Pecado y redención, a propósito del extraño “jubileo de la misericordia”

Marianna Nepos era una joven frívola de la región piamontesa del Canavese. Le gustaban los hombres. Y por no hacer las cosas como Dios manda, un día de 1857 nació Pino, hijo de Marianna y de padre desconocido. Pino se crió como un chico vivaz y honrado, y con ganas de trabajar arduamente para ganarse el pan. Creyente, al menos en Dios, pero con una pizca de anticlericalismo. En 1882 conoció a Marietta S. en una localidad de la cercana comarca de Monferrato. Se casaron el mismo año en el santuario de la Virgen de los Siete Caminos. Y así, con tres años de diferencia entre sí y una regularidad absoluta nacieron Carlo, Cecilia, Luisa, Alberto y Magda. No tenían más recursos que los brazos para trabajar. Carlo emigró a América y no se volvió a saber más de él. Cecilia se formó su propia familia. Luisa se trasladó a Francia y, de vez en cuando, llegaba al pueblo alguna noticia de su aventura.

Alberto era muy formal y de buen corazón. Para ganarse la vida, trabajó de aprendiz y de bracero, y más tarde fue aparcero. A los 28 años se casó con Teresa. Al año siguiente, 1921, tuvieron una niña, a la que bautizó María y a la que quería como su más preciado tesoro. María crecía sana y reservada, muy prudente y buena, con la fe en el corazón y la pureza en el rostro. La habían bautizado María como su abuela Marietta y, desgraciadamente, como su bisabuela Marianna, la canavesana de vida alegre y frívola. Cuando conoció la historia de ésta, la jovencísima María se recluyó más todavía en una vida retirada y laboriosa, rogándole a la Virgen que le abriera camino para el futuro.

Magda se casó muy temprano, con un joven de apenas 24 años que murió durante la Primera Guerra Mundial en el altiplano de los Siete Municipios. De esta forma se encontró viuda a los 20 años con un hijo, Beppe, que se hizo dominico adoptando el nombre de San Vicente Ferrer. En el convento lo llamaban el duque por su porte alto y majestuoso. Era, además, elocuente e inteligente. Fue capellán militar en Yugoslavia al principio de la Segunda Guerra Mundial, y regresó en 1945… con una mujer, después de haber colgado el blanco hábito de Santo Domingo. Desde aquel día, Beppe fue un inadaptado toda la vida, un infeliz, un desgraciado, y pasó mucha hambre junto con su compañera.

Mariuccia, la hija de Alberto, se casó en 1946 con un joven de mucha bondad y rectitud, manso y humilde de corazón. Un año más tarde nació Luca, y María y el papá Edoardo cuidaron con celo singular de su queridísimo pequeñín. Trabajaron y vivieron con humildad y confianza en la Divina Providencia, gracias a una maestra y a sacerdotes doctos y santos a los que reconocieron como regalos de Dios, y que enamoraron a Luca de Jesús y de su Iglesia.

Luca creció con un carácter agradable y firme, reservado como su madre y tenaz como su padre. Era bastante estudioso y capaz de apasionarse únicamente por todo lo relacionado con Dios. A los 7 años fijó para siempre el centro de su vida en Jesús, primero y último amor, único amor de su vida. No quiso otros amores a partir de entonces: sólo Jesús para siempre. Dedicó la vida a conocerlo, a amarlo, a darlo a conocer y amar. En el colegio, como profesor de letras, en sus escritos, millares de ellos para hablar del Señor, único Salvador del mundo, en la santa Iglesia Católica, única Iglesia verdadera de Cristo.

Luca nunca conoció personalmente a Beppe, pero de cuando en cuando el ex fraile dominico, atormentado por el hambre, se dirigía a él para pedirle algún dinero con que pagar las facturas o comprar lo necesario. Un día le escribió a Luca y le dijo: «Ahora como seglar estás haciendo lo que yo debería haber hecho como sacerdote y predicador. El buen Dios te ha puesto en mi lugar».

Entonces Luca se dio cuenta de que Jesús lo había escogido y lo había hecho objeto de un intercambio, con un amor de sustitución, y que debía  difundir la verdad y congregar las almas en torno a Jesús en el lugar de aquel infeliz que había traicionado al divino Maestro. Su estupor llegó al límite cuando, en medio del dolor por estar alejado de sus queridísimos padres (2007-2008) María y Edoardo, tuvo noticia por cartas encontradas en casa de las aventurillas de Marianna Nepos, la tatarabuela canavesana, y de la tía abuela Louise, pecadora por la fragilidad de la carne.

Entonces comprendió por qué su querida madre María había querido ser tan reservada y pura. Entendió también por qué se le había concedido ser también hombre de un solo Amor –Jesús– y de nadie más. Ser virgen como San Juan, el discípulo predilecto: para cumplir una misión di sacrificio, de reparación y dedicación.

* * *

San Pablo Apóstol escribió en la epístola a los Hebreos: «Sine effusione sanguinis non fit remissio» (no hay perdón sin derramamiento de sangre, Heb. 9, 22). La Ley Suprema exige que cuando se peca sea necesario que otro pague. Nadie puede tomarse el pecado con actitud frívola, como parece que puede pasar con este extraño jubileo de la misericordia. Urge la expiación. Digan lo que digan los supuestos sabios actuales, Jesús, el Hijo de Dios hecho hombre, vino para expiar los pecados del hombre.

En el Evangelio de San Mateo (Mt. 1,17) está escrito: «Abrahán engendró a Isaac…», y así sucesivamente durante 42 generaciones hasta llegar a Jesús. «En esta genealogía –leemos en el comentario del padre Marco Sales O.P., biblista y exégeta– San Mateo menciona a tres pecadoras: Tamar, Rahab y Betsabé, así como a una pagana, Rut, a fin de ayudar a entender que la Redención de Jesús se extiende a los pecadores y a los paganos». Es decir, que ni siquiera en  su genealogía, mejor dicho, entre sus antecesores, rechazó Jesús a las mujeres de vida irregular o cargadas de pecado.

Como vemos, estas cosas han sucedido con frecuencia en la historia de los santos a lo largo de los 2000 años de la era cristiana. Y así sucedió en la singular historia de un hombre actual, Luca R., como acabamos de relatar. Historia de pecado y de martirio cruento en la cruz y en diversos patíbulos, de martirio blanco en la ardiente ofrenda de una vida joven a Nuestro Señor, al incomparable Amigo divino, Dios-hombre, el sumo y eterno Sacerdote de Dios y de la humanidad: Jesús, que nos amó a cada uno más que a Sí mismo y merece nuestro sacrificio supremo para una gloria eterna.

L. Tabor

[Traducido por J.E.F]

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