El siglo oscuro de la Iglesia

La Iglesia ha conocido numerosas épocas de crisis, y siempre salió airosa de ellas gracias a la asistencia divina.

Nos enseña nuestra Fe que el Papa es el Vicario de Jesucristo en la Tierra. Es la piedra sobre la que Cristo ha edificado su Iglesia, contra la que no prevalecerán las puertas del Infierno.

Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre, es un misterio que se define como unión hipostática; dicho misterio nos desorienta muchas veces durante su vida, y de manera especial durante su Pasión, cuando su naturaleza divina se ocultaba dejando traslucir apenas la humana, que padecía terriblemente, como enseña San Ignacio de Loyola, y parecía más un gusano que un hombre, como dice Isaías. Los propios Apóstoles se escandalizaron, perdieron el espíritu de la Fe y renegaron de Jesús, no llegando a entender y reconocer que el Mesías pudiese parecer a simple vista derrotado y humillado.

La Iglesia es Cristo, que continúa en la Tierra a lo largo de la historia después de su ascensión al Cielo. Ella también se compone de dos elementos: 1º) El divino (el principio que la fundó, o sea Cristo y el fin al que tiende, es decir el Cielo y la contemplación de Dios cara a cara) y 2º) el humano (los miembros que la componen, esto es los fieles y la jerarquía).

A través de la historia de la Iglesia se han escrito páginas gloriosas y otras no muy agradables, e incluso francamente horribles. De no ser por la virtud teologal de la Fe en su origen divino y en la protección que recibe de Jesús «todos los días, hasta el fin del mundo», podríamos escandalizarnos y llegar incluso a perder la fe, sin la cual es imposible agradar a Dios, como dice San Pablo.

Aunque el Papa es un hombre, cuenta con la asistencia infalible de Dios, pero únicamente en determinadas condiciones muy concretas que no quitan ni añaden nada a la débil y caduca condición humana. El mismo San Pedro renegó de Jesús no una sino hasta tres veces («no conozco a este hombre»). De ahí que, por lo que respecta a Jesús, la Iglesia y el Papa, sea importante tener siempre presente su doble composición: el lado humano, que es por tanto deficiente, y el divino, que como tal es impecable. Si uno se fija sólo en el primero, caerá en el racionalismo naturalista y renegará de la fe teologal; si, en cambio, sólo se presta atención al segundo, es inevitable deslizarse hacia un pneumatismo cátaro-protestante (una iglesia compuesta de meros santos), mentalidad que lleva igualmente a la perdición (todo exceso es un defecto).

En las épocas oscuras de la Iglesia, algunos ponen el grito en el cielo escandalizados y creen que ha llegado a su fin1. Pues bien: también los judíos creyeron que se había acabado Jesús y colocaron una lápida sobre el Santo Sepulcro y soldados haciendo guardia, pero cuando Jesús resucitó de entre los muertos y venció al mal con su aparente derrota en la Cruz, los ángeles retiraron la piedra. El cristianismo es la religión de la victoria mediante la pérdida también, y sobre todo, de la propia vida. Por eso no hay lápida que valga. Deberíamos haberlo aprendido de la historia: la Iglesia crece y se fortalece justo cuando parece aniquilada. Las metidas de pata, o peor aún, los errores de los hombres que conforman la Iglesia, sobre del clero y la jerarquía, constituyen la prueba irrefutable de su indefectibilidad.

Sin ninguna duda los católicos somos papistas, ya que la única Iglesia que fundó Cristo la cimentó sobre San Pedro y sus sucesores (los pontífices). Nos distinguimos de los protestantes y de toda secta herética y cismática porque no consideran a San Pedro su principio y cimiento con verdadera primacía jurisdiccional. Eso sí, sin negar las cosas nada edificantes que puedan cometer los papas como humanos que son o como doctores privados ni las ambigüedades o errores que puedan subsistir en las enseñanzas no normativas –y por tanto sin asistencia infalible- del Sumo Pontífice. Por tanto, no se debe reaccionar al deterioro que padece el mundo católico cambiando de religión o de iglesia.

Quien cree saberlo todo y tener la certeza innegable de cómo son las cosas, yerra; sobre todo en una situación tan sombría e incierta como la actual, que no ha tenido parangón en toda la historia de la Iglesia. Toda respuesta (incluida la mía), solución o tentativa no deja de ser parcial y tiene sus luces y sus sombras. Sólo la Iglesia jerárquica puede tener la última palabra. Por eso, como afirma San Agustín, si non vis errare, nolli velle scrutare.

La presente crisis conciliar y postconciliar es un misterio tremendo. Ahora bien, el misterio es lo que supera la razón humana; la sobrepasa pero no la contradice. Por consiguiente, esforcémonos por hacer segura nuestra vocación por medio de buenas obras, como dice San Pedro. Dicho de otro modo: hagamos lo que siempre ha hecho la Iglesia, como dijo San Vicente de Lerins en su Conmonitorio (cap.III), rechazando las novedades que nos han acarreado esta confusión dogmática, moral y litúrgica.

El siglo X, conocido como el siglo oscuro de la Iglesia

La historia de la Iglesia nos brinda innumerables ejemplos que podemos estudiar con miras a resolver el problema de la hora presente, que agita las olas que azotan el ambiente eclesiástico, en particular del Concilio para acá. El más notable es el llamado siglo oscuro.

Los historiadores llaman al siglo X el siglo oscuro o siglo de hierro de la Iglesia2. Por eso, algunos preferirían correr un velo de silencio sobre esos oscuros pontificados, sepultándolos en el olvido3.

A mí también me gustaría hacerlo, pero la situación que se ha creado con la crisis modernista me obliga a afrontar de mala gana el mencionado siglo con una finalidad apologética bien precisa: extraer una enseñanza moral para los que vivimos en este periodo de crisis eclesiástica análogo al Siglo de Hierro. Es más, en ambos periodos históricos ha habido papas que no han tenido la voluntad de hacer bien a la Iglesia, 1º) por ser meros señores temporales que no aspiran a otra cosa que el bien de su propia familia o 2º) porque, siendo modernistas, les gustaría alterar la naturaleza de la Iglesia.

Vamos a estudiar, pues, este siglo de hierro de la Iglesia. No para denigrarla, sino para no volver a cometer ahora los errores de entonces: 1º) la adulación y el servilismo de obedecer órdenes ilícitas, que pueden provenir incluso de las autoridades eclesiásticas (pensemos en el caso del papa Formoso, cuyas ordenaciones sagradas  fue consideradas sin dudas positivas inválidas durante unas tres décadas por varios pontífices4, y 2º) declarar inválido a un pontífice, como hizo entonces la nobleza romana, que deponía a un papa para elegir a otro.

En crisis como esta hay que limitarse a creer y hacer lo que siempre ha enseñado y hecho la Iglesia (S. Vicente de Lerins, Conmonitorio, III,5), rehuyendo las novedades, las anomalías, las cosas extrañas y la despreocupación por el bien común de la Iglesia5, que excepcionalmente pueden infiltrarse en la jerarquía y llegar hasta el vértice mismo.

Jesús quiere que la Iglesia esté gobernada por San Pedro y sus sucesores «todos los días hasta el fin del mundo» con una cadena apostólica que jamás ha sido interrumpida (sucesión apostólica y apostolicidad de la Iglesia).

Con todo, la Iglesia ha sido instituida para todos y está al alcance de todos los fieles. De ahí que también la valoración de sus elementos constitutivos (por ejemplo, la validez de un pontífice elegido) debe llevarse a cabo en base a un criterio accesible a todos y no reservado a una élite como los filósofos y los teólogos, porque la Iglesia es una sociedad sobrenatural fundada por Cristo para la eterna salvación de todos los hombres, sea cual sea su raza, edad y condición social, y cuenta con la asistencia de Él «todos los días, hasta el fin del mundo» (Mt.28,20).

Desde un punto de vista filosófico, la aceptación de facto de un tirano temporal que se ha hecho con el poder equivale a una convalidación o sanación en la raíz que lo convierte en un gobernante legítimo; análogamente, en el plano teológico, si un papa de dudosa elección es aceptado por la Iglesia esto lo hace indiscutiblemente legítimo: «La aceptación indiscutida de un pontífice por parte de toda la Iglesia es señal y efecto infalible de la validez de su elección y pontificado»6.

Por último, la tesis del papado material y no formal (por la ausencia del deseo del bien común de la Iglesia) ya se encuentra en el siglo XIV en Conrado de Gelnhausen, teólogo conciliarista alemán de la Universidad de París en su Epistola concordiae, dirigida al rey de Francia en mayo de 1380. El teólogo parisino aporta una sutil distinción al afirmar que «el Pontífice puede no ser del todo papa, en caso de fallecimiento; o bien, no ser papa sino parcialmente, por haber perdido la gracia; en todo caso, el pontificado no muere: istud caput (Papa) potest quandoque simpliciter non esse, scilicet per mortem; quandoque secundum quid, scilicet a gratia deficiendo, licet papatus non moriatur» (Epistula concordiae, c. III). Como podemos ver, esta teoría prevé el pontificado material en caso de que falte gracia, fe o voluntad de hacer el bien común de la Iglesia. Si un pontífice es hereje o no desea el bien común de la Iglesia no es formalmente papa; lo es sólo materialmente, y por eso no muere el Papado.

Monseñor Michele Maccarrone comenta: «El doctor parisino utiliza la expresión deficiente sive in esse naturae [totalmente] sive in esse gratiae [sólo formalmente]». Esto recuerda al concepto heterodoxo del Papado que Wiclef llevó al extremo7. El Papa ya no sería cabeza visible, necesaria y en acto de la Iglesia, sino algo puramente accidental que puede no estar presente en acto por falta de fe o de la recta voluntad de obrar con vistas al fin de la Iglesia, aunque secundum quid o en potencia, e impidiendo de ese modo que la Iglesia deje de existir.

Que podemos aprender del siglo oscuro de la Iglesia en la presente situación bajo el yugo de Bergoglio

Así como hoy existen quienes sostienen que para ser verdaderamente pontífice hay que tener la voluntad objetiva de empeñarse en el bien común de la Iglesia, es necesario estudiar este periodo de tiempo, que duró unos ciento cincuenta años de papas que no tuvieron como aspiración el bien común de la Iglesia sino el de su noble familia, y sin embargo la Iglesia los ha reconocido como verdaderos pontífices. Por consiguiente, la realidad y la práctica de la Iglesia desmienten la tesis mencionada.

En Italia, al verse privado el Papado de su protector natural –el Imperio–, se sumió en una profunda impotencia y se convirtió en instrumento de las familias nobles de Roma, las cuales se sirvieron de los pontífices durante casi todo el siglo X para acrecentar su poder instalando en la Cátedra de San Pedro a sus favoritos y familiares.

«El papa que se suele considerar el primero del periodo en cuestión murió víctima de asesinato en el año 882. Al terminar esta edad oscura, en el año 1046 hubieron de ser depuestos tres papas simultáneos mutuamente rivales. Mientras tanto, no menos de cuarenta cinco papas y antipapas guiaron la Iglesia romana, la mayor parte de ellos durante pocos años. Habiendo transcurrido mil años, es difícil determinar cuáles de ellos fueron pontífices legítimos y quiénes antipapas. (…) Durante aquellos ciento cincuenta años fueron depuestos no menos de quince, algunos después de su muerte, catorce fallecieron en la cárcel, en el exilio o asesinados, y siete fueron expulsados de Roma o despojados de su autoridad pontificia. En aquellos tiempos la Iglesia conoció seis cismas»8.

Juan VIIII (872-882)

En el año 875 falleció Luis II, bisnieto de Carlomagno. Era el último representante de la llamada línea italiana de la dinastía carolingia. El Papa tenía que escoger entre los carolingios orientales (germánicos) y los occidentales (franceses). Juan VIII, a la sazón pontífice, optó por los franceses, ganándose con ello las iras de la nobleza romana, partidaria de los germánicos. Pero el emperador de la rama francesa, Carlos el Calvo de Francia, falleció en 877, y al año siguiente el Sumo Pontífice se desplazó a Francia para recabar, ayuda del nuevo emperador, Luis el Tartamudo († 879), pero no lo consiguió y se vio solo frente la facción de la nobleza que prefería la dominación germánica.9 Nada más regresar a Italia, el Papa se vio obligado a abandonar precipitadamente Roma. En 881 tuvo que coronar a Carlos el Gordo, descendiente de los carolingios germanos.

Parece ser que Juan VIII «murió envenenado por un pariente suyo ávido de heredar los tesoros del Pontífice, y rematado a martillazos»10.

Formoso (891-896)

Antes de ser elegido papa, Formoso11 era obispo de Portus Romanus y adversario de Juan VIII. Por añadidura, «en 876 se lo acusó de participar en una conjura urdida por la facción proalemana para expulsar de Roma a Juan VIII, y se lo redujo al estado laico. En 833, el papa Marino lo había rehabilitado, y Adriano III lo restituyó a su sede de Portus»12. El derecho canónico de entonces prohibía cambiar de diócesis a los obispos, pues se consideraba que el prelado había contraído nupcias con su diócesis y no podía pasar a otra sin romper el vínculo esponsal con su antigua y verdadera diócesis. Por esa razón, Formoso fue acusado de abandonar Portus para pasar a Roma, con lo que la legitimidad de su pontificado fue puesta en duda y objeto de debate en un horrendo proceso en el que se llegó a exhumar su cadáver. Sin embargo, el Papa está por encima de los obispos y no sólo tiene jurisdicción sobre su diócesis de Roma, sino sobre todas las del mundo. Por eso, era perfectamente lícito que pasara de su diócesis a la de Roma, como quedó establecido en el derecho canónico posterior a las diatribas formosianas.

En política se mostró vacilante. Primero coronó emperador a los duques de Spoleto Guido († 891) y Lamberto (†898), para más tarde recurrir al carolingio Arnolfo para lo ayudara contra ellos, y lo coronó emperador en 896. Esto acarreó desató las iras que se descargaron tras su muerte contra su cadáver bajo el pontificado de Esteban VI.

«Roma se convirtió en escenario de desórdenes, y encerraron a Formoso en el Castillo de Sant’Angelo. Posteriormente fue puesto en libertad por Arnolfo, que se había apoderado de Roma. Pero mientras avanzaba contra Spoleto, se sintió enfermo y se vio obligado a regresar a Alemania. Esto permitió que los partidarios de Spoleto volvieran a Roma sedientos de venganza, y el Papa no pudo librarse de ellos sino al morir. Su sepulcro fue sacrílegamente profanado por la facción espoletana, que en 897 desenterró su cadáver y lo sometió a un macabro proceso judicial a título póstumo presidido por Esteban VI. Formoso fue declarado ilegítimo junto, y todos los actos por él realizados declarados nulos»13.

Esteban VI

El papa Esteban VI mandó exhumar y arrastrar hasta un tribunal el cadáver del papa Formoso acusándolo de haber cambiado de diócesis. Y eso que el propio Esteban VI había sido obispo en otro lugar antes de ser elegido al solio de S. Pedro. Junto con su tribunal, conocido como cadavérico, anuló todos los actos del pontificado de Formoso.

Esto dio lugar a un levantamiento popular en el que el pueblo romano terminó encarcelándolo y estrangulándolo.

Pero el caso no terminó ahí, y continuó habiendo enfrentamientos, incluso con violencia, entre formosianos y antiformosianos. Esteban VI consideraba inválidas las ordenaciones de sacerdotes y prelados realizadas por Formoso. Durante unos treinta años se escribieron obras sobre el proceso a Formoso y sobre si sus actos habían sido válidos o no.

Por el espacio de tres décadas imperó la confusión, y Roma se vio zarandeada por cambios constantes de pontífices.

Juan X

Antes de ser papa, había sido arzobispo de Bolonia, y más tarde de Rávena, y lo había ordenado sacerdote Formoso. Por eso, resolvió formalmente la cuestión de la licitud del cambio de diócesis por parte de los prelados y defendió la conducta y la validez de los actos de Formoso.

Por último, se ocupó de garantizar la independencia del Papado frente a las casas nobiliarias romanas, si bien éstas lo depusieron, encarcelaron y mandaron matar14.

Juan XI (931-936)

La eminencia gris de la nobleza romana era la senadora Marozia († 936), que consiguió instalar en el solio pontificio a su hijo Juan XI, de apenas veinticinco años, si bien quien realmente ejercía la autoridad en Roma era su hermano el príncipe de los romanos Alberico II (932-954), el cual se valía para acrecentar el poder de su familia.

«Alberico mandó encerrar a su madre en el castillo de Sant’Angelo y a su hermano Juan XI en Letrán, dejándolo a cargo de cuestiones meramente espirituales. Poco después, Marozia moría en la cárcel y Juan XI fallecía con tan sólo treinta años»15.

Conviene señalar no obstante que precisamente durante el pontificado de Juan XI se dieron los primeros contactos de Roma con el monasterio de Cluny, de lo cual surgió la reforma gregoriana de Hildebrando de Soana, que en 1073 llegaría a ser papa con el nombre de Gregorio VII.

El abad Odón de Cluny tuvo que ponerse en contacto con Juan XI a fin de obtener la primera aprobación pontificia de Cluny, dado que «no tenía otra opción; no podía dirigirse a un pontífice más digno»16.

Es necesario contentarse con el papa efectivo que gobierna en acto la Iglesia, sin la pretensión de aspirar a un pontífice ideal que sólo existe en nuestro intelecto y no en la realidad.

Juan XII (955-964)

Era hijo del príncipe de los romanos Alberico II y nieto de la senadora Marozia. Con apenas dieciocho años lo instalaron en el trono de San Pedro para beneficio de la familia marociana, no mirando al bien de la Iglesia. Aun así, está considerado papa legítimo en el Liber pontificalis.

La conducta de Juan XII, que fue «más príncipe temporal que papa, porque instaló en la sede petrina la frivolidad de un señor mundano»17, no sólo rebosaba costumbres bastantes inmorales, sino que estaba «plagada de blasfemias, y por norma se desantendían las funciones inherentes al cargo eclesiástico»18. Los nobles antimarocianos se quejaban, pero no por virtuosos, sino porque el poder político y eclesiástico había cambiado de manos. Otón I el Grande (936-967), que se hizo coronar por Juan XII en 962 pero al año siguiente se dio cuenta de que el pontífice apoyaba en secreto a los enemigos del Imperio, convocó en San Pedro un conciliábulo que lo sometió a proceso y depuso, colocando en su lugar al antipapa León VIII. Juan consiguió salvar la vida gracias a una rocambolesca fuga y murió con 27 años19.

Juan XIV (983-984)

Mientras tanto, Otón II (967-983) había sucedido a su padre Otón I, pero los romanos no miraban con buenos ojos la presencia del Emperador en la Urbe. A Otón II, sin embargo, esto no le preocupaba, y trasladó a Roma a Pietro, obispo de Pavía, y lo hizo elegir papa con el nombre de Juan XIV, el cual tuvo un breve pontificado. A raíz de una revuelta de los romanos terminó preso y murió en la cárcel.

Gregorio V (996-999) Y Silveste II (999-1003)

El emperador sucesivo, Otón III (983-1002), llamado a Roma como poderoso auxiliador, nombró a dos papas seguidos. El primero era primo suyo, con sólo 23 años, adoptó el nombre de Gregorio V. El segundo había sido maestro suyo, y tomó el nombre de Silvestre II. Los romanos tampoco apreciaron a ninguno de los dos pontífices impuestos por Otón y expulsaron de Roma a Gregorio V en el mismo año de su elección oponiéndole al antipapa Juan XVI (997-998). Otón reaccionó y en 998 depuso a Juan XVI y nombró a Silvestre II en 999, pero los romanos se levantaron en 1002 y expulsaron a Otón, que murió casi enseguida y sólo mantuvieron a Silvestre en el trono pontificio un año más.

La segunda mitad del siglo X estuvo condicionada por la rivalidad entre la familia nobiliaria romana de los Crescenzi y la de los condes de Túsculo. Los Crescenzi aspiraban a dominar el Papado y el Imperio, pero no tardaron en ser depuestos por los condes del Túsculo, emparentados con el príncipe Alberico descendiente de Marozia, que «concentraba en sus manos todo el poder, incluida la potestad para nombrar papas»20. Consiguieron imponer tres pontífices seguidos que eran de su agrado: Benedicto VIII, de los condes del Tuscolo (1012-1024), su hermano Juan XIX (1024-1032) («se considera que su elección fue simoniaca21»), y el sobrino de éste, que tenía 20 años, Benedicto IX (1032-1045)22. Parecía que el Papado «se había convertido en bien hereditario de una única familia aristocrática»23.

«En 1046, el emperador Enrique III mandó declarar depuestos a estos tres papas y que se eligiera a Clemente II. A la muerte de este último fue reelegido Benedicto IX, que al año siguiente fue obligado a abandonar el cargo»24.

A pesar de ello, el Papado se vinculó más estrechamente con el movimiento cluniacense, que había llevado a la Iglesia a la cima de su esplendor con San Gregorio VII.

Con todo, antes de llegar a ello el Imperio libró al Papado del dominio de las familias nobiliarias romanas y dio inicio al movimiento que conduciría a la Reforma Gregoriana.

Benedicto IX era muy mundano y había llegado a pensar en algunos proyectos de matrimonio, razón por la que fue obligado a dimitir25. Ante todo, los Crescenzi le opusieron el antipapa Silvestre III (1045), que no duró mucho en Roma. El joven Benedicto IX de la familia Túsculo «Fue obligado a ceder a cambio de dinero su dignidad pontificia al pudiente arcipreste romano Juan de Graciano, padrino suyo, que reinó con el nombre de Gregorio IX (1045-1046), pero de tal manera que se ganó fama de simoniaco26. En diciembre de 1046 se reunió en Sutri un sínodo dirigido por el emperador germánico Enrique III, el cual se concluyó en Roma y obligó al simoniaco Gregorio VI a dimitir y despojó al antipapa Silvestre III de su condición episcopal. Finalmente, se confirmó la abdicación del tercer pontífice de Benedicto IX, de la familia condal de Túsculo.

Petrus

1 Padre Reginaldo Garrigou-Lagrange explica que los Apóstoles en el momento preciso en que su Maestro efectuaba la Redención, no vieron sino el lado humano de las cosas (Gesù che ci redime, Roma, Città Nuova, 1963, p. 337), y se escandalizarón como estaba predicho. El teólogo dominico añade: «Este misterio de la Pasión y Resurrección continúa en cierto modo en la Iglesia. Jesús la ha creado a imagen suya y, si permite que atraviese terribles pruebas, le permite también que resucite de una manera, se podría decir, más gloriosa deespués de recibir los golpes mortales que le asestan sus adversarios» (Íbidem, p. 353). Obsérvese que los golpes que ha soportado la Iglesia a lo largo de los siglos han sido mortales, y en apariencia muere, pero siempre resucita más hermosa, “sin arruga ni mancha”. Todo lo que hay que hacer es esperar, en vez de reemplazarla con un remedio que resulte peor que la enfermedad».

2 Cfr. K. Bihlmeyer – H. Tuechle, Storia della Chiesa, vol. 2, Il medioevo, Brescia, Morcelliana, VII ed., 1983, § 88, pp. 76-87.

3 M. Greschat – E. Guerriero, Il grande libro dei Papi, Cinisello Balsamo, San Paolo, 1994, Vol. I, cap. IX, H. Zimmermann, I Papi del “secolo oscuro”, p.160.

4 Arnaldo X. Da Silveira, Può esservi l’errore nei documenti del Magistero ecclesiastico?, “Cristianità”, nº 13, 1975.

5 Por ejemplo, la colegialidad espiscopal que merma el primado del Papa, se enseñó durante el Concilio Vaticano II (Lumen gentium nº 22) de modo pastoral y no infalible y, de forma muy parecida, aunque menos clara, también semejante al error del conciliarismo, no sólo radical, sino también mitigado.

6 F. X. Wernz – P. Vidal, Jus canonicum, Roma, Gregoriana, 3 vol. 1923-1938, tomo II, p. 437, nota 170; cfr. F. Suárez, De Fide, disp. X. Sez., V, n. 8, p. 315. El cardenal Louis Billot enseña: «En la hipotética posibilidad de un papa considerado hereje, la adhesión de la Iglesia Universal siempre será de por sí señal infalible de la legitimidad de tal o cual pontífice» (De Ecclesia Christi, Roma, Gregoriana, 1903, vol. I, pp. 612-613).

7 M. Maccarrone, Vicarius Christi. Storia di un titolo, Roma, Lateranum, 1952, p. 226.

8 M. Greschat – E. Guerriero, Il grande libro dei Papi, Cinisello Balsamo, San Paolo, 1994, Vol. I, cap. IX, H. Zimmermann, I Papi del “secolo oscuro”, p.159.

9 Cfr. I Papi e gli antipapi, Milán, Tea, 1993, voce Giovanni VIII, escrita por Silvio Solero, p. 47.

10 I Papi e gli antipapi, Milán, Tea, 1993, entrada Giovanni VIII, escrita por Silvio Solero, p. 48.

11 Cfr. M. Bacchiegia, Papa Formoso. Processo al cadavere, Foggia, 1983; G. Domenici, Il papa Formoso, in La Civiltà Cattolica, n. 75, 1924, vol. I, pp. 106-120, 518-530, vol. II, pp. 121-135.

12 I Papi e gli antipapi, Milán, Tea, 1993, entrada Formoso, escrita por Silvio Solero, p.49.

13 I Papi e gli antipapi, Milán, Tea, 1993, entrada Formoso, escrrita por Silvio Solero, p.49.

14 I Papi e gli antipapi, Milán, Tea, 1993, entrada Giovanni X, escrita por Silvio Solero, p.52.

15 I Papi e gli antipapi, Milán, Tea, 1993, entrada Giovanni X, escrita por Silvio Solero, p.52.

16 M. Greschat – E. Guerriero, Il grande libro dei Papi, Cinisello Balsamo, San Paolo, 1994, Vol. I, cap. IX, 14 I Papi e gli antipapi, Milán, Tea, 1993, entrada Giovanni X, escrita por Silvio Solero, p.52.

15 I Papi e gli antipapi, Milán, Tea, 1993, voce Giovanni X, a cura di Silvio Solero, p.52.

16 M. Greschat – E. Guerriero. Il grande libro dei Papi, Cinisello Balsamo, San Paolo, 1994, Vol. I, cap. IX, 20 M. Greschat – E. Guerriero, Il grande libro dei Papi, Cinisello Balsamo, San Paolo, 1994, Vol. I, cap. IX, H. Zimmermann, I Papi del “secolo oscuro”, p.173.

21 I Papi e gli antipapi, Milán, Tea, 1993, voce Giovanni XIX, a cura di Silvio Solero, p. 58.

22 Cfr. L. L. Ghirardini, Il papa fanciullo: Benedetto IX (1032-1048), Parma, 1980.

23 M. Greschat – E. Guerriero, Il grande libro dei Papi, Cinisello Balsamo, San Paolo, 1994, Vol. I, cap. IX, H. Zimmermann, I Papi del “secolo oscuro”, p.168.

24 I Papi e gli antipapi, Milán, Tea, 1993, entrada Benedetto IX, escrita por Bruno Andreolli, p. 58.

25 M. Greschat – E. Guerriero, Il grande libro dei Papi, Cinisello Balsamo, San Paolo, 1994, Vol. I, cap. IX, H. Zimmermann, I Papi del “secolo oscuro”, p.169.

26 M. Greschat – E. Guerriero, Il grande libro dei Papi, Cinisello Balsamo, San Paolo, 1994, Vol. I, cap. IX, H. Zimmermann, I Papi del “secolo oscuro”, p.169.

(Traducido por Bruno de la Inmaculada)

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