano, entonces, el Hijo de Dios hubiera venido hace 19 siglos para visitar y salvar a la humanidad a menos de que viniera de nuevo por nosotros en cada momento de nuestras vidas, trayéndonos la vida sobrenatural, de la cual Él solo es la fuente.”
“Él es la luz verdadera,” como rezamos en cada misa en la última evangelio, “que ilumina a todo hombre que viene en este mundo.” Pero, “Vino a su propia casa, y los suyos no le recibieron. Mas a cuantos le recibieron . . . les dio potestad de llegar a ser hijos de Dios.”
Entonces, nos preparamos para estas tres venidas de la misma manera: por redirigir nuestra mirada, nuestra atención, nuestra amor desde nosotros mismos hacia a Él.
Herodes estaba tan enfocado en sí mismo y en mantener su poder que mandó matar al niño Dios. ¿Cuántas veces hemos perdido las gracias que nos ofrece diario? Y cuando Cristo venga de nuevo en el fin del mundo, como el evangelio de hoy describe, ¿Cuántos van a temblar de miedo? En verdad, todos los que han perdido las oportunidades de conocer a su juez en esta vida cuando los visita con una abundancia de amor y cariño.
Pedro de Blois dice: “La primera venida fue humilde y escondida, la segunda es misteriosa y llena de amor, la tercera será majestuosa y terrible. En su primera venida Cristo fue juzgado injustamente por los hombres, en la segunda nos deja justos por la gracia, y en la tercera juzgará a todas las cosas con justicia. En su primera venida era un cordero, y en su última será un león, en la que está entre las dos, como el más cariñoso de los amigos.”
También San Gregorio, comentando en el evangelio de hoy: “Él habla palabras de consuelo a los elegidos. Añade: cuando estas cosas pasen, miren arriba, y levanten sus cabezas, es decir, cuando las miserias de este mundo abundan, levanten sus cabezas, gocen pues en sus corazones, porque mientras el mundo al cual no han dado sus corazones está acabando, la redención que han buscado ansiosamente está por llegar. Levantar sus cabezas, entonces, es elevar su mente a los deleites de su patria celestial.”
En su Navidad el Hijo de Dios viene como un bebé para hacerse tan agradable, para presentársenos en una manera casi irresistible. Adentro del pecho de este niño pulsa un corazón que contiene toda la inmensidad del amor divino y allá se encuentra la satisfacción de todos los deseos. Qué lástima que hay tantos que buscan por lugares ajenos.
Prepárense, entonces. Maten a la soberbia. Humíllense y hagan espacio en sus almas para el Deseado de las Naciones. Los gritos de este infante los llama, exigiéndoles girar su mirada hacia Él para que encuentren el descanso que anhelan sus corazones. ¿Qué tenemos que temer? ¿Qué suave y manso y amable nos parece Él? ¿Qué excusa hay para la timidez? Confíen totalmente en Él. Como dice el introito de la misa de hoy: “A TI, Señor, levanté mi alma: Dios mío, en Ti confío; no sea yo avergonzado.”
¿Qué tontos podemos ser cuando en vez del don que este niño quiere regalarnos, pensamos que nosotros sabemos más, que nosotros podemos procurar una felicidad mejor?
Este niño llora, como hacen los demás bebes, pero sus lágrimas significan algo muy diferente. Él que ayunó por cuarenta días en el desierto, que calmó el mar, que sanó a los ciegos, a los cojos, y a los enfermos no tiene necesidad de quejarse de las incomodidades del cuerpo. Él que creó el universo entero, inclusive a nosotros, desde la nada, siempre se niega a derretir la dureza de nuestros corazones sin nuestra cooperación, y por eso este bebé llora, porque sabe que hay bastantes que lo han rechazado y hay más que rechazarán el don tan precioso que quiere regalar cuando viene a visitarnos.
Padre Daniel Heenan, FSSP
Sermón Primer domingo de Adviento