Si me remonto a la llamada plenitud de los tiempos encuentro a un hombre encendiendo fuegos para calentar a su familia de los crueles fríos invernales. El hombre protegía a un recién nacido y a su esposa. Y si me traslado a los inhóspitos desiertos, también veo a ese hombre justo encendiendo fogatas, principalmente por las noches, en protección de su amadísima esposa, la Virgen María y del Bebito Dios. Claro que me refiero a San José. Esas imágenes que llamaría físicas esconden demasiado.
A quien vino del cielo a traer fuego a la tierra, pues su deseo no fue otro que verla arder en Su caridad, lo vemos calentado por su padre.
El Niñito Dios incendia inicialmente dos corazones: el de Su Madre, María Santísima, y el de Su padre putativo, el Señor San José. De modo que algo está clarísimo: que nadie puede obviar esos dos canales si quiere también arder en el Sagrado Corazón de Jesús. Si el Fuego que desde el cielo vino para arder en la tierra eligió antes que nada formar centro de incendio en dos únicos corazones, es por esos dos corazones que quiere elevarnos de la tierra al cielo.
Desde los albores de la humanidad se libran batallas entre dos fuegos: el Fuego del Espíritu y el fuego del infierno. Ambos fuegos buscan abrazar a las almas, uno para que ardan de amor en una gloria que no tendrá final, el otro para que ardan de odio en una eternidad henchida de horrores. ¡Y qué notable: quien ha quedado como grandísimo encargado de manejar el fuego de la caridad que hace frente y liquida con plenísima seguridad al fuego infernal, es el Glorioso San José, pues él es -y así lo ha declarado formalmente la Santa Madre Iglesia- el Terror de los demonios! Para vencer el fuego del infierno es preciso tener en grado eminente otro fuego capaz de vencerlo. Y sin San José no lo tuviera, vanamente se lo llamaría Terror de los demonios. El merecedor del título indicado ha recibido tantísimo poder del Corazón de Jesús, que quien acude a él en caso de estar ardiendo en pasiones infernales, quedará librado de ellas para ser recibido en un fuego que arde en amores celestiales.
Es notable que unos de los primeros que hablaron de San José, aunque despectivamente, fueron los judíos: ofendían a Cristo llamándolo “el hijo del carpintero”, y así también, por supuesto, ofendían al padre de ese hijo. Y he advertido y lo comparto sin desarrollarlo -no es este el momento-, que serán los mismos judíos quienes, cuando al final Israel se convierta conforme está profetizado en el Apocalipsis, tendrán gran devoción a San José. Llorarán compungidos y repararán al Corazón de Jesús, mediante San José. Llorarán recordando la ofensa traducida en la despectiva frase “hijo del carpintero”, y reconociendo la potestad de quien es Terror de los demonios y unidos a él, pasarán a detestar a Satán, demonio que, antes de dicha conversión, no deja de ser padre de ellos. De modo que cuando se dé la conversión aludida, los judíos hechos católicos, bajo el manto del Padre Putativo del Salvador vencerán a quien antes fuera su padre infernal. Será el Glorioso Patriarca, el Varón Justo y Poderosísimo, el Carpintero celestial antes despreciado, quien sirviéndose de la madera de la Cruz triunfante haga arrodillar a Israel y que se vuelva a Dios para rendirle adoración.
Y María Santísima… Su Corazón encendido en caridad y misericordia. No hay estrella en el inconmensurable espacio sideral que no sea fuego ardiendo. Y con toda razón, a ella, a la escogida de Dios, se la llamó Stella Maris: porque arde con especialísimo fuego. Todo el calor junto de todas las estrellas existentes es hielo comparado al fuego con que María arde e ilumina. Si Dios, Infinito Fuego de Caridad, complaciente descendió al vientre de María, con cuánto más complacencia amó vivir por siempre en el tabernáculo sacratísimo de su corazón.
¿Quién más que María Santísima y San José conocen y aman sin igual al Corazón de Cristo? Solo en las diabólicas herejías tiene lugar el efectuar una separación entre padres e hijo. ¡Qué locura, ¿verdad?! Quien eligió venir a este mundo encarnándose en las purísimas entrañas de la Santísima Virgen María, y quien eligió por padre putativo al Señor San José; quien vivió junto a ellos años y años: ¿acaso va a descartarlos fuera de este mundo? Quien los eligió para que le ayuden en esta Tierra, ¿no los va a elegir para que le ayuden en el cielo? El pensamiento del descarte es una ofensa al Dios Trino.
Tres Corazones en llamas: el Sagrado Corazón de Jesús, Caridad misma, Fuego ardentísimo. El Corazón Inmaculado de María, Corazón sin igual, encendido en misericordia. El Corazón castísimo de San José, quien sin parangón conoce y ama como nadie a los Corazones del Divino Salvador y de la Reina de todo lo creado.
Ante las desolaciones, arideces y duras pruebas; ante la tristeza que nos sale al paso y la angustia que busca ahogarnos; ante la rebelión pasional, viajemos a Belén con nuestra mente y con nuestro corazón. Acerquémonos con humildad al Glorioso Patriarca que está avivando el fuego de los leños. Mirémosle suplicantes, pidamos su auxilio y su fuego. Entonces nos conducirá a su Esposa y al Niño Dios, pues en ellos está el fuego de él. Que en todos los momentos, ora sean de alegría o sean de desconsuelo, ora sean de serenidad o de batallas, nos anclemos junto a Tres Corazones ardientes, pues María y José, transportados de amor, nos darán a gustar a Aquél al que la Iglesia llama “horno de ardiente caridad” (“fornax ardens caritatis”).