Nos ha destinado a ser sus hijos

I. El Evangelio de este domingo XVII después de Pentecostés (Mt 22, 34-46) se sitúa en el Martes Santo, un momento en que los enemigos del Señor formaron un frente único y se reunieron para proponerle diversas cuestiones y acusarle basándose en sus respuestas:

«Entonces se retiraron los fariseos y llegaron a un acuerdo para comprometer a Jesús con una pregunta. Le enviaron algunos discípulos suyos, con unos herodianos, y le dijeron…» (Mt 22, 15-16). «En aquella ocasión se le acercaron unos saduceos, los que dicen que no hay resurrección, y le preguntaron…» (v. 23). «Los fariseos, al oír que había hecho callar a los saduceos, se reunieron en un lugar y uno de ellos, un doctor de la ley, le preguntó para ponerlo a prueba…» (vv. 34-35).

La perícopa que hoy leemos se divide en dos partes: la última cuestión presentada, en este caso por un doctor de la ley fariseo, y la pregunta del Señor que ahora toma la iniciativa. Lo que pretendía Jesús con esto era conseguir su silencio demostrándoles que mientras Él había resuelto todas las dificultades que le presentaban, ellos no eran capaces de contestar a una simple pregunta inspirada en el tenor literal del salmo 109: «¿Qué pensáis acerca del Mesías? ¿De quién es hijo?». Ante las palabras de Jesús, el evangelista concluye: «Y ninguno pudo responderle nada ni se atrevió nadie en adelante a plantearle más cuestiones». A continuación Jesús pronuncia su último gran discurso en el Templo, que habría de versar precisamente sobre la denuncia de la hipocresía de los escribas y fariseos y la predicción de su castigo y el de Jerusalén.

No olvidemos que habían pasado apenas dos días desde el Domingo de Ramos, con su triunfo mesiánico, y el Señor les propone una cuestión al respecto de la mesianidad: ¿de quién es hijo el Cristo? Una primera respuesta era el título mesiánico más frecuente: «hijo de David». Pero si es hijo de David: «¿Cómo entonces David, movido por el Espíritu, lo llama Señor diciendo: “Dijo el Señor a mi Señor: siéntate a mi derecha y haré de tus enemigos estrado de tus pies”? Si David lo llama Señor, ¿cómo puede ser hijo suyo?». Según la mentalidad judía, ningún ascendiente podía llamar señor a sus sucesores, sino todo lo contrario, y mucho menos de una manera tan enfática como lo hace el salmo.

El problema se resolvía sencillamente afirmando que el mesías, además de hijo de David según la carne, era Hijo de Dios. El versículo citado alude a la doble naturaleza de Cristo, quien como hombre es hijo de David, pero en cuanto Dios es su Señor. Jesús proclama así claramente la divinidad de su Persona como Hijo eterno y consubstancial del Padre (STRAUBINGER), algo que aquellos judíos no querían reconocer aun cuando en el AT había motivos suficientes para entenderlo. Esta será precisamente la cuestión que iba a plantear Caifás ante el sanedrín cuando buscaban un modo rápido de condenar a Jesús por blasfemo: «Te conjuro por el Dios vivo a que nos digas si tú eres el Mesías, el Hijo de Dios» (Mt 26, 63).

II. Además de su filiación divina, en el salmo citado sobresalen tres ideas o aspectos de Jesucristo glorioso: rey, sacerdote y juez. Cristo es, por tanto, el Hijo de Dios que reina hasta su retorno triunfal y la Epístola (Ef 4, 1-6) nos recuerda que nosotros somos miembros de la Iglesia, su Cuerpo místico. La incorporación a Cristo tiene como exigencia: « que andéis como pide la vocación a la que habéis sido convocados» (v. 1). El Apóstol, cuando señala en otro lugar en qué consiste tal vocación insiste en la caridad y en la filiación divina:

– «Él nos ha destinado por medio de Jesucristo, | según el beneplácito de su voluntad, | a ser sus hijos » (Ef  1, 5). Es decir, que somos destinados a ser hijos verdaderos y no sólo adoptivos, como lo dice S. Juan (« Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos!»: 1Jn 3, 1), tal como lo es Jesús mismo. Y esto sólo tiene lugar por Cristo, y en Él. Es decir que « no hay sino un Hijo de Dios, y nosotros somos hijos de Dios por una inserción vital en Jesús » (STRAUBINGER)

– «Él nos eligió en Cristo antes de la fundación del mundo | para que fuésemos santos e intachables ante él por el amor» (Ef 1, 4)Y el del amor es, en efecto, el más grande precepto de Dios como nos enseña la primera parte del Evangelio de hoy (vv. 43-40):

  • Amar al Dios, referirlo todo a Él, con todo nuestro ser y aceptando todo aquello que Dios dispone según su beneplácito y voluntad.
  • Amar al prójimo, por Dios, en cuanto que es algo de Dios, por pertenecerle a Él, no por sus condiciones o cualidades naturales sino por un amor de caridad sobrenatural.

Siguiendo este camino de la filiación divina, acudamos a Santa María, Madre de Dios y Madre nuestra: Ella nos enseñará a abandonarnos en el Señor, como hijos suyos, para caminar de modo digno a nuestra vocación a la santidad.

Padre Ángel David Martín Rubio
Padre Ángel David Martín Rubiohttp://desdemicampanario.es/
Nacido en Castuera (1969). Ordenado sacerdote en Cáceres (1997). Además de los Estudios Eclesiásticos, es licenciado en Geografía e Historia, en Historia de la Iglesia y en Derecho Canónico y Doctor por la Universidad San Pablo-CEU. Ha sido profesor en la Universidad San Pablo-CEU y en la Universidad Pontificia de Salamanca. Actualmente es deán presidente del Cabildo Catedral de la Diócesis de Coria-Cáceres, vicario judicial, capellán y profesor en el Seminario Diocesano y en el Instituto Superior de Ciencias Religiosas Virgen de Guadalupe. Autor de varios libros y numerosos artículos, buena parte de ellos dedicados a la pérdida de vidas humanas como consecuencia de la Guerra Civil española y de la persecución religiosa. Interviene en jornadas de estudio y medios de comunicación. Coordina las actividades del "Foro Historia en Libertad" y el portal "Desde mi campanario"

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