El santuario de las abadías de vida contemplativa femenina es violado por las últimas disposiciones emanadas de la Congregación para los Institutos de vida consagrada y las Sociedades de vida apostólica. La Constitución Apostólica Vultus Dei Quaerere y su instrucción aplicativa Cor Orans -como ya fue explicado en el artículo La destrucción de los Monasterios femeninos publicado en «Correspondencia Romana» el último 12 de octubre (https://es.corrispondenzaromana.it/la-destruccion-de-los-monasterios-femeninos/)- tiene el objetivo de lesionar profundamente un principio fundacional de los monasterios de clausura: la autonomía jurídica (sui juris) de cada monasterio.
La palabra «monasterio» entra en la lengua italiana en la primera mitad del siglo XIII, del latín vulgar monastērĭum, ésta, a su vez, del griego antiguo μοναστήριον (monastḗrion) derivado de μοναστής (monastḗs; monje) por tanto de μονακός (monakós), es decir: solitario, eremita; a su vez de μόνος (mónos), o sea, sólo, único.
El monasterio, en consecuencia, por su misma naturaleza, debe ser un lugar de soledad (separación del mundo profano), de silencio (guarda de la intimidad del alma con la realidad divina), de oración (comunicación del alma con la Santísima Trinidad y María Santísima), características, todas ellas, que son desde siempre los pilares sobre los cuales se sustenta la misma existencia de la vida claustral. Pero es evidente que la estructura de la «Federación de monasterios», de la «Asociación de monasterios» y de la «Confederación de monasterios», hoy impuesta por el Vaticano, inevitablemente socava, con una intromisión impropia de presencia y de influencia externa en cada claustro -de acuerdo con una visión de una suerte de “globalización” entre las realidades monásticas diversas (de ese modo siempre menos monásticas y siempre más absorbidas por directrices extrañas a cada abadía) y con “cursos de actualización” dispersivos y atrayentes- van a asfixiar y suprimir| la sagrada independencia que la Iglesia, en su sabiduría, había hasta ahora tutelado para custodiar y proteger a cada una de las almas consagradas.
La vida claustral es un darse de sí mismo al Esposo Jesús, lo que implica en trascender el mundo para seguir un camino privilegiado de mayor comunión con Dios y, precisamente en virtud de esta comunión, la monja, esposa de Cristo, intercede por las personas que viven en la sociedad y por la salvación de las almas. Misión, ésta, insubstituible.
A lo largo de la Historia de la Iglesia, cuando los lugares de contemplación sufrieron derrumbes, los santos actuaron con fuerza y determinación para sanear la realidad que en el mundo representa, principalmente, el vínculo potencialmente más perfecto entre el Cielo y la tierra. En tres sucesivos artículos hablaremos en esta columna, respetando el orden cronológico, de las enseñanzas de tres Santos que hicieron de la vida contemplativa la razón de ser de su propia existencia, actuando y reformando aquello que no funcionaba y convirtiéndose, así, en modelos ejemplares y educativos para la Iglesia: Santa Ildegarda de Bingen, Santa Clara de Asís, Santa Teresa de Ávila.
La Doctora de la Iglesia Santa Hildegarda de Bingen (1098-1179), monja benedictina, fue sumamente firme en reconducir a la recta vía a los prelados, monjes y monjas que habían transgredido los dictámenes de la Tradición. Portavoz de Dios, advertía y enseñaba por mandato divino. Con respecto al Obispo de Costanza, Hermann, es manifiesto su clamor instándolo a la conversión para ser salvado y para guiar a otros a la salvación: «Muchos obreros [en el edificio de la Iglesia] vienen a ti buscando el camino angosto y estrecho. Pero tú – de acuerdo a las disposiciones de tu corazón –hablas con grandilocuente presunción y suscitas indignación en sus corazones. Vuelve pues de las tinieblas al recto camino e ilumina el espíritu de tu corazón porque el Padre de todas las cosas se dirige a ti diciendo: «Estás loco porque te subes a un soporte que no has construido.» Porque el día echará en la obscuridad al hombre cuya obra no recorre la recta vía» (E. Gronau, Hildegard. La biografia, Editrice Àncora, Milano 9912, p. 398).
Hildegarda peregrinaba de un monasterio a otro para recuperar aliento en una realidad fatigante, envilecida, desmotivada frente a la prepotencia de quienes, autoridades civiles o eclesiásticas, la tenían en jaque con el poder y el dinero. Pero a pesar de todas las distorsiones y los pecados de los hombres en el seno de la amada Iglesia, Ildegarda no perdía la confianza y la esperanza. No cuidaba tan solo de los grandes pecadores de la Iglesia sino que también daba vida a quien, como por ejemplo la Abadesa Sofía del monasterio benedictino de Kitzingen, se sentía agotada y deseaba dejar el propio cargo. El eco de esta maestra, que llevaba levadura nueva y sana, sal y sabor a las diversas realidades eclesiásticas, se propagaba en toda Europa. Alentaba a fortalecer el alma y a soportar el peso del trabajo y de los propios deberes; exhortaba al combate, invitando a ir contra la voluntad de la autoridad eclesiástica y/o civil que remaba contra la vida contemplativa según la voluntad de Dios.
Sustentaba a los débiles y vacilantes, al mismo tiempo respondía a los herejes, a los cátaros en particular, y resolvía precisas y difíciles cuestiones teológicas que le planteaban obispos, abades y monjes. Sometía al Señor los interrogantes que le eran puestos y la Luz, que siempre la acompañó desde la infancia, le presentaba la visión en la cual le era dada respuesta. Desde París le escribían para tener elucidaciones, como lo hizo el magister Odo, que en el Sínodo de Tréveris había oído al Papa Eugenio III leer en alta voz las páginas de la obra hildegardiana Scivias y por esta razón quiso entrar en contacto con la autora, a fin de resolver la disputa teológica de quien negaba que Dios es paternidad y divinidad conjuntamente. Fue especial el vínculo que la unía al monasterio benedictino de San Eucharius, el más antiguo de Alemania. Era muy compleja la vida de los Obispos-Príncipes, dividida entre el poder y el espíritu, el servicio al Rey o Emperador y el servicio a Dios. La propia conciencia dividida iba a solicitar de la profética voz de la «santa Madre» como era llamada, a la cual el Arzobispo Hillin suplicó, como «pecador», tener de ella algún goce de sus palabras como conforto espiritual para su alma. Y la Madre Ildegarda no dejaba de atender:
«Así resuena la sabiduría y dice: este es el tiempo de las mujerzuelas […]. Pero ahora escucha ¡oh! pastor: la justicia divina te mantiene firme porque la gracia de Dios no ha penetrado en ti en vano. Sin embargo, cuando emprendes una buena obra, te cansas velozmente. También cuando, convocado a la misa festiva, conduces la oración, rápidamente te cansas [Nota de la autora: es decir, también los pensamientos terrenales lo acompañaban durante la Misa]. […]. A ti te es asignada la torre [N. d. a.: la diócesis]. Protege la torre y haz que toda la ciudad no sea arruinada y destruida. Por lo tanto vigila, mantiene la disciplina con báculo de hierro e instruye. Unge las heridas de quienes se han confiado a ti».
Tan corrupta era la situación de la diócesis y los monasterios en Alemania, tanto del punto de vista doctrinal como moral, que el Señor le permitió a Hildegarda abandonar el claustro para reprender a quien no cumplía el propio deber. En su primer largo viaje, que realizó cuanto tenía casi sesenta años, atravesó todo el territorio del Meno hasta Bamberg y Steigerwald (1158-1159). En 1160, durante una epidemia que duró tres años, llegó a la región montañosa de Hunsrück hacia Tréveris, descendiendo el Mosella hasta Metz, a la Lotaringia en dirección a Krauftal, vecina de Saverne. El tercer viaje (1161-1163) la condujo a recorrer el Rin en dirección a Colonia; luego llegó a Werden am Rurh y, probablemente, a Lieja. Seguidamente contrajo otra enfermedad que duró tres años, obligándola a guardar cama y entre los años 1170 y 1171 emprendió el último viaje de su vida, fue a Suecia, desde Maulbronn, Hirsau, Kircheim, hasta Zwiefalten.
Esto quiso el Señor y esto ella le da, permaneciendo monja de clausura, no obstante esté al servicio del apostolado itinerante, destinado a curar, con rigor, aquello que está grave y dramáticamente desviado. Y su obra producirá frutos prodigiosos de retorno al orden espiritual y eclesiástico para bien de la Iglesia y de la civilización, conforme los derechos del Creador.
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