Monseñor Viganò: Por su propia naturaleza, el peligro que nos amenaza está destinado a ser la más aplastante y derrota

Discurso de apertura del encuentro «En la hora de la buena batalla»

«Et si omnes scandalizati fuerint in te, ego numquam scandalizabor». Mt 26, 33

Este encuentro tiene el honor de celebrarse en una ciudad de glorioso pasado cuyos gobernantes supieron aplicar sabiamente ese buen gobierno que encuentra en la religión el principio que debe inspirar e informar todo reino temporal. La República Serenísima reunió todos los aspectos positivos de la monarquía, la aristocracia y la democracia en un sistema ideado para favorecer la práctica de la Religión, el honrado bienestar de sus ciudadanos, el desarrollo de las artes y los oficios, la promoción del comercio y el intercambio cultural, la prudente gestión de la cosa pública y una sensata administración de la justicia. En tanto que Venecia fue fiel a su alta vocación, prosperó en todas las esferas; pero cuando sus últimos dogos se dejaron corromper por la Masonería y las falsas filosofías iluministas, se vino abajo en el espacio de pocos años, condenada a verse invadida, saqueada y despojada de sus tesoros.

De la historia de la Serenísima podemos extraer una importante enseñanza para nuestros tiempos y una severa advertencia para el destino de nuestra patria y de las naciones en general.

Síntomas de la decadencia de un imperio son la traición de los ideales que lo han hecho grande, la perversión de la autoridad, la corrupción del poder y la resignación del pueblo. Nunca como hoy se ha podido constatar que el destino del mundo entero, y en particular de Europa y los países occidentales, está irremediablemente  marcado  por estos elementos que son antesala inevitable de su decadencia y ruina.

La traición a los ideales, la cultura, la civilización, el saber y las artes tiene su origen en la apostasía de la fe, en el rechazo a dos mil años de Cristiandad y en el deseo de borrar la historia mediante  la cultura de la cancelación. Todo lo que ha dado forma la era cristiana con la sangre de los mártires, el testimonio de los confesores, la doctrina de los doctores de la Iglesia, el magisterio pontificio y el tejido entero de diligente caridad que empapaba todos los ámbitos de la vida es rechazado con vergüenza por los que están vendidos al poder.

La perversión de la autoridad ha hecho que los gobernantes, tanto en el ámbito civil como en el religioso, hagan dejación de funciones y se desvíen del bien común. Por eso, habiendo rechazado el derecho divino de los soberanos y reivindicado el origen popular del poder  en el estado republicano en nombre de presuntos derechos del hombre y del ciudadano, la nueva clase política revolucionaria ha demostrado que está dispuesta a venderse al mejor postor, rebelándose contra Dios y contra aquellos a los que dice representar. Las deslumbrantes promesas de democracia, libertad y soberanía popular se hacen añicos cuando faltan la moral cívica, el sentido del deber y el espíritu de servicio. Nacida como aplicación social de los principios revolucionarios inspirados por la Masonería, el concepto de estado moderno ha demostrado ser una estafa colosal en perjuicio del pueblo, al que se ha arrebatado además el consuelo de una justicia divina que modere los excesos del tirano de turno. El impío grito de ¡Crucifícalo! se perpetúa en el tiempo. Doscientos años después caemos en la cuenta de que semejante fraude se tramó con vistas a hacer creer al pueblo que éste podría determinar el bien y el mal en base a una simple mayoría numérica, prescindiendo de la ley natural y de los Mandamientos cuyo sabio Autor es el Señor. Esta impía torre de babel deja ver cómo se hunden sus cimientos en que parece más poderosa y destructiva. Y eso es un motivo de esperanza para nosotros.

Cae el ídolo de la igualdad, blasfema negación del carácter individual y único de todo ser humano, en nombre de un igualación hacia abajo en la que la diferencia es objeto de suspicacia, la autonomía de juicio es estigmatizada como antisocial, las dotes intelectuales se consideran una culpa, la excelencia profesional es un peligro y el sentido del deber un obstáculo odioso. En esta sombría cárcel sin barrotes tangibles, sólo se reconoce libertad de expresión al pecado, el vicio, el delito, la ignorancia y la fealdad; porque aquello que es único en todo hombre, que lo hace singular y lo eleva por encima de las masas informes es una intolerable demostración de la omnipotencia de Dios, de la infinita sabiduría que refleja su creación, del poder de su Gracia y de la belleza insuperable de sus obras.

Cae igualmente el mito de la falsa ciencia, que se rebela contra la armonía del cosmos divino al igual que quien la inspiró. La humilde búsqueda del conocimiento y de las reglas que gobiernan la creación se ha querido sustituir por la luciferina presunción de demostrar por un lado que Dios no existe y no sirve para salvar a la humanidad, y por otro la necia divinización del hombre, que se considera dueño del mundo cuando apenas puede ser su custodio, según las normas que estableció el Creador. Mientras que la sabia conciencia de la propia fragilidad había permitido grandes descubrimientos en beneficio de la humanidad, el orgullo de la razón engendra hoy monstruos ávidos de poder y de dinero, aunque sea a costa de diezmar la población mundial.

Caen las falsas ideologías del liberalismo y el comunismo, que ya languidecían tras décadas de enormes desastres políticos, sociales y económicos, y actualmente están aliados como fantasmas de sí mismos en el loco designio del Nuevo Orden Mundial. Las proféticas palabras de los papas sobre estas plagas que asolan las naciones quedan confirmadas al constatar que se trataba de dos caras de una misma moneda: una moneda de desigualdad bajo apariencia de igualdad, de empobrecimiento de los pueblos bajo la apariencia de una justa distribución de las riquezas, y de enriquecimiento de unos pocos con la promesa de mayores oportunidades para muchos.

Caen los partidos políticos y la presunta oposición entre izquierda y derecha, hijas de la Revolución y ambas instrumentales para el ejercicio del poder. Habiendo renegado de los ideales que todavía los inspiraban al menos de nombre hasta las últimas décadas del siglo XX, los partidos se han transformado en empresas y terminado por abrir una brecha insalvable entre el programa que los impulsa y las verdaderas necesidades del pueblo. A falta de principios inspiradores y valores no negociables, los partidos se han vuelto a sus nuevos amos, que los financian, a quienes deciden los candidatos, orientan su acción y les imponen sus decisiones. Y si la retórica atribuía al pueblo soberano autoridad para elegir a quienes lo representaran en el Parlamento y reconocía al voto la más alta expresión de la democracia, quienes gobiernan hoy en día miran suspicaces y molestos a quienes querrían expulsarlos mediante el voto.

Cae el sueño de que pueda existir justicia cuando las leyes de los estados no están motivadas por el bien común, sino en mantener un poder corrupto y en la disolución de la sociedad. Y allí donde la Ley de Dios es excluida de los tribunales, rige la injusticia, se castiga la honradez y se premian el crimen y el delito. Cuando no se administra justicia en nombre de Dios, los magistrados legislan en contra del Bien y se hacen enemigos de aquellos a quienes debían proteger y cómplices de aquellos a quienes debían condenar.

Cae el timo de la libertad de información, dejando ver a la desoladora multitud de siervos y aduladores a los que no les importa callar la verdad, censurar la realidad y subvertir los criterios del juicio objetivo en nombre de intereses de partido, del afán de lucro ebrios de una visibilidad efímera. Pero si el periodista, el editor y el ensayista no tienen ya un principio inmutable que los motive, con el Dios vivo y verdadero como parámetro infalible para entender e interpretar lo pasajero, la libertad se vuelve licencia, la sumisión al poder se convierte en la norma y la mentira es la ley universal.

Cae todo un mundo de falsedades, engaños, mentiras, horrores y fealdad que desde hace más de dos siglos se nos viene imponiendo como modelo de todo lo antihumano, antidivino y anticristiano: el reino del Anticristo, en el que el transhumanismo desafía al Cielo y a la naturaleza, con el eterno grito del Enemigo: ¡Non serviam!

Pero lo que estamos presenciando en la actualidad es la esencia de un proyecto descabellado e infernal ontológicamente destinado al fracaso. No es sólo una decadencia, como tantas que han conocido a lo largo de la historia numerosos imperios hoy sepultados bajo cenizas y ruinas de siglos; es el fin de una época que se rebeló contra Dios desde el principio mismo del universo, contra la naturaleza de las cosas, y contra el fin último del hombre. Una época que se ha rebelado contra Dios, al que ha pretendido superar y derrocar; que ha pretendido y pretende blasfemar de Él, eliminarlo no sólo del presente y del futuro, sino también del pasado. Una época forjada por los servidores del Enemigo de Dios y del género humano, las sectas masónicas y los lobbies de poder sometidos al Mal.

Pensaréis que estoy pintando un cuadro resueltamente apocalíptico del presente y el porvenir; un cuadro del Final de los Tiempos en el que los pocos que sigan fieles al Bien serán proscritos, perseguidos y muertos, del mismo modo que persiguieron a Nuestro Señor y a innumerables mártires al principio de la era cristiana. Esta locura no la alcanzan a contrarrestar las ideologías humanas, como tampoco es suficiente una mirada desprovista de trascendencia. La etiqueta de apocalíptico con que nos tildan aquellos que deberían saber muy bien lo reductivo y con frecuencia injustificado etiquetar como negacionista o conspiracionista delata ni más ni menos una visión terrenal en la que la Redención no es sino una opción entre tantas, como el marxismo y otras filosofías. Pero ¿qué debo predicar como obispo que soy sino a «Jesucristo, y Éste crucificado» (1Cor.2,2).

En esta ocasión, mis palabras no quieren manifestar desesperación ni infundir miedo al futuro que se nos presenta por delante.

Es cierto. Este mundo rebelde y sometido al Demonio, sobre todo en cuantos lo gobiernan mediante el poder y el dinero, nos hace la guerra y se apresta a lanzar una feroz y despiadada batalla mientras trata de congregar a tantos aliados como pueda, incluso entre los que prefieren abstenerse de luchar ya sea por miedo o por interés. Promete a cada uno de ellos una recompensa, les garantiza un premio que compense su entrega a la causa, o como mínimo que se abstengan de combatir al bando contrario. Promesas de éxito, de riqueza y de poder que siempre han incitado a muchos a lo largo de la historia: siempre hay treinta monedas de plata listas para los traidores.

Y lo que es más significativo es que mientras el Enemigo declara abiertamente la guerra, todos los que deberían ser nuestros aliados e incluso nuestros generales se empecinan en hacer como si no pasara nada, la niegan y deponen las armas ante el inminente peligro. En nombre de un insensato pacifismo socavan la verdadera paz, que es la tranquilidad del orden, no la rendición cobarde y rebelde a quienes quieren acabar con nosotros. En eso, como dije, consiste la verdadera perversión de la autoridad: en no cumplir su finalidad, y con la complicidad de los moderados, o sea los tibios a los Nuestro Señor vomitará de su boca.

Permitidme que os exhorte a no desistir ni dejaros seducir por cuantos, motivados por el deseo de no ver perjudicado su papel de presuntos mediadores en la perpetuación de un sistema corrupto y corruptor, se empeñan en no querer reconocer la gravedad de la situación y desacreditan a quienes la denuncian tildándolos de complotistas. Si hay un peligro concreto para la salvación de cada uno y de todo el género humano; si hay un cerebro detrás de este proyecto estructurado y organizado; si la actuación de los que lo ponen en práctica está claramente destinada a realizar el mal, entonces la razón y la Fe nos estimulan a descubrir a sus autores, a denunciar sus objetivos e impedir su ejecución. Porque si ante un peligro semejante nos quedamos cruzados de brazos y nos esforzamos en negarlos, nos haremos cómplices y cooperantes del mal y no cumpliremos nuestro deber para con nuestros hermanos en lo que se refiere a la Verdad y la Caridad.

Pero si es indiscutible que este peligro que se cierne sobre los buenos, los íntegros y las personas que se mantienen fieles a Nuestro Señor, es también cierto que, por su propia naturaleza, ese peligro está destinado a la más aplastante y completa derrota, porque no desafía sólo a los hombres, sino al propio Dios, a toda la corte celestial, a las huestes de los ángeles y los santos y a toda la creación. Sí; también la naturaleza, obra admirable de Dios, se rebela contra esa violencia. Y entre la victoria final del Bien, certísima, y este presente tenebroso, nos encontramos nosotros, que con nuestras decisiones haremos posible que Dios pueda contar con los suyos.

No pensemos que este épico conflicto tenemos que organizarnos con meros medios humanos. No nos dejemos convencer de que el impresionante poder de nuestro Enemigo nos derrotará y aniquilará.

Queridos hermanos: ¡no estamos solos! Precisamente porque combatimos contra un Adversario que ha osado desafiar nada menos que al Todopoderoso, el Señor de los ejércitos en formación de batalla, ante la mención de cuyo Nombre tiemblan los cimientos del universo. No sólo eso; cerremos filas en su bando, bajo el glorioso pabellón de la Cruz, persuadidos de que nos espera una victoria inimaginable y un premio que dejará en ridículo todas las riquezas de este mundo. Porque el galardón que nos aguarda es eterno e inmarcesible: la gloria del Paraíso, la eterna bienaventuranza y la vida perdurable en presencia de la Santísima Trinidad. Premio que al realizarse el fin para el cual fuimos creados –glorificar a Dios– recompone en la economía de la Redención el desorden que introdujo el pecado original.

Las armas que debemos aguzar en nuestros tiempos a fin de estar listos para la batalla que se cierne sobre nosotros son vivir en gracia de Dios, recibir con frecuencia los Sacramentos, la fidelidad en el inmutable Depósito de la Fe, la oración –el Santo Rosario en particular–, el ejercicio constante de las virtudes, la penitencia y el ayuno y las obras de misericordia corporales y espirituales, que nos permitirán conquistar para Dios a nuestros hermanos alejados y tibios.

Hagamos caso de la advertencia del Apóstol: «Tomad, por eso, la armadura de Dios, para que podáis resistir en el día malo y, habiendo cumplido todo, estar en pie. Teneos, pues, firmes, ceñidos los lomos con la verdad y vestidos con la coraza de la justicia,  y calzados los pies con la prontitud del Evangelio de la paz. Embrazad en todas las ocasiones el escudo de la fe, con el cual podréis apagar todos los dardos encendidos del Maligno. Recibid asimismo el yelmo de la salud, y la espada del Espíritu, que es la Palabra de Dios» (Ef.6,13-17).

Estas palabras que dirige San Pablo a los fieles de la ciudad de Éfeso valen también, y ante todo, para nosotros, en estos tiempos en que debemos entender que «para nosotros la lucha no es contra sangre y carne, sino contra los principados, contra las potestades, contra los poderes mundanos de estas tinieblas, contra los espíritus de la maldad en lo celestial» (Ef.6,12).

Los organizadores de este encuentro de Venecia han querido hacerlo como una oportunidad de reflexión y como el acto fundacional de un movimiento de renacer espiritual y social. Una llamada espiritual a las armas, por así decirlo, para que nos conozcamos y podamos contar unos con otros, pero sobre todo para dar un testimonio valeroso de esa Fe que, sola, es premisa indispensable de la paz y la prosperidad de nuestra querida Patria. Lo he dicho, lo sigo diciendo y lo reitero: paz Christi in regno Christi.

Y del mismo modo que al celebrar la victoria a de Lepanto sobre los turcos el senado de Venecia rindió públicos honores a Nuestra Señora Reina de las Victorias, atribuyéndole el mérito de la derrota de los enemigos de la Cristiandad, igualmente debemos tener hoy el valor para redescubrir el Evangelio de Cristo y en la fidelidad a sus Mandamientos el elemento fundacional de toda acción –ya sea personal, colectiva, social o eclesial– que aspire al éxito y sea bendecida por Dios.

La ruina de la sociedad antihumana y anticristiana que ha empapado los últimos siglos de la historia es una severa advertencia para cuantos se engañan creyendo que podrán edificar una casa sin colocarla bajo la protección del Señor. «Nisi Dominus ædificaverit domum, in vanum laboraverunt qui ædificant eam. Nisi Dominus custodierit civitatem, frustra vigilat qui custodit eam» (Sal. 126, 1). Esta casa, esta ciudad, solo podrán renacer y resurgir si reinan en ellas el Rey divino y la Reina omnipotente por la gracia, que fueron soberanos de la gloriosa república de Venecia, ante los Cuales el Dogo y los magistrados se representan arrodillados en devoto testimonio del orden religioso y social cristiano. Que ser conscientes de ello sea el motor de toda futura acción vuestra y nuestra.

A todos vosotros y a quienes sabrán recogerse la enseña de Cristo y de la Virgen, os imparto mi más sincera bendición paterna: «In nomine + Patris, et Filii, et Spiritus Sancti. Amen.

+ Carlo Maria Viganò, arzobispo

16 de julio de 2021

Commemoratio Beatæ Mariæ Virginis de Monte Carmelo

(Traducido por Bruno de la Inmaculada)

Mons. Carlo Maria Viganò
Mons. Carlo Maria Viganò
Monseñor Carlo Maria Viganò nació en Varese (Italia) el 16 de enero de 1941. Se ordenó sacerdote el 24 de marzo de 1968 en la diócesis de Pavía. Es doctor utroque iure. Desempeñó servicios en el Cuerpo Diplomático de la Santa Sede como agregado en Irak y Kwait en 1973. Después fue destinado a la Nunciatura Apostólica en el Reino Unido. Entre 1978 y 1989 trabajó en la Secretaría de Estado, y fue nombrado enviado especial con funciones de observador permanente ante el Consejo de Europa en Estrasburgo. Consagrado obispo titular de Ulpiana por Juan Pablo II el de abril de 1992, fue nombrado pro nuncio apostólico en Nigeria, y en 1998 delegado para la representación pontificia en la Secretaría de Estado. De 2009 a 2011 ejerció como secretario general del Gobernador del  Estado de la Ciudad del Vaticano, hasta que en 2011 Benedicto XVI lo nombró nuncio apostólico para los Estados Unidos de América. Se jubiló en mayo de 2016 al haber alcanzado el límite de edad.

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