Un eminente promotor de la Fe católica y apostólica
(catholicae et apostolicae fidei cultor egregius)
Mons Schneider ha visitado el seminario San Vicente de Paul el pasado 8 de diciembre. Nos sentimos muy honrados por recibirle. Nos dio una conferencia sobre San Pio X, que gozosamente publico en mi página. La encontraréis también en la página del seminario San Vicente de Paul.
El santo Papa Pío X, del que celebramos este año 2014 el centenario de su muerte, ha sido y es todavía hoy una gran luz para la Iglesia y para los hombres de los tiempos modernos. Desde la Revolución francesa, la gran revuelta contra Dios y contra Cristo, contra Dios y su Ungido (Sal 2, 2), el rechazo de Jesús y de Su Verdad no ha hecho más que crecer en la sociedad civil hasta nuestro días. Este rechazo muestra de una manera terrorífica lo que es una vida sin Dios y sin Verdad, a saber: la destrucción material, moral y espiritual de la vida humana. La sociedad civil se autodestruye poniendo en lugar de Dios y de Cristo al hombre caído en el pecado, y haciéndole objeto de veneración y árbitro de la Verdad. La verdadera enfermedad de nuestros tiempos es el antropocentrismo, que no hace otra cosa sino conducir a una de las más crueles dictaduras: la dictadura del relativismo teórico y práctico. Visto a la luz de la historia de las religiones, tal antropocentrismo constituye con su hijo, el relativismo, un nuevo paganismo. Desde la Revolución francesa el espíritu del antropocentrismo y del relativismo se esfuerza, bajo las nociones seductoras de los derechos del hombre y de la libertad, por penetrar cada vez más profundamente en el espacio de la vida eclesial, exigiendo a la Iglesia el reconciliarse con el espíritu de la modernidad y del mundo de hoy; y esto significa ni más ni menos que la Iglesia se debe adaptar a los principios del antropocentrismo y del relativismo.
Los que han criticado a san Pío X –incluso dentro de la Iglesia- le han acusado de haberse cerrado al mundo moderno. Sin embargo, nada más falso que esta afirmación. Pío X ha estado siempre abierto a la luz y a la verdad, es decir, a Cristo, y ha abierto totalmente las puertas de la Verdad de Cristo, tanto a la misma Iglesia como al mundo atrapado en la esclavitud de la adoración del hombre. Por eso mismo se ha revelado no sólo como un fiel Pastor de la Iglesia, sino también como un auténtico bienhechor de los hombres, como un Apóstol moderno y un evangelizador fecundo. Mientras tanto, los frutos de su actuar se han visto impedidos por la crisis postconciliar que dura ya 50 años. Su lema: Instaurar todas las cosas en Cristo (Instaurare omnia in Christo: Ef. 1, 10) empieza a realizarse en el seno de la Iglesia, primeramente a nivel de los “pequeños”, en numerosas iniciativas, y en comunidades que no forman parte del stablishment o de la nomenklatura.
Para Giuseppe Sarto (Pío X) la Fe en Cristo era sinónimo de valor para confesarlo frente al mundo sin ningún temor. En su primera carta pastoral como obispo de Mantua, Giuseppe Sarto se fija a sí mismo como un programa para su acción episcopal. Se lo podría resumir de esta manera: ausencia de miedo para denunciar los errores del modernismo, celo para catequizar a los hombres y confianza inquebrantable en Dios. En esta carta pastoral dice, entre otras cosas:
“Hoy en día se ve a tanta gente declarar la guerra al mismo cielo sin ninguna vergüenza, negar misterios y milagros, llegar hasta atacar a Dios en su mismo trono. Lo ponen al mismo nivel que a las criaturas, como siendo parte de ellas; después Le condenan a un destino ciego o se hacen de Él una imagen totalmente falsa y fantasiosa para negar, por último, totalmente su misma existencia. Pero ¿es precisamente ahora cuando debo perder el valor?… La dignidad de la función episcopal es terrible, su peso ha hecho llenarse de pavor a los mismos ángeles. Es preciso tener bien fijas estas verdades delante de nuestros ojos: los obispos deben convertirse en ángeles, no sólo por una vida ejemplar y por la santidad de sus costumbres, sino también por una plenitud de inspiración con la que pueden llenar el alma de los que les han sido confiados, de suerte que sus admoniciones hagan volver a los que están en el error al camino de la salvación, que los tibios sean inflamados con el fuego del cielo, y que los buenos se vuelvan mejores todavía. Frente a mi gran debilidad, esta tarea extremadamente delicada no me retrae en modo alguno. Cuanto más difícil sea, más me fortalecerá la esperanza cristiana, evocando la presencia de Dios que me dirá las palabras dirigidas a Gedeón: Yo estaré contigo; o me repetirá las palabras dirigidas a Abrahám: No tengas miedo. Yo soy tu escudo, y tu recompensa será muy grande” (Carta pastoral del 18 de marzo de 1885).
El lema Restaurar todas las cosas en Cristo (Instaurare omnia in Christo) ha sido, desde su episcopado, el faro de su acción. El progreso espiritual y la verdadera paz en la Iglesia estarán garantizados en la medida en la que Cristo mismo y la Fe católica inmutable, entregada a la Iglesia por Él, ocupen el primer lugar.
Después de su primera visita pastoral en la diócesis de Mantua escribía a sus sacerdotes:
“Deseo veros para despertar en vosotros los principios más sublimes de la Fe. Iré a vosotros para recordaros que Jesucristo es el autor perfecto de nuestra Fe, pues es el mismo ayer, hoy y siempre. Iré a veros para deciros que lo mismo que no hay más que una Verdad y una Fe, no hay más que una Iglesia, la Esposa de Cristo, que es la guardiana del tesoro de la Fe. Iré a veros para aseguraros que no podréis encontrar el descanso y la paz más que en la Fe” (Gianpaolo Romanato, Pío X, op. cit., p. 266).
El verdadero mal de los tiempos modernos está en el destierro de Cristo de la vida social de las gentes. El intento de mantener al margen a Jesús, Su verdad y Su visibilidad, ha comenzado a penetrar en el interior de la Iglesia de diversas maneras, desde finales del siglo XIX. En su carta pastoral de 1887, el joven obispo Giuseppe Sarto analizaba claramente estos errores modernos. Parecía ya un pequeño Syllabus y una anticipación de su encíclica, la más importante, sobre el plan de catequesis, a saber, la encíclica Pascendi. Escribía entonces en esta carta pastoral:
“Muchos cristianos, que no tienen sino un conocimiento superficial de las cosas de la Fe y que practican poco, reivindican el derecho de ser maestros del pensamiento, declarando que la Iglesia debe ya adaptarse a las exigencias de la época; pretenden que sería imposible mantener sus reglas en su integridad original, y que en lo sucesivo las personas más sabias y más prácticas serían las más misericordiosas: es decir, que serían partidarios de sacrificar una parte del antiguo tesoro para salvar el resto. En este cristianismo moderno, en el que la locura de la Cruz está acallada, los dogmas de la Fe deben adaptarse humildemente a las exigencias de la nueva filosofía. El derecho público de ser cristiano debe hacer frente tímidamente a los grandes principios de los tiempos modernos. Incluso si no reniega de sus orígenes y de su pasado debe al menos reconocer la legitimidad de su derrota frente a su vencedor. La norma moral del Evangelio, demasiado estricta, debe ceder el paso a las alegrías y a los ajustes, y la disciplina debe finalmente quitar todas las prescripciones que no hacen más que importunar a la naturaleza humana, a fin de participar ella misma del feliz progreso de las leyes de la libertad y del amor. Estos principios no estarían siendo difundidos exclusivamente por los enemigos declarados de la Iglesia, sino también por aquellos que se autotitulan a sí mismos como “pequeños” en esta misma Iglesia; y después de que estos mismos hayan combatido y se hayan mofado de las leyes de la Iglesia, se sentirán ultrajados si la Iglesia los califica como desertores de sus filas e hijos de sus dolores… Es una falta de fe y de respeto para con la Iglesia el pretender sostenerla con nuestros juicios de corto recorrido. Mantengámonos firmemente en esta verdad: que la Iglesia es de origen divino, y veremos entonces que esta manera de juzgar y de obrar es no sólo vil y cobarde, sino también impúdico y pecaminoso… Yo espero que estos gérmenes mortales no quepan entre nosotros. Pero como el error se asemeja a una planta que debe ser arrancada con su raíz, y que el obispo ha recibido como misión no sólo exhortar, animar, llamar al orden, sino también poner en guardia, os repito de nuevo: vigilad y alejaos de aquellos que se arrogan la misión de aconsejar y decidir las concesiones que la Iglesia debe hacer a las así llamadas necesidades de los nuevos tiempos”.
El verdadero mal de los tiempos modernos está en la falta de respeto hacia Dios y hacia su Voluntad, y todo esto conduce al olvido de Dios mismo (cf. E supremo apostolatu, n. 4). San Pío X describe, en la misma encíclica, más pormenorizadamente esta situación:
“¡La devoción religiosa está siendo atacada por todas partes con extrema desfachatez y con hosquedad, los dogmas de la Fe revelada son negados, se intenta obstinadamente reprimir y anular toda relación entre el hombre y Dios! Efectivamente, con una actitud propia del anticristo según el Apóstol, el hombre ha ocupado el lugar de Dios con una audacia inaudita; y aunque el hombre no ha llegado a borrar de sí totalmente el conocimiento de Dios, rechaza sin embargo a Su majestad. Consagra por sí mismo este mundo visible en el que él ha establecido su templo y se hace adorar por los demás” (n. 5).
La descripción de esta situación del mundo moderno desde hace ya 100 años es aún más válida a los comienzos de nuestro siglo XXI.
San Pío X veía que la tarea particular de la Iglesia en el mundo moderno era “devolver a Cristo al género humano” (E supremo apostolatu, n. 8). En la realización de esta misión la Iglesia no puede ocultar las verdades divinas, sino que debe, por el contrario, proclamar claramente y sin tapujos los derechos de Dios en todos los aspectos de la vida humana.
“Es necesario erradicar totalmente, con todos los medios disponibles, este crimen terrible y abominable (típico de nuestra época) según el cual el hombre ha ocupado el lugar de Dios. Por esto nosotros debemos volver a llevar a su antigua dignidad las leyes más sagradas y las enseñanzas del Evangelio. Debemos proclamar alto y claro las verdades transmitidas por la Iglesia, todos sus documentos sobre la santidad del matrimonio, sobre la educación y la formación de los niños, sobre la posesión y el uso de los bienes (materiales), sobre los deberes de la administración pública” (E supremo apostolatu, n. 9).
El así llamado “modernismo” de la Iglesia, que Pío X ha analizado magistralmente, y que ha condenado solemnemente en su encíclica Pascendi, es, a decir verdad, una traición a Jesús mismo, y una traición a las promesas del Bautismo, puesto que se coloca al espíritu del neopaganismo, del naturalismo y del antropocentrismo en el lugar del honor debido a Cristo. Se trata por tanto, según Pío X, de una guerra civil peligrosa en el mismo seno de la Iglesia, pues se ataca a su propia raíz y a su verdadera alma. En la encíclica Communium rerum de 1909, Pío X describe sin adornos el verdadera estado de esta guerra civil:
“Con una gravedad y una consternación no pequeñas, como nosotros hemos debido denunciar y reprimir, hay otra forma de guerra, a saber, una guerra intestina y doméstica, que es tanto más peligrosa cuanto es poco visible. Esta guerra ha sido desencadenada por dos hijos perversos que se han infiltrado en el seno mismo de la Iglesia para desgarrarla a hurtadillas. Esta guerra apunta directamente a la raíz y al alma de la Iglesia. Apunta a enturbiar todas las fuentes de la devoción y de la vida cristianas, a emponzoñar las fuentes de la enseñanza, a dilapidar el sagrado tesoro de la Fe, a quebrantar los fundamentos de la institución divina, a dar a la Iglesia una nueva forma, nuevas leyes, nuevos derechos conforme a las ideas de sistemas monstruosos; en resumen, a desfigurar a la Esposa de Cristo engalanándola con el vano esplendor de una trabada nueva cultura, llamada sin razón ciencia, y respecto a la que el Apóstol ha puesto, reiteradamente, en guardia: Cuidaos de que nadie os seduzca con su filosofía y sus falsas enseñanzas que no se apoyan más que en una tradición humana y se refieren a los principios mundanos y no a Cristo (I Co 2, 8)” (n. 15).
En la misma encíclica Communium rerum Pío X desenmascara las verdaderas raíces del sistema pseudocientífico del modernismo clerical apoyándose en una lógica irrefutable; estas raíces tienen por nombre: orgullo intelectual, incredulidad y rebelión contra Dios:
“Algunas personas fueron seducidas por esta falsa filosofía y esta exhibición de una ciencia vil y tramposa, aliada con un aplomo desmesurado en la crítica, y se encontraron en su razonamiento bajo el imperio de la nada (Rm 1, 21); y, puesta de lado la buena conciencia, han naufragado en la Fe (I Tm 1, 19). Este nido de errores y de perdición recibe el nombre popular de modernismo en razón de su sed de novedad malsana. Se esconde arteramente en las entrañas de la sociedad moderna, que se ha alejado de Dios y de Su Iglesia, y se insinúa como un cáncer en el seno de las jóvenes generaciones. No es el resultado de un estudio sólido, ni de una verdadera ciencia, tanto menos aun cuanto que no hay contradicción entre la razón y la Fe (Conc Vat II, Const. Dei Filius, cap. 4), sino que es el resultado del orgullo intelectual y de la atmósfera pestilente que se respira, de la ignorancia o del conocimiento confuso de las cosas de la religión. Y esta infección abyecta está alimentada además por un espíritu de incredulidad y de rebelión contra Dios, en donde cada uno se imagina, cogido por esta sed ciega de novedad, bastarse a sí mismo, desembarazarse ostensiblemente y de una manera hipócrita del yugo de la autoridad divina, fabricándose al capricho de sus estados de ánimo una religiosidad confusa, naturalista e individual que no tiene de cristiano más que el nombre y la apariencia, sin poseer la verdad y la vida que hay en ella. En todo esto no es difícil entrever una de las numerosas formas de la guerra eterna que se libra contra la Verdad divina, y que es tanto más peligrosa cuanto sus armas están más hábilmente disimuladas en el nombre de una nueva religiosidad, de un sentimiento religioso, de la sinceridad, de la conciencia, y en la que los charlatanes se esfuerzan en conciliar cosas inconciliables, como por ejemplo las extravagancias de la ciencia humana y la Fe en Dios, la vana frivolidad del mundo y la digna constancia de la Iglesia” (nn. 16-17).
En la encíclica Communium rerum Pío X refuta con una sencillez evangélica y, al mismo tiempo, con gran agudeza, los pseudo-motivos del modernismo que, por razones llamadas pastorales, exige una reconciliación del nuevo mundo pagano y de su espíritu con el espíritu de Cristo y de Su Iglesia. En efecto, tal exigencia significa que hay un temor del mundo y de sus figuras, que se quiere estar en paz -una pseudo-paz-, y que se tiene un complejo de inferioridad en relación al mundo. Pío X nos dice:
“Se equivocan profundamente los que pierden la Fe en medio de la tempestad, porque desean para ellos mismos y para la Iglesia un estado permanente de tranquilidad, de bienestar general, de reconocimiento práctico y unánime de la autoridad sagrada de la Iglesia sin contradicción alguna. Y se equivocan tanto más burda y vergonzosamente los que se imaginan alcanzar esta paz efímera acallando los derechos y los intereses de la Iglesia, abandonándolos por intereses particulares, debilitándolos de manera injusta, queriendo agradar al mundo bajo el pretexto de engatusar a los partidarios de la novedad y acercarlos a la Iglesia. ¡Como si se pudieran conciliar la luz y las tinieblas, Cristo y Belial! Es una quimera tan vieja como el mundo, pero que se actualiza periódicamente y que permanecerá también por mucho tiempo mientras haya soldados flojos, o traidores que deponen las armas al primer ataque, o que se retiran del combate para tratar con el enemigo que es, en esta hora, el adversario irreconciliable de Dios y del hombre” (n. 30).
La gran tentación de los obispos de la época moderna está, según Pío X, en la inacción, en la neutralidad, en los compromisos con la sociedad moderna. Tal actitud de los obispos en absoluto será un amor pastoral y paternal dado que sacrifican los derechos de Cristo y de Su Verdad. Por tanto, los obispos deberían sacrificar sus derechos individuales en la medida en que sea necesario para la salvación de las almas. En la encíclica Communium rerum Pío X afirma a este propósito: “Venerables hermanos, tenéis el deber de resistir con todas vuestras fuerzas a esta funesta tendencia de la sociedad moderna de adormecerse en una vergonzante indolencia, buscando, en medio de una guerra que causa estragos contra la religión, una infame neutralidad que consiste en escapatorias y en compromisos; todo esto en detrimento de la justicia y de la respetabilidad, olvidando el mensaje sin ambigüedades de Cristo: El que no está conmigo está contra Mí (Mt 12, 30)” (n. 31).
En la sociedad moderna los católicos están llamados más que nunca a confesar su Fe en la medida en la que el error y la decadencia de las costumbres van en aumento: “¡Valor, queridos niños! Cuanto más sea atacada la Iglesia por todas partes, y más los falsos príncipes del error y de la perversión moral emponzoñen el aire con su aliento pestilente, mayores serán vuestros méritos delante de Dios, cuando asumís el más pequeño esfuerzo para evitar la contaminación, cuando no dais la espalda a vuestras convicciones, y permanecéis fieles a la Iglesia”.
Los derechos a la libertad y a la igualdad, a la libertad de expresión y a la libertad de prensa, que son fundamentales y, por así decirlo, intangibles en nuestra sociedad moderna, son de hecho engañosos, pues en esta sociedad moderna no se aplican a la Iglesia, ni a Cristo y Su Verdad. Es precisamente contra esta injusticia clamorosa contra la que Pío X ha llamado la atención diciendo: “De hecho, la libertad, o más bien la ausencia de obligaciones, es válida para todos, pero no para la Iglesia; libertad de cada uno para confesar su propio culto, para difundir sus propias formas de pensar, pero no para el católico” (Alocución a los fieles, 23-II-1913).
San Pío X es un promotor y un defensor extraordinario y brillante de la Fe católica y apostólica (catholicae et apostolicae fidei cultor egregius) en el mundo moderno y se revela de esta manera como un modelo a imitar por los Papas y los obispos de nuestro tiempo. Las cualidades típicas de un Pastor de la Iglesia se manifiestan en su configuración con el espíritu de Cristo, en su comportamiento audaz, cara a cara con el mundo, en su defensa de los derechos de Dios.
Después de haber consagrado, el 25-II-1906, en la basílica de San Pedro a catorce obispos franceses que fueron llamados a vivir en un ambiente político agresivamente anticatólico, Pío X les recibió en su biblioteca privada y les dio la siguiente instrucción, que merece reflexión, y que testimonia un ardiente celo apostólico:
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Ceñiros al espíritu de Cristo, dejando de lado toda pasión humana.
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Debéis hacer realidad que nosotros hemos nacido para la lucha. Yo no he venido para traer la paz, sino la espada.
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En vuestros juicios debéis tener en cuenta el espíritu de los verdaderos católicos de vuestro país.
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Debéis salvar los principios absolutos de la justicia y defender los derechos de la Iglesia, que son derechos de Dios.
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Debéis tener presente no sólo la justicia de Dios, sino también aquella del mundo que os observa, a fin de no ir contra vuestra dignidad ni contra los deberes que se os han impuesto.
Para terminar, todavía os diré que envidio vuestro destino, que me gustaría acompañaros para participar en vuestros sufrimientos y vuestras penas, para poder estar siempre a vuestro lado y así consolaros. Con el pensamiento estaré siempre junto a vosotros, y nos encontraremos todos los días en el divino sacrificio de la Misa y delante del Sagrario, donde nosotros encontramos la fuerza para el combate y los medios necesarios para la victoria” (Card. Rafael Merry del Val, San Pío X. Un santo que he conocido de cerca, Verona 2012, p. 29).
La raíz del verdadero mal de la sociedad moderna, y en particular del modernismo de la Iglesia, está en la negación del pecado original, lo que lleva finalmente al naturalismo y al rechazo de Cristo. San Pío X denunciaba esto en la encíclica Ad diem laetissimum, de 1908:
“En efecto, ¿sobre qué principios se apoyan los enemigos de la religión? Empiezan, en primer lugar, por negar la caída original del hombre, así como su depravación. Pretenden que el pecado original y los daños que le siguen son un cuento de hadas. En consecuencia, el nacimiento del mal en el hombre y la necesidad implícita de un Salvador son, igualmente, un cuento de hadas. Partiendo de estos principios se comprende fácilmente que no hay ningún lugar para Cristo, como tampoco para la gracia, ni para nada que esté más allá de la naturaleza. En una palabra: se ha demolido todo el edificio de la Fe” (n. 22).
El Papa Pío XII, que había sido él mismo un estrecho colaborador del Santo Padre, decía en su discurso durante la canonización de Pío X, en 1951:
“Con su mirada de águila que era más penetrante y más segura que la visión de los pensadores de mirada corta, veía el mundo tal como era; veía la misión de la Iglesia en el mundo, veía con los ojos de un santo pastor el deber de la Iglesia en el seno de una sociedad descristianizada, de una sociedad que estaba contaminada o, al menos, asediada por los errores de la época y la perversión del mundo… De natural, nadie le sobrepasaba en dulzura, nadie era más pacífico, más paternal. Pero cuando en él se alzaba la voz de su conciencia pastoral, solo prevalecía el sentido del deber. Éste hacia enmudecer todas las consideraciones de la debilidad humana, ponía fin a todas las tergiversaciones, ponía por obra las medidas más enérgicas, incluso si le producían dolor de corazón. El humilde “cura de pueblo”, como quería a veces que se le llamara, sabía alzarse, con toda la majestad de su sublime autoridad, como un gigante frente a los ataques contra los derechos imprescriptibles de la libertad y de la dignidad humanas y contra los derechos sagrados de Dios y de la Iglesia. Entonces, su non possumus hacía temblar a los poderosos de la tierra, les hacía recular a veces, y llevaba al mismo tiempo la certeza a los que dudaban y el entusiasmo a los pusilánimes”.
En su valiente compromiso por la centralidad de Cristo y Su Verdad en el seno de un mundo hostil, san Pío X ocupa un lugar de privilegio en la lista de los grandes Papas confesores en el curso de la historia bimilenaria de la Iglesia, entre los que se encuentran san León el Grande, san Gelasio I, san Gregorio el Grande, san Nicolás el Grande, san Gregorio VII, san Pío V y el Beato Pío IX. Sin ninguna duda san Pío X merece el título de “Grande”, él, que por sí mismo se consideraba como un párroco de pueblo y que tenía una gran preferencia por los pequeños, autorizando la comunión a los infantes, reforzando en la Iglesia la Fe de los pequeños con su célebre Catecismo, defendiéndola enérgicamente frente a las argumentaciones y a la apostasía del modernismo en el interior de la Iglesia. Por eso se mostró siempre como un promotor extraordinario y supereminente de la Fe católica y apostólica (catholicae apostolicae fidei cultoribus), tomando muy en serio estas palabras del canon de la Misa. Lo que debería hacer todo sacerdote, obispo o Papa, para la mayor gloria de Cristo, y la salvación de las almas inmortales.
[Traducido por: José Luis Aberasturi y Martínez, Sacerdote, para Adelante la Fe. Artículo original]