Soy madre y catequista y he abandonado el catecismo, que tanto amaba, hace dos años por dos motivos: por el disgusto por la deserción del catecismo de la Iglesia católica y por no descuidar la familia (tengo tres niños muy pequeños). Evidentemente a Nuestro Señor no le falta fantasía para llamar al orden a sus hijos. Sucedió que una mañana como tantas, en el tranquilo desarrollo de la rutina cotidiana, llama a mi puerta una madre de nuestra parroquia, vivimos en un pueblecito sobre las colinas de la diócesis de Turín, y me dice que tiene que hablarme del catecismo.
La madre en cuestión, junto a otras, desde hacía algún mes me paraba por la calle para lamentarse del catecismo, pero lo que hasta ahora había sido de improviso y objeto de bromas en la calle, ahora estaba convirtiéndose en una petición formal de ayuda.
En mi parroquia -y no sólo aquí- lo que se llama catecismo, ha llegado a lo largo de los años a una degradación embarazosa: se trata del camino de “iniciación cristiana” -así como gusta llamarlo en las diócesis y en los textos de la Conferencia Episcopal Italiana- en el cual se acerca a los sacramentos: confesión en tercero de primaria, primera comunión en cuarto y confirmación en quinto. Todo confiado a la buena voluntad de pías señoras, por lo demás ellas mismas carentes de catequética, cuya formación es confiada, en la mejor de las hipótesis, a algún retiro anual en el que se habla de todo menos que del catecismo.
Y así, año tras año. Después un día se nota que algo no va bien. Alguien en la parroquia se da cuenta de la emergencia: las familias están descristianizadas, los chicos llegan a los ocho años carentes completamente de la vida de la fe, las catequistas improvisan y las lecciones se transforman en perfectos combates de boxeo. Se grita toda la hora. Los muchachitos se ríen groseramente en la cara de la catequista, ella entra en el juego, pierde la concentración y olvida incluso el Padre Nuestro. Cuando la cosa va bien se consigue hacerles dibujar una ovejita perdida para colgarla en la iglesia en el cartel de la última hora. Se nota que en quinto curso, a las puertas de la confirmación, no saben definir a la persona de Dios, no saben nada de la Trinidad, etc.
Y así una monja y una laica son encargadas por el párroco de estudiar nuevas estrategias para poner fin a esta babilonia y tomar de nuevo finalmente las riendas de la formación de los jóvenes, con la invitación también del Obispo que envía un largo documento, un vademécum, dirigido a las parroquias, en el que doctamente se ilustran propósitos, fines, objetivos, criterios, esperanzas y auspicios sobre la formación de los muchachos.
Al final es concebida sobre el escritorio la siguiente machinatio: decenas de pesadísimos encuentros nocturnos con los padres de los niños de segundo de primaria inermes y por lo demás agnósticos, en miras de su acercamiento. Se busca ‘hipotéticamente’ suscitar en ellos un deseo de acercamiento a la fe que pueda más tarde ser trasladado a la familia y transmitido a los hijos y, objetivo mucho más ambicioso aún, crear una especie de “vivero” en el cual criar posibles futuros catequistas (cosa que solo el Cura de Ars…). Estas noches se desarrollan con tal vacío de sustancia cristiana que se transforman sí en un vivero, pero de enfado y hastío mezclados con un aburrimiento mortal, que están bien lejos de acercar a las familias a la Gracia de Nuestro Señor.
Las pobres víctimas, tras haber aceptado participar todo el año en estos encuentros, en obediencia a los dictámenes del párroco, por una conmovedora residual fidelidad a las tradicionales etapas de la iniciación cristiana, al final del año intentan hablar con quien ha conducido las reuniones nocturnas para hacer presente que este sistema ha fallado desde el principio. Que no han aprendido nada, que han pagado además la cuidadora de los niños y que están más alejadas que antes de la fe cristiana. Se dan cuenta incluso ellas, que no van a la iglesia desde hace años, que han olvidado casi todo de su fe, que están quizá bautizadas y casadas por la Iglesia pero, inmersas en la mentalidad del mundo como la mayor parte de las familias modernas, a este punto alérgicas al “dogma”, miran con sospecha a la Iglesia y a su doctrina. La tan vituperada doctrina que algún ilustre teólogo o monseñor se preocupan con diligencia de montar y desmontar a su gusto con la ilusión de no dañar la sensibilidad de los católicos a este punto adultos. Los cuales por contra, en una paradoja ejemplar, tristes y desconsolados frente a las ruinas de una Iglesia que intuyen en decadencia, suplican a sus verdugos que los devuelvan a ella (a la doctrina) y se encuentran frente a un rechazo categórico. Y aquí el verdugo se convierte en castigo para sí mismo, como dice el óptimo Alessandro Gnocchi, porque queda imposibilitado por sus propias decisiones a retornar al camino correcto.
Cuando las familias entran en contacto con estas salas de reunión llenas de sinsentidos que son las parroquias, advierten que allí dentro se respira mal, que no hay espacio para la Verdad, que alguien les está tomando el pelo. Intentan protestar pero el sistema los rechaza. La parroquia responde con rechazo, el catecismo (el verdadero, el tradicional) no te lo enseño, ni siquiera si me lo suplicas de rodillas. Ni a ti ni a tus hijos. Punto. Mejor leer los salmos (?!) y comentarlos improvisadamente en decenas de encuentros continuando manteniéndoos en la oscuridad acerca de las más simples y claras verdades de nuestra fe. Así los padres se acuerdan de mí, que soy sólo una pobrecilla que durante cinco años ha intentado explicar a los niños lo mejor que he podido quién es Dios, por qué nos ha creado, qué es la creación, el pecado original, los diez mandamientos, quién es Jesús, por qué ha muerto en la cruz, qué es la señal de la cruz, los sacramentos, la santa misa, la Virgen, los ángeles y los santos. Argumentos todos tabú, sobre todo si son tratados con verdad, sencillez y devoción, sin los intelectualismos o, peor profanadoras banalizaciones, que en vez de acercar no hacen sino suscitar legítimo escepticismo.
Me piden que dé el catecismo verdadero a sus hijos. Fuera del círculo parroquial. En privado. Que les enseñe a tener una relación verdadera con Dios, así que más tarde, palabras textuales, “serán ellos los que nos llevarán a misa a nosotros”.
Casi casi me lanzo, pienso. En el fondo no veía la hora de volver a comenzar a enseñar el catecismo y tenía una cierta reticencia sin embargo, a pensar en volver a entrar en el círculo vicioso de la parroquia.
Epílogo:
Tras alguna semana, las madres enfadadas van al párroco, para intentar un último acercamiento. Le hablan con el corazón abierto y sale en la conversación que yo existo y que estoy disponible. A ese punto el enemigo sale al descubierto y mi figura, con todos mis métodos (quién sabe cuáles) son arrinconados por el párroco el cual explica abiertamente a las madres que mi método ha caducado, ya no es válido, es dogmático y no es utilizado ya en las parroquias, por tanto, si no quieren salir del círculo y, en pocas palabras, si quieren los sacramentos para sus hijos, es necesario permanecer en el cauce de la diócesis. Punto.
Apostasía de la Iglesia. Una palabra rimbombante que de joven no entendía mucho.
Ahora sé lo que es.
No creo que esto termine aquí. Me quedo a la espera confiada de los acontecimientos en la oración.
A.P.
[Traducido por Marianus el Eremita. Artículo original.]