Prioridad de la religión y la adoración sobre la comunión

Con respecto al «excelente y singular sacrificio» eucarístico, es muy conocido que el Concilio de Trento declaró (y mandó) que se predicase a los fieles:

Así pues, el Dios y Señor Nuestro, aunque había de ofrecerse una sola vez a Sí mismo a Dios Padre en el altar de la cruz, con la interposición de la muerte, a fin de realizar para ellos la eterna redención; como, sin embargo, no había de extinguirse su sacerdocio por la muerte, en la Última Cena, la noche que era entregado, para dejar a su Esposa amada, la Iglesia, un sacrificio visible, como exige la naturaleza de los hombres, por el que se representara aquel suyo sangriento que había sola vez de consumarse en la cruz, y su memoria permaneciera hasta el fin de los siglos, y su eficacia saludable se aplicara para la remisión de los pecados que diariamente cometemos, declarándose a Sí mismo constituido para siempre sacerdote según el orden de Melquisedec, ofreció a Dios Padre su cuerpo y su sangre bajo las especies de pan y de vino […] Ésta es, en fin, aquella [oblación] que estaba figurada por las varias semejanzas de los sacrificios, en el tiempo de la naturaleza y de la ley, pues abraza los bienes todos por aquellos significados, como la consumación y perfección de todos. (Sesión 22, cap. 1.)

A continuación, el Concilio habla de los efectos de dicho sacrificio:

Y porque en este divino sacrificio, que en la Misa se realiza, se contiene e incruentamente se inmola aquel mismo Cristo que una sola vez se ofreció Él mismo cruentamente en el altar de la cruz, enseña el santo Concilio que este sacrificio es verdaderamente propiciatorio, y que por él se cumple que, si con corazón verdadero y recta fe, con temor y reverencia […] Por eso, no sólo se ofrece legítimamente, conforme a la Tradición de los Apóstoles, por los pecados, penas, satisfacciones y otras necesidades de los fieles vivos, sino también por los difuntos en Cristo, no purgados todavía plenamente (Sesión 22, cap.2).

Por añadidura, contra los errores de los protestantes, el mismo Concilio no vaciló en afirmar la adorable Presencia Real de Nuestro Señor Jesucristo:

Primeramente enseña el santo Concilio, y abierta y sencillamente confiesa, que en el augusto sacramento de la Eucaristía, después de la consagración del pan y del vino, se contiene verdadera, real y sustancialmente Nuestro Señor Jesucristo, verdadero Dios y hombre, bajo la apariencia de aquellas cosas sensibles (Sesión 13, cap.1).

Tras declarar que la Eucaristía no sólo se instituyó como alimento espiritual, sino como recordatorio de las riquezas del divino amor de Cristo, para que veneremos su memoria y proclamemos su muerte hasta que vuelva para juzgar al mundo, dicen los Padres seguidamente:

No queda, pues, ningún lugar a duda de que, conforme a la costumbre recibida de siempre en la Iglesia Católica, todos los fieles de Cristo en su veneración a este santísimo sacramento deben tributarle aquel culto de latría que se debe al verdadero Dios. Porque no es razón para que se le deba adorar menos, el hecho de que fue por Cristo Señor instituido para ser recibido. Porque aquel mismo Dios creemos que está en él presente, a quien, al introducirle el eterno Padre en el orbe de la Tierra dice: «Y adórenle todos los ángeles de Dios; a quien los Magos, postrándose le adoraron. A quien, en fin, la Escritura atestigua que le adoraron los Apóstoles en Galilea (Sesión 13, cap.5).

Estos dogmas emanan de la forma misma de celebrar la Misa que se había celebrado en Occidente antes del Concilio de Trento y refuerzan dicha forma de celebrarla, sobre todo en el Canon rezado en silencio y en las elevaciones. Tanto el silencio como las elevaciones permiten conectarse con los misterios a causa de ellos mismos y venerarlos, porque dignos son de veneración, y en ellos se simboliza y compendia nuestra salvación. De este modo se nos hace ver una finalidad intrínseca de asistir a Misa, además de para recibir la Comunión: se nos da la oportunidad de participar en la adoración del Cordero en los Cielos, donde los ancianos y los ángeles se postran ante su trono, o en la de los Magos arrodillados ante la cuna. La Transustanciación es la analogía litúrgica de la Encarnación. Significa tomar posesión de una porción del mundo material para el Reino de Dios. Se ha dicho que es como establecer una cabeza de playa en territorio enemigo, o como abrir un camino para que podamos ascender espiritualmente al Cielo.  Ansiamos los atrios del Señor y le pedimos que nos conduzca allí, como se ruega en tantas postcomuniones.

Siempre que la Misa se celebra como si fuera una comida, versus populum, sin silencio, sin elevaciones serias ni dobles genuflexiones, con anamnesis que interrumpen nuestros actos de fe adorante, y con un ars celebrandi en general de carácter espontáneo y sin formulismos, se van socavando los mencionados dogmas tridentinos y se debilita el sensus fidelium. En tales circunstancias, no tiene nada de sorprendente que la Comunión pase a ser el punto central del culto, de hecho el único; y entonces, si uno no comulga, queda excluido; si no comulga, ¿para qué va a Misa?

Mientras que si todo gira en torno a la ofrenda sacerdotal del Santo Sacrificio como un acto de la virtud de la religión –rendir a Dios, en justicia, el culto que le es debido y que todo ser humano le debe perpetuamente, sea cual sea su estado o condición– todo el mundo sin falta tiene un motivo profundo, cautivador e ineludible para ir a Misa. Es más, la Misa es la única manera de pagar nuestra deuda con Dios de rendirle el culto que le agrada de un modo perfecto, y eso independientemente de que recibamos o no el alimento espiritual de la Comunión.

Si encaramos la cuestión desde esta perspectiva, llegaremos a entender un hecho hagiográfico que al principio puede causarnos sorpresa: que muchos santos asistieran a Misa dos veces o más al día, en muchos casos sin llegar a comulgar. Santo Tomás de Aquino celebró una Misa acolitada por su secretario Reginaldo; seguidamente, invirtieron funciones y Santo Tomás hizo de acólito para Reginaldo. San Luis el rey de Francia oía Misa dos veces al día. Semejante conducta se vuelve perfectamente comprensible si la observamos desde la perspectiva de los dogmas tridentinos. Como la Misa es un sacrificio verdadero que de por sí agrada infinitamente a Dios, asistir a ella y participar en el homenaje interior del sacerdote es un ejercicio perfecto de la más excelente de las virtudes morales: la de la religión, que honra a Dios como nos manda el primer mandamiento. Y como Nuestro Señor Jesucristo está verdadera y ciertamente presente en sustancia bajo las apariencias de pan y vino, somos igualmente transportados ante el trono mismo del Rey de reyes y Señor de señores para rendirle el tributo de adoración que Él merece y retribuye.

Nada más por estas dos razones –que podamos ejercer la virtud de la religión y adorar a Nuestro Señor con una intimidad privilegiada–, lo mejor que puede hacer un católico es oír Misa. Lógicamente, tiene que haber un equilibrio entre la práctica religiosa y los demás deberes de estado, pero si Santo Tomás, que escribió cincuenta volúmenes en folio, y San Luis IX, que gobernó un reino y combatió en las Cruzadas, encontraban tiempo para oír dos misas diarias, nos costaría mucho encontrar una excusa para no oír una Misa al día (siempre y cuando podamos asistir a una que sea verdaderamente devota y reverente, cosa con la que por desgracia no se puede contar necesariamente hoy en día). Y todo esto, antes de que hayamos tenido oportunidad siquiera de hablar de la mayor y más la condescencia que nos tiene el Señor al permitirnos asistir con temor y temblor ante el altar del sacrificio pleno y definitivo y participar de los santísimos y vivificantes misterios, del cuerpo y sangre mismos de Dios.

Sobre todo en estos tiempos de desorientación que vivimos, se diría que es vital no confundir ni alterar el orden de los   elementos que acabamos de mencionar.

  1. La Misa es, por encima de todo, el ofrecimiento, mediante el sacrificio de Cristo, del culto de adoración que le debemos al Dios trino, por ser Él quien es, porque es digno de Él y porque nos perjudicamos si no ordenamos debidamente a Él nuestra mente y nuestro corazón [1]. Decía Santo Tomás que nuestros pecados no ofenden a Dios porque lo le hagan un daño, sino porque dañan a la criatura racional a la que Él ama (o sea, cuyo bien Él desea). Este culto incluye  los actos asociados al ofrecimiento de la Misa, como adoración, contrición, súplica, acción de gracias y alabanza, que presentan a la vez aspectos internos y externos, los cuales explicó detalladamente el Aquinate en la Secunda secundae de la Suma.
  2. En segundo lugar, como la Misa es el sacrificio augusto de Cristo, nos sitúa en la presencia misma del Divino Redentor, del Cordero degollado, digno de   (Ap. 5,12). Por eso dijo San Agustín que antes de recibirlo debemos adorarlo: de no hacerlo, pecaríamos [2].
  3. Tercero, la Misa es el banquete propiciatorio del Cordero en el que participamos de su Cuerpo y su Sangre para nuestra santificación y salvación, en tanto que no tengamos conciencia de tener algún pecado mortal no confesado, como sería también un estado de vida que no se ajustara a ley de Dios.
  4. En un distante cuarto lugar, se podría hablar de la Misa como un acto social en que se ve a los fieles de Dios como un pueblo, un acto que representa y cumple la unidad de la Iglesia y que satisface algunas de nuestras necesidades como seres sociales.

Ahora bien, lo que hemos visto en los últimos cincuenta años es ni más ni menos la inversión jerárquica de esos cuatro elementos, de manera que la Misa como acto social ocupa el primer lugar; comulgar, el segundo; la adoración queda silenciosamente relegada al tercer lugar; y el concepto de la Misa como sacrificio propiciatorio e impetratorio se vuelve tan ajeno que resulta ininteligible.

En vista de tan total inversión, tal vez convendría volver a tener en cuenta la estimulante propuesta que hizo Joseph Ratzinger de un ayuno eucarístico: ¿no hay acaso momentos en que, para evitar los sutiles peligros de dar por sentado que tenemos que recibir el sacramento o hacer lo mismo que los demás, podríamos abstenernos, aunque pudiéramos comulgar? Esto no debe entenderse como una resistencia a la comunión frecuente a la que animaba San Pío X, ni tampoco con el hecho de que la Sagrada Eucaristía se instituyó para nuestro alimento espiritual «el que come mi carne y bebe mi sangre está en Mí y Yo en él;» «si no coméis la carne del Hijo del Hombre y no bebéis su sangre, no tendréis vida en vosotros». Por regla general, quien reúna las condiciones debidas debe comulgar: quien se muere de sed en el desierto bebe el agua que le ofrecen. Sin duda alguna Ratzinger estaría de acuerdo.

Lo fundamental que proponemos es que hay varios misterios esencialmente ligados al Santo Sacrificio de la Misa, misterios que, como definió con meridiana claridad el Concilio de Trento, deben informar nuestro entendimiento de la naturaleza de la sagrada liturgia y nuestra participación en ella. Existe un nexus mysteriorum, una urdimbre de misterios que se iluminan mutuamente dependiendo unos de otros en un orden determinado [3]. La forma de la liturgia y el ars celebrandi del sacerdote reflejarán fielmente y ampliarán dichos misterios, redundando en provecho del pueblo cristiano, o de lo contrario darán lugar a conceptos falsos, distracciones, barreras y hasta errores, todo lo cual tendrá un efecto perjudicial en el conjunto de la Iglesia militante.

NOTAS:

[1] Por consiguiente, es falso que la Misa sea primordialmente un banquete, o que el banquete tenga más importancia que el sacrificio. Es un sacrificio en el que se nos permite participar de la víctima inmolada, del mismo modo que en la antigua alianza había sacrificios de cuya carne podían comer los sacerdotes. En sí y de por sí, una comida no es un sacrificio, pero un sacrificio se puede comer. Por eso la Misa no es una escenificación de la Última Cena, como cree la mayoría de los protestantes (así como muchísimos católicos no catequizados), sino un hacerse presente de la oblación del Hijo de Dios en la Cruz el Viernes Santo. Por eso no es sólo engañoso sino hasta herético resaltar la mesa del Cuerpo y la Sangre de Cristo por encima del altar en que la Víctima se sacrifica sacramentalmente y celebrar la liturgia de modo que el aspecto nutricio se imponga sobre el propiciatorio. El Concilio de Trento tuvo una buena razón cuando definió la Misa para denominarla repetidamente sacrificio antes de hablar de ella como alimento y remedio para los hombres.

[2] Enarr. in Ps. 98:9 (CCSL 39:1385).

[3] El método cartujo de participación en la Misa, expuesto recientemente aquí en New Liturgical Movement por Gregory di Pippo, ejemplifica claramente ese nexus mysteriorum que conduce   guía  al  worshipper  a través de las diversas partes y oraciones de la Misa indicándole cómo debe unirse a Cristo en cada una de ellas. Así, toda la liturgia se ve como un acto prolongado de comunión, ya desde antes de acercarse a recibir la Sagrada Forma.

(Traducido por Bruno de la Inmaculada/Adelante la Fe. Artículo original)

Peter Kwasniewski
Peter Kwasniewskihttps://www.peterkwasniewski.com
El Dr. Peter Kwasniewski es teólogo tomista, especialista en liturgia y compositor de música coral, titulado por el Thomas Aquinas College de California y por la Catholic University of America de Washington, D.C. Ha impartrido clases en el International Theological Institute de Austria, los cursos de la Universidad Franciscana de Steubenville en Austria y el Wyoming Catholic College, en cuya fundación participó en 2006. Escribe habitualmente para New Liturgical Movement, OnePeterFive, Rorate Caeli y LifeSite News, y ha publicado ocho libros, el último de ellos, John Henry Newman on Worship, Reverence, and Ritual (Os Justi, 2019).

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