En el dolor de María viendo el sufrimiento de su amado Hijo
Consideremos ahora como María, la Madre de Nuestro Señor, estaba profundamente afligida. Leemos en las Revelaciones de Santa Brígida (Libro I, capítulo 10), que los ojos de la Santísima Virgen estaban continuamente llenos de lágrimas cuando se acercaba el tiempo de la amarga Pasión de su divino Hijo y como el pensamiento de la muerte de su amado Jesús hacían que sus poros produjesen un frío sudor.
¿Y cómo Ella lo contempla a Él? Ah, la figura tan hermosa y querida de Su amado Hijo, apenas podía ser reconocida ya que había sido desfigurada de una forma terrible y horrible debido al trato inhumano de los furiosos soldados. María vio ante Ella un Hombre joven, cubierto de llagas de la cabeza a los pies. Una pesada cruz descansaba sobre Sus hombros. Una cruel corona de espinas rodeaba Su frente sagrada, hiriéndola sin misericordia alguna, de manera que la sangre fluía continuamente sobre Su sagrado rostro.
Según las Revelaciones de Santa Brígida, Jesús tuvo que limpiarse la sangre de Sus ojos con el fin de ser capaz de ver a Su Bendita Madre. Y así Ella contempló a Jesús cuando se acercaba. Bien podría decir Ella con el Profeta Isaías: «Despreciable y desecho de hombres, varón de dolores y sabedor de dolencias, como uno ante quien se oculta el rostro, despreciable, y no le tuvimos en cuenta.» (Isaías, 53) Con mucho gusto María habría abrazado a Su Divino Hijo, pero, como San Anselmo afirma, «los soldado la arrojaron fuera con rudeza. «
¡Quién nos llevara a lo más profundo del Sagrado Corazón de María! Ah, querida Madre, ¿por qué nos ocultas la inefable tristeza que llena Tu Corazón? Tus amados hijos desean participar en Tu profundo dolor.
Sin duda, Tú estás en silencio, porque Tu dolor va más allá de toda medida. «Grande como el mar es Tu dolor.» (Lamentaciones, 1) ¿Quién puede comprender tal mar? Y si puede ser comprendido, ¿quién podría, en espíritu, sufrir tal dolor sin morir? Mas nuestra amada Madre María fue capaz de soportar este mar de penas sólo a través de un fortalecimiento de la Divina Gracia.
Por lo tanto, alma cristiana, puedes ver que estamos, por así decirlo, como de pie a la orilla de este inmenso mar de los dolores de María. Al igual aquel que está de pie a la orilla del océano, y que solo puede ver de hecho, una pequeña parte, mientras que no puede ver la totalidad de su inmensidad y profundidad, así es también con nosotros si tenemos en cuenta los dolores de la Santísima Virgen. Aquí se puede aplicar lo que se dijo en la primera parte de esta Meditación: «¿Quién puede comprender el amor de Jesús y de María?»
Sólo sabemos esto: que María llevó a los sufrimientos de su Hijo divino en lo profundo del corazón. La toalla de Verónica es, como en el símbolo del Corazón de la Santísima Virgen. Si esa tela, que estaba limpia, tomó tan fiel impresión de la triste mirada de Jesús, ¡cuánto más debe el puro Corazón de María haber recibido y conservado la más verdadera y perfecta representación de los amargos sufrimientos de Jesús!
De entre todos los hombres, solo Ella sabe cómo valorar plenamente la grandeza del sacrificio de Jesús. Ella sabe la grandeza y el significado de cada dolor que soportó Jesús. Su mente iluminada percibió también todas las circunstancias que contribuyeron a que cada dolor tuviese su peculiar amargura y agudeza. Ella vio el furioso el odio en los corazones de todos aquellos que causaron que Su Divino Hijo fuese condenado a muerte, y que ahora lo llevan a ejecutar. Al contemplar como su único, amado, y divino Hijo, era tan odiado, despreciado, y mal tratado, produjo tal tristeza en el Corazón amoroso de María, que esta no puede ser descrita por ángeles o por hombres.
Afectos
Oh Madre dolorosa, María, tú eres grande y sublime en tu profundo dolor; porque este tiene su origen en el amor santo y ardiente de tu Corazón, que no conoció otro amor que el amor de Dios. Ah, amada Madre, este es el amor que deseo en mí. Estar unido por voluntad propia a tu Hijo divino, nuestro sumo Bien, con el más perfecto de los amores.
Te agradezco sinceramente el gran ejemplo de amor por Dios que me has dado en tu indecible tristeza; pero el mero ejemplo, no será suficiente para mí, para alcanzar un alto grado de amor de Dios. Por esto estoy de pie necesitado de una gracia muy grande. ¿Qué es lo que va a hacer que se cure la frialdad de mi corazón y el sopor de mi espíritu, si la gracia no puede hacerlo? Y ¿quién puede implorar por gracia para mí más efectivamente que Tú?
Oh, amorosísima Madre, recuerda, que la Santa Iglesia te llama Madre de Misericordia. Esta misericordia, sin embargo, se vuelve más gloriosa cuando tú la aplicas con los pobres pecadores, que están en gran necesidad de ella. Confiando en tu bondad, tu clemencia y tu poder, te clamo desde el fondo de mi miseria: ten piedad de mí, Oh Madre de Misericordia, y no os canséis de orar por mí, hasta que haya entrado en el Reino de la Felicidad Eterna. Amén.
Rev. Karl Clemens, C.SS.R.
[Traducción de Miguel Tenrreiro. Artículo original]