La Iglesia Modernista sigue hablando con descaro de Primavera Eclesial y de la vuelta a la pureza de los orígenes, una vez desmanteladas y anuladas todas las estructuras que, a lo largo de los siglos y siempre según ella, han ido ahogando y apagando el Espíritu. A lo que añade también la necesidad de adecuarse al Mundo moderno, de adaptarse a las modernas filosofías y de ubicar los dogmas a la altura de la racionalidad humana a fin de hacerlos accesibles al hombre de hoy. En este último sentido, ni siquiera ha vacilado en cambiar la Moral cristiana, tal como fue promulgada y salida de la boca del mismo Jesucristo, por un extraño sentido de adaptación al pensamiento moderno. Sentido de adaptación que tampoco ha dudado en utilizar conceptos eminentemente cristianos —como el de misericordia— para intentar burlar la Ley divina.
La triste verdad, sin embargo, es que los hechos están ahí, duros como el sepulcro (Ca 8:6), sin que nadie pueda negarlos. Y la realidad de lo que ahora puede verse, como decía el poeta Rodrigo Caro, no es otra cosa que los campos de soledad, mustio collado que un día fueron Itálica famosa y ahora, con inmenso dolor, son el único objeto de la contemplación de Fabio. Y es que, en efecto, la Iglesia será siempre la misma, puesto que no puede perecer, pero sin duda que es diferente de la que existió hasta el Concilio Vaticano II. Por más que las nuevas generaciones no puedan imaginarla porque jamás llegaron a verla.
Pero, ¿cómo es posible que alguien pueda pretender que la Iglesia de la Gran Apostasía sea más auténtica que la que durante veinte siglos luchó contra las herejías? ¿A tanto han llegado el poder de la seducción y la claudicación humana, como para que se pretenda imponer al conjunto de los fieles que piensen que es blanco lo que a la vista está que es negro, o que admitan que es negro lo que están contemplando como que es blanco?
¿Que algunos se ven forzados a vivir de la nostalgia y a sentirse abrumados entre sollozos y llanto…? ¿Y cómo podría ser de otra manera…? Esos que lloran ciertamente saben que la Iglesia está ahí, puesto que es indefectible y las Puertas del Infierno no pueden vencerla (Mt 16:18). Lo cual, siendo tan cierto, no puede ser obstáculo para que a veces sea difícil reconocerla y encontrarla. Como si, al igual que el Esposo de El Cantar, también Ella hubiera desaparecido, siquiera sea momentáneamente, de la vista de quienes forman parte de Ella y son su Cuerpo (Ca 3: 1–3):
Y así, igual que la esposa buscaba al Esposo por la noche, lo mismo hace el amante hijo de la Iglesia. Por la noche, ciertamente, porque todo parece indicar que se ha cernido la oscuridad sobre el mundo y ya nadie puede trabajar (Jn 9:4). Y es una búsqueda ansiosa entre sueños porque todo en ella se asemeja a una pesadilla, mitad realidad y mitad lúgubre fantasía, de la que a toda costa se desea despertar.
Ocurren hechos en la Historia de la Salvación que generalmente pasan desapercibidos. En parte por la misma grandeza de los sucesos y en parte también por las mismas limitaciones de la naturaleza humana, que no da más de sí una vez que ha llegado a cierto punto. Sin embargo todo está previsto en el Plan de Dios, permitido y preparado por Él para el bien de los elegidos. Solamente el hombre espiritual es capaz de comprender, al menos hasta cierto punto, la mente de Dios (1 Cor 2:16), hasta llegar a conocer, conducido por el mismo Espíritu, la verdad completa y el verdadero sentido de todo lo que le rodea (Jn 16:13).
Negarse a reconocer las responsabilidades de un cargo, o tratar de rechazarlas, lejos de ser una prueba de humildad o de grandeza de ánimo, más bien proporciona motivos para pensar lo contrario. Aunque el Papa Francisco parece no querer reconocerse como Pedro, el lema de San Malaquías se muestra decidido —curiosidades y misterios de la Historia— a encasquetarle el nombre para convertirlo, quieras que no, en el único Papa de la Historia que ha llevado el nombre del Príncipe de los Apóstoles.
Por el contrario, el Papa Francisco insiste en que es el Obispo de Roma. Lo cual, como todo el mundo sabe, es absolutamente cierto. Aunque de todos modos resulta extraño su empeño en resaltar tal condición de Romano, como si deseara enfatizar este segundo nombre, a fin de poner en un segundo plano al del Príncipe de los Apóstoles. Y es entonces cuando extrañamente de nuevo interviene el lema, de tal manera que alguien quizá preguntaría: Pero, ¿por qué? ¿Y con qué objeto? ¿Tal vez para llamar la atención acerca de ese énfasis, al parecer intencionado, y denunciar la existencia de alguna oculta intención? Difícil saberlo. Es lo cierto, sin embargo, que es precisamente esa divisa la que hace aparecer el nombre de Petrus, por primera y última vez en la lista de Papas que han jalonado la larga historia de la Iglesia. ¿Obispo de Roma? Ciertamente que sí, aunque también sucesor de Pedro y Papa de toda la Iglesia: Petrus Romanus, el último de los que gobernarán la Iglesia, según la relación de San Malaquías, una vez llegado el fin de los Tiempos.
Ni el lenguaje profético ni el de la Revelación son enteramente ajenos a la ironía, como puede comprobarse fácilmente acudiendo a los Libros Sapienciales del Antiguo Testamento. Cuando los hombres se empeñan en escribir la Historia con sus propios renglones torcidos, a fin de adaptarla a sus deseos, Dios se complace en utilizar tales renglones para redactarla de la forma co–recta, tal como ha sido delineada por sus designios: No os engañéis: de Dios nadie se burla (Ga 6:7). La ironía de buena voluntad —como es la de nuestro caso— es un instrumento de comunicación, propio de los seres racionales, motivado ordinariamente por dos sentimientos: uno pedagógico, cuya principal intención es la de enseñar, y otro de burla, con carácter punitivo a la vez que curativo.
Pero la equiparación de algunos gestos del Papa Francisco con otros también peculiares de San Pedro no termina aquí. La semejanza de las formas de proceder del primero con algunas muy sobresalientes y conocidas del segundo —que ponen en evidencia un paralelismo de caracteres en diversos y variados puntos— sobrepasan lo imaginable. Circunstancia que puede dar pie para pensar que ha sido aprovechada por el texto profético de San Malaquías a fin de hacer hincapié, quieras que no, en la condición petrina del Papa Francisco. Dicho esto, ya podemos relatar que, según una tradición bien asentada, y una vez desatada la persecución de Nerón, San Pedro se dejó convencer de la necesidad de ocultar su presencia y de esconder el ejercicio de las facultades de su cargo como Jefe de la Iglesia. Por lo cual trató de abandonar la capital del Imperio, dando lugar con ello al entrañable episodio —¿leyenda o realidad?— del Quo vadis, Domine?
Sin embargo, según cuenta la Leyenda, la respuesta que obtuvo San Pedro en las admonitorias palabras Voy a Roma, a morir por segunda vez, fue suficiente para dejar bien claro que un Pastor del Rebaño de Jesucristo no puede privar a las ovejas que le han sido encomendadas del consuelo de su presencia personal como tal Pastor, ni mucho menos hurtarles los cuidados que está obligado a prestarles por razón de su cargo. Es indudable que el primer deber de un Pastor para con sus ovejas es el de estar dispuesto a conducirlas y a marchar delante de ellas, sin privar al Rebaño de la confianza y seguridad que solamente de él puede obtener, a través de su presencia y de sus amorosos cuidados.
Y tal parece como si la intención del Papa Francisco al tratar de difuminar el papel del Papado como Poder Monárquico y Supremo en la Iglesia, no fuera otra que la de reforzar la idea de la colegialidad en el Gobierno Eclesial. De ser así, el problema queda de todos modos intacto en la medida en que afecta a la constitución divina de la Iglesia y a la situación de los fieles, además de que no corresponde tratarlo aquí.
Sucede con los grandes hombres algo tan obvio como fácil de olvidar: que no por ser grandes dejan de ser hombres. De ahí que, por lo general, ofrezcan el aspecto de ser un conglomerado de virtudes y defectos, en el que predominan unos u otros según la talla del personaje y el momento histórico en que se desenvuelve su vida. En este sentido, no hay sino reconocer que San Pedro es uno de los humanos más singulares que han pasado a la Historia: contiene en su haber el suficiente bagaje de actos generosos y heroicos, junto a otros que denotan cobardías y hasta lamentables traiciones. Afortunadamente, lo que verdaderamente importa aquí es la respectiva dosificación de acciones buenas o malas y, sobre todo, el momento preciso de la vida en que son realizadas, que es lo que califica al gran hombre como genial o como villano según el antes o el después en que sus obras son llevadas a cabo. Respecto a quienes los contemplan y tratan de imitarlos, la clave consiste en saber copiar sus virtudes y hacer caso omiso de sus defectos, que es lo que sucede cuando existe nobleza de alma en los seguidores y admiradores; o por el contrario, en hacer de sus defectos norma de la propia vida, en el caso de que predomine en ellos la mezquindad.
En este sentido, un hecho sucedido en los tiempos apostólicos, conocido como el incidente de Antioquía y que tuvo como principales actores a San Pedro y San Pablo, es altamente aleccionador. Lo cuenta el mismo Apóstol de los Gentiles en su Carta a los Gálatas: Pero cuando vino Cefas a Antioquía, cara a cara le opuse resistencia, porque merecía reprensión. Porque antes de que llegasen algunos de los que estaban con Santiago, comía con los gentiles; pero en cuanto llegaron ellos, comenzó a retraerse y a apartarse por miedo a los circuncisos. También los demás judíos le siguieron en el disimulo, de manera que incluso arrastraron a Bernabé al disimulo. Pero, en cuanto vi que no andaban rectamente según la verdad del Evangelio, le dije a Cefas delante de todos: «Si tú, que eres judío, vives como un gentil y no como un judío, ¿cómo es que les obligas a los gentiles a judaizarse?» (Ga 2: 11–14).
De donde se desprende que San Pedro no tuvo reparos en confraternizar con unos o con otros según las conveniencias del momento, aparentando preferencias con los judaizantes en lugar de proclamar claramente la absoluta prioridad de la fe en Jesucristo. Con lo cual, al menos en cierto modo, faltó a la fidelidad debida a los cristianos provenientes de la gentilidad.
El caso del Papa Francisco, aun manteniéndose en la misma línea, va sin embargo mucho más allá, puesto que ya no se trata ahora de una mera apariencia de preferencias, sino de una sincera y abierta simpatía hacia los judíos y musulmanes a quienes gustosamente llama hermanos. Aunque tal sentimiento vaya acompañado, por inexplicable paradoja, de una extraña repulsa hacia los católicos que se empeñan en ser fieles a la Tradición de la Iglesia.
(Continuará)
Padre Alfonso Gálvez