Las palabras sobre la homosexualidad en los seminarios que pronunció el papa Francisco durante la asamblea general de la Conferencia Episcopal Italiana que se celebró a puerta cerrada el pasado 20 de mayo han sido objeto de comentario por todos los medios de prensa. Palabras que ha sorprendido no sólo por el lenguaje, como mínimo vulgar, utilizado por el Pontífice, sino también porque la ocurrencia que soltó pareció indicar un cambio de rumbo respecto al «¿quién soy yo para juzgar» del comienzo de su pontificado.
Según una razonable reconstrucción del blog Messainlatino, la intención del Papa era bloquear, o al menos frenar, un texto de la Conferencia Episcopal Italiana que, contraviniendo las normas vigentes, permitiría el libre acceso a los seminarios y las órdenes sagradas de personas con tendencias homosexuales «no arraigadas». En un artículo de Libero del pasado 29 de mayo, Antonio Socci observó una llamativa retractación de la línea impuesta por el cardenal Zuppi a la conferencia episcopal que él preside. El contraste sería también político, porque, en vísperas de las elecciones europeas, Zuppi se habría posicionado con la izquierda, en tanto que el Papa simpatizaría con Georgia Meloni. El teólogo progresista Vito Mancuso ha escrito que el pontificado de Francisco se caracteriza por sus grandes promesas y escasos resultados. «Recuerda al de Pío IX, que empezó suscitando grandes esperanzas y terminó con la mayor de las intransigencias (…) La impresión que da es la de una lenta decadencia» (…) ().
En el blog Il Cammino dei Tre Sentieri del 30 de mayo pasado, Corrado Gnerre toma las contradicciones del pontificado como punto de partida para invitar a reflexionar sobre el misterio del primado petrino, y por tanto de la realidad de que la Iglesia siempre está gobernada por Jesucristo, que no permitirá jamás que zozobre en la tempestad.
Podemos añadir que son muchas las tempestades que ha capeado la Iglesia a lo largo de su historia. Por ejemplo, en el siglo XI, cuando la corrupción estaba generalizada hasta en la misma jerarquía eclesiástica, pero la Providencia hizo que surgiera un movimiento de cristianos íntegros y fervorosos que se desvivió por la reforma de las costumbres y por la sana doctrina. Entre ellos encontramos a San Pedro Damián (1007-1072), abad del monasterio de Fonte Avellana y autor en 1049 del Liber ghomorrianus, obra en la que no vaciló en destapar los escándalos eclesiásticos de su tiempo denunciando con lenguaje enérgico y a veces crudo el vicio contra natura, el «cáncer de la infección sodomítica» que, según San Pedro Damián, causaba estragos «como una bestia sanguinaria el redil de Cristo».
La mencionada obra ha sido reeditada [en italiano] por Edizioni Fiducia, y recomiendo su lectura, precisamente por su actualidad.
San Pedro Damián está convencido de que el más grave de todos los pecados es la sodomía, término en el que engloba a todos los actos contra natura, que tienen por objeto la satisfacción del placer sexual desvinculándolo de la procreación. Para él, los culpables de sodomía debían ser desprovistos inexorable y definitivamente de cargos, títulos y dignidades eclesiásticos. Sería preferible –afirma– que la sociedad quedase sin sacerdotes o las diócesis sin obispos a ser pastoreados por sodomitas. La sodomía es peor que la blasfemia, porque se opone al orden mismo de la creación, y es hasta peor que el apareamiento del hombre con animales, ya que en el caso del bestialismo sólo se condena un alma, mientras que el sodomita hace que se condene otra persona. «Si no se ataja de inmediato con mano firme este vicio tan tremendamente ignominioso y abominable –dice– se abatirá sobre nosotros la espada de la cólera de Dios, llevando a muchos a la perdición».
En 1057, el papa Estaban IX nombró a San Pedro Damián cardenal obispo de Ostia, y el monje de Fonte Avellana, consciente de sus nuevos deberes como príncipe de la Iglesia, dirigió las siguientes palabras a los cardenales: «Todos tenéis ante vuestra vista la decadencia de un mundo que corre hacia la ruina, resbalando por una pendiente hacia el Infierno. (…) La disciplina, custodio titular del orden eclesiástico, ha desaparecido; el sacerdocio es profanado y escandaliza al pueblo. El derecho canónico es conculcado, y el ministerio sacerdotal ha dejado de estar al servicio de Dios para dedicarse a placeres innombrables (…) ¿Hay algún lugar donde no se vean asaltos, robos, perjurio, disipación, sacrilegio…?»
San Pedro Damián murió en Faenza en la noche del 22 al 23 de febrero de 1072. Su cadáver fue inhumado junto a los peldaños del presbiterio, pero a lo largo de los siglos fue objeto de varios traslados y actualmente sus restos reposan en la catedral de Faenza en una capilla que le está dedicada. Desde el momento de su muerte fue venerado universalmente como santo. León XII lo honró proclamándolo doctor de la Iglesia (Costitución Providentissimus Deus del 1º de octubre de 1828).
Ha pasado casi un millar de años, y la Iglesia sigue constituyendo un misterio, pues tiene por Fundador a Jesucristo, así como naturaleza divina y naturaleza humana íntimamente ligadas entre sí. Pero a diferencia de Jesucristo, que no sólo es perfecto en su divinidad sino también en su humanidad, la Iglesia, santa e inmaculada, se compone de hombres sujetos al pecado. Aunque la Iglesia no es pecadora, en su interior conviven santos y pecadores. Hay momentos de su historia en que está impregnada de santidad, y momentos en que la dejación de sus miembros la sume en la oscuridad y da la impresión de que Dios la ha abandonado. Pero Él nunca la abandona. La Iglesia no muere; supera las pruebas más difíciles y avanza invicta en la historia hacia la Parusía, triunfo final en la Tierra y en el Cielo, cuando se una definitivamente a su divino Esposo.
(Traducido por Bruno de la Inmaculada)