“Tan sólo en Cristo se puede educar al cuerpo
para el alma y el alma para Dios y el prójimo”.
Jordán Bruno Genta
31 de diciembre de 1929. Esta es la fecha en la que S. S. Pío XI, dio a conocer a todo el orbe la monumental Carta Encíclica “Divini Illius Magistri”, sobre la educación cristiana de la juventud.
Debemos recordarla por varias razones. Una de ellas y quizás la más importante sea la actualidad que presenta la crisis en nuestra educación, tanto de gestión estatal como privada. Estamos convencidos de que si la rescatamos del ignominioso olvido en que se encuentra, como otros tantos documentos del Magisterio, llegaremos a una comprensión cabal del problema, como también así encontraremos los remedios para este.
Todos los especialistas, expertos, másteres, magísteres, etc, en cuestiones educacionales nos vienen hablando desde hace tiempo de “la crisis en la educación”; nos proponen nuevos métodos e inventan fórmulas, programas y elíxires mágicos; los políticos, por su parte, sancionan leyes y con el correr del tiempo las derogan porque sancionarán otras mejores. Pero la crisis continúa avanzando y la cosa se pone cada vez más grave. ¿Por qué pasa esto? Porque las causas son muchísimo más profundas de lo que comúnmente se cree y estos miopes no alcanzan o no quieren ver. Pío XI decía: “En verdad que nunca como en los tiempos presentes se ha hablado tanto de educación; por esto se multiplican los maestros de nuevas teorías pedagógicas, se inventan, proponen y discuten métodos y medios, no sólo para facilitar, sino para crear una educación nueva de infalible eficacia, capaz de formar las nuevas generaciones para la ansiada felicidad en la tierra…Sólo que muchos de entre ellos, como insistiendo con exceso en el sentido etimológico de la palabra, pretenden sacarla de la misma naturaleza humana y realizarla con solas sus fuerzas”[1].
“La educación es cosa del corazón”, enseñaba sabiamente Don Bosco. Por eso este tema de la educación hay que tratarlo en serio y no largarse a “tocarlo de oído”.
Debemos comenzar teniendo presente la naturaleza humana y saber cuál es el fin de la educación. El hombre posee un componente real, racional y animal; pero también tiene un cuarto componente -el más importante- que es el sobrenatural. Porque el hombre es imago Dei, una creatura hecha a imagen y semejanza de Dios. Es una creatura caída y redimida; es un ser, en definitiva, convocado a la vida sobrenatural. De allí que el Papa sostenga, sobre las falsas pedagogías, que: “… es falso todo naturalismo pedagógico que de cualquier modo excluya o aminore la formación sobrenatural cristiana en la institución de la juventud; y es erróneo todo método de educación que se funde, en todo o en parte, sobre la negación u olvido del pecado original y de la Gracia, y, por tanto, sobre las fuerzas solas de la naturaleza humana”[2]. Aquí está la gran respuesta a todo el problema: reconocer las consecuencias del pecado original. ¡Hace ochenta y seis años que el Santo Padre nos la marcó!
El segundo principio que debemos tener presente, decíamos, es el que hace referencia al fin de la educación. El Vicario de Cristo nos enseña que “la educación esencialmente consiste en la formación del hombre tal cual debe ser cómo debe portarse en esta vida terrena para conseguir el fin sublime para el cual fue creado”[3]. El fin de la educación, entonces, no es otro más que “cooperar con la Gracia Divina a formar al verdadero y perfecto cristiano; es decir, al mismo Cristo en los regenerados con el Bautismo”[4]. Con algo semejante nos encontrábamos ya en el viejo Catecismo, cuando de manera poética, nos decía que:
“La ciencia más acabada
es que el hombre bien acabe
porque al fin de la jornada /
aquel que se salva, sabe
y el que no, no sabe nada”.
Digámoslo en pocas palabras. El fin de la educación consiste en alcanzar la sabiduría; esa sabiduría que nos hace capaces de luchar por Nuestro Señor y por sus Divinas Leyes.
Reiterémoslo. Estas enseñanzas, lamentablemente ignoradas en la actualidad, son fundamentales para que la educación tome de una buena vez el camino correcto. Quienes lo vieron así fueron, entre nosotros, el Profesor Jordán Bruno Genta y el P. Alberto García Vieyra, OP. El maestro Genta insistía en “el cristocentrismo como principio pedagógico supremo; porque el hombre no puede superar, con recursos simplemente humanos las contradicciones de la existencia. Es el autor exclusivo de su caída, pero no puede levantarse por sí sólo: Cristo es la única ayuda eficaz, la única escala posible, el único camino de retorno al Principio”[5].
Y el sabio dominico afirmaba que: “La Pedagogía supone como principio suyo fundamental, el dogma de la Creación y la dependencia del hombre con respecto a Dios; debiendo el proceso educacional realizarse según el contenido intencional del acto creador donde el hombre y su perfección tienen su razón de ser. El dogma de la Creación o el hecho de que el hombre es creado por Dios, es algo fundamental en todos los problemas humanos. Él nos ofrece la primera noticia fundamental sobre lo que el hombre es. Su olvido da a aquéllos ese carácter de insolubles y terriblemente confusos que se presentan en nuestros días”[6].
Existen otras causas. Sin querer agotar el tema, sólo hacemos mención. La desnaturalización de la escuela es otra de las fuentes que han provocado esta crisis. No se quiere reconocer -por ignorancia o malicia- que la escuela es principalmente ocio, es decir, el lugar reservado para la contemplación. Enseña el Dr. Antonio Caponnetto que el ocio “no hace referencia a las pausas laborales, a la holganza o a las horas libres entre tarea y tarea. Es la actitud del alma por la que el alma ve, por la que asciende y se reencuentra con el Orden Creado. La actitud superior y personalísima que nos descubre más allá del trajín diario la recóndita armonía de la existencia, la a veces callada pero siempre presente omnipotencia de Dios”[7]. Pero la escuela es, para este mundo subvertido, todo lo que a uno le venga en ganas menos ocio. Y esto también fue señalado por el Papa Pío XI, al advertir que “la escuela que no es templo, es un antro”[8]. La escuela, debido a su misma naturaleza, reclama religiosidad. Ya los antiguos enseñaban esto. Por eso es que en la Carta Encíclica se condene formalmente la escuela laica de la que la religión queda excluida. Afirmará el Romano Pontífice que ésta es contraria a los principios fundamentales de la educación y que prácticamente no es posible “porque de hecho viene a hacerse irreligiosa”[9]. Esta condena alcanza, digámoslo debido a la terrible actualidad, a la educación sexual. Sobre este punto tan delicado recordemos que es en el seno del hogar y dentro de la educación de la virtud de la castidad donde debe darse. “En extremo grado peligroso es además ese naturalismo que, en nuestros tiempos, invade el campo de la educación en materia delicadísima cual es la de la honestidad de las costumbres. Está muy difundido el error de los que, con pretensión peligrosa y con feo nombre promueven la llamada educación sexual, estimando falsamente que podrán inmunizar a los jóvenes contra los peligros de la concupiscencia por medios puramente naturales, cual es una temeraria iniciación e instrucción preventiva para todos indistintamente y hasta públicamente, lo que es aún peor, exponiéndolos prematuramente a las ocasiones para acostumbrarlos, según dicen ellos, y como curtir su espíritu contra aquellos peligros”[10]. El Concilio Vaticano II siguiendo este rumbo dice que: “Los hijos tienen que recibir, conforme avanza su edad, una prudente y positiva educación sexual… Es propio de los padres o tutores, guiar a los jóvenes con prudentes consejos que ellos deben oír con gusto… Hay que formar a los jóvenes a tiempo y convenientemente sobre la dignidad del amor conyugal, su función y ejercicio; y esto, preferentemente en el seno de la familia. Así educados en la castidad en edad conveniente podrán pasar de un honesto noviazgo al matrimonio”[11].
Vayamos concluyendo este breve homenaje recordando que el sujeto de la educación es el hombre, pero todo el hombre, “espíritu unido al cuerpo en unidad de naturaleza, con todas sus facultades, naturales y sobrenaturales, cual nos lo hace reconocer la recta razón y la revelación”[12]. Esto es lo que el naturalismo pedagógico reinante no reconoce y aquí su grande error: no sabe a quién va a formar ni mucho menos para qué. Nosotros, católicos dedicados a la enseñanza, sí lo sabemos.
Los tiempos que corren no son justamente los mejores pero es nuestra obligación. ¡Lancémonos pues con inteligencia y coraje a la reconquista de nuestra educación!
Ya se probó todo y todo lo probado, fracasó. Recordemos el consejo del Cardenal Pie y teniendo en mano la Divini Illius Magistri, “¿Por qué no ensayamos la Verdad?”. Nuestros hijos y alumnos nos lo agradecerán.
Daniel González Céspedes
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[1]Pío XI, Encíclica Divini Illius Magistri, N° 3.
[2]Idem ant, N° 5 b.
[3] Idem ant. , N° 1 b.
[4] Idem ant., N° 8.
[5] Genta, Jordán Bruno, Guerra Contrarrevolucionaria, Ed. Nuevo Orden, Bs. As., 1965, p. 201.
[6] García Vieyra, Alberto, Ensayos sobre Pedagogía, Folia universitaria, México, 2005, pp. 254-255.
[7] Caponnetto, Antonio, Pedagogía y Educación, Cruz y Fierro editores, Bs. As., 1981, pp16 y 17.
[8] Pío XI, Ob. cit., N° 6 c.
[9] Idem ant. Es muy importante recordar también que el Papa León XIII, en la Encíclica Humanum Genus, en el punto 8 culpa a la masonería de ser la promotora de la enseñanza laica: “Y, en efecto, la única escuela que a los masones agrada, con que, según ellos, se ha de educar a la juventud, es la que llaman laica, independiente, libre; es decir, que excluye toda idea religiosa”.
[10]Idem ant., N° 5 c.
[11] Concilio Vaticano II, Constitución Pastoral Gaudium et Spes, II, I, 47 y ss.
[12] Pío XI, Ob. cit., N° 5 c.