La Liturgia del tiempo pascual nos presenta la figura de Cristo como Buen Pastor. El mismo Jesús habla de la Iglesia como de un rebaño cuyo pastor es Él mismo: los cristianos le pertenecen, los guarda celosamente y es para ellos fuente de vida y salvación.
En el Evangelio de la Misa del cuarto Domingo de Pascua se lee parte del discurso recogido por San Juan en el que nuestro Señor se da a sí mismo este título (Forma Ordinaria, Ciclo B: Jn 10, 11-18). Y esta elección resulta especialmente apropiada porque fue en los días posteriores a la Resurrección cuando el Salvador de los hombres estableció y consolidó su Iglesia: «hasta el día en que fue recibido en lo alto, después de haber instruido por el Espíritu Santo a los apóstoles que había escogido; a los cuales también se mostró vivo después de su pasión, dándoles muchas pruebas, siendo visto de ellos por espacio de cuarenta días y hablando de las cosas del reino de Dios» (Hch 1, 2-3).
Subió Cristo a los cielos pero dejó otros pastores visibles que en nombre suyo apacentarán la grey de la Iglesia: el Papa, los obispos, los sacerdotes. Cada uno de ellos ha de ser pastor bueno como Jesucristo y vivir adornado de las mismas cualidades que Él nos enseña. Los fieles han de ser dóciles y fieles a la voz del Buen Pastor y de los verdaderos pastores puestos por Él al frente de la Iglesia; los pastores de la Iglesia, hemos de apacentar el rebaño que Dios nos ha confiado y hacerlo como Dios quiere (cfr. 1Pe 5, 1-4).
Es interesante poner de relieve que las palabras de Jesús se pronunciaron en un contexto polémico: la disputa iniciada a raíz de la curación del ciego de nacimiento. Antes, Jesús se sirvió de la imagen de la Luz para condenar a los fariseos como ciegos obstinados. Ahora viene a descalificarlos como guías espirituales del pueblo mediante esta parábola en la que Él mismo se define como la única Puerta de las ovejas y como el Buen Pastor que da la vida por ellas, para darles Vida eterna.
Esta era, además, una imagen mesiánica desde el Antiguo Testamento; los profetas había desautorizado a los falsos pastores de Israel que esquilmaban el rebaño y abandonaban a las ovejas y había anunciado en nombre de Dios la promesa de suscitar pastores según su Corazón. «Y os daré pastores según mi corazón, que os apacentarán con ciencia y doctrina» (Jer 3, 15). Por tanto, junto al modelo del Buen Pastor, Jesús también advierte contra los pastores asalariados.
«Apacentar es, ante todo, adoctrinar»[1]. La distinción entre el buen pastor y el mercenario, llega hasta nuestros días. Por eso se comprende el lamento, muy extendido de los que se quejan cuando en la Iglesia se introduce la confusión doctrinal. No solo porque circulan con ligereza opiniones dispares sino porque falta la orientación de muchos pastores. Desde los más diversos ámbitos se presentan como doctrina de la Iglesia ideas y prácticas contrarias a la misma y los fieles están sometidos a la continua desautorización práctica de lo que se proclama en la doctrina o en la legislación canónica.
En esta situación, para la defensa de la fe sin caer en posturas subjetivas arbitrarias, es necesario actuar guiados por criterios o normas superiores que nos dan la orientación auténtica de la jerarquía de la Iglesia, de los buenos pastores. Podemos sintetizar esas normas en dos criterios que fueron expuestos con toda claridad en la década de los setenta por el Obispo don José Guerra Campos en un popular programa de Televisión[2]:
- Todos debemos conocer las verdades de fe ya formuladas. Cuando el Magisterio de la Iglesia universal propone de forma definitiva la doctrina de la fe y la moral, sus afirmaciones son inmutables. Nosotros encontramos esas verdades en el Credo, en las profesiones de fe, en los catecismos autorizados… Nadie puede sustituir ni suprimir una sola verdad de fe no uno solo de los principios morales así definidos. «Pues sea maldito cualquiera –yo, o incluso un ángel del cielo- que os anuncie un Evangelio distinto del que yo os anuncié. Si alguno os anuncia un evangelio distinto del que habéis recibido ¡caiga sobre él la maldición!” (Gal 1, 8-9)».
- Las normas de disciplina y las aplicaciones prácticas es lo único que puede variar pero solo por decisión de la autoridad de la Iglesia. La obediencia a las normas vigentes es voluntad de Dios y preserva la libertad contra las arbitrariedades. En algún caso, además, (como en la Eucaristía o la Confesión) el cumplimiento de las normas condiciona la validez de los Sacramentos y ningún sacerdote ni otro fiel se atreverá a no respetarlas si conserva la fe en el misterio de salvación que es la Iglesia.
Recordemos, por último, que no debemos prestar oído a la confusión sembrada desde los medios de comunicación que anuncian cambios previsibles o inminentes, haciéndose eco de diversas opiniones, a veces recogidas incluso de labios de obispos y cardenales, o aprovechando el tono coloquial de algunas expresiones. Menos aún, hay que esperar cambios en prácticas disciplinares que tienen su fundamento en la propia revelación como la que impide que los divorciados vueltos a casar civilmente se acerquen a los Sacramentos hasta que no regularicen su situación ante la Iglesia.
«Jesucristo es el mismo ayer, hoy y para siempre. No os dejéis llevar de doctrinas diversas y extrañas» (Heb 13, 8-9).
Las verdades de la fe –la doctrina católica- nos dicen lo que Cristo es y lo que Cristo hace. Por eso no puede ser buen cristiano el que no ama las verdades de la fe y no procura ajustar su vida a ellas mediante una continua conversión.
Una vez más, a la Virgen Samta María le pedimos que sea columna sobre la que se sostiene la solidez de nuestra fe y de las enseñanzas que hemos recibido para vivir de tal manera en la Iglesia militante mientras estamos aquí en la tierra que podamos formar parte un día de la Iglesia triunfante en el Cielo.
Padre Ángel David Martín Rubio
[mks_separator style=»solid» height=»5″ ]
[1] San Pío X, Acerbo nimis.
[2] Cfr. José GUERRA CAMPOS, El Octavo día, Madrid: Editora Nacional, 1973.