Propiedades de la Biblia

El carácter divino de la Sagrada Escritura comporta una serie de consecuencias que la configuran de un modo propio y exclusivo. Entre estas propiedades se encuentran:

  • su intrínseca unidad, por la que todos los libros de la Escritura forman de hecho un único libro, la Biblia;
  • la verdad y santidad de sus textos, que hace que los escritos inspirados constituyan un medio privilegiado capaz de orientar eficazmente los hombres a la salvación;
  • la perennidad e inmutabilidad de la doctrina que enseña, gracias a las cuales, la verdad de la Escritura puede ser siempre actualizada y útil a todos los hombres de todos los tiempos y culturas.

1.- La Unidad de la Biblia

Podemos definir la unidad de la Escritura como la armonía mutua entre las verdades salvíficas contenidas en los textos bíblicos, en virtud de la cual, unos a otros se iluminan, sin que exista ni pueda existir ninguna oposición o contradicción entre ellos.

Los libros del Antiguo y del Nuevo Testamento, a pesar de su diversidad, de la laboriosa historia de su composición y de los amplios espacios de tiempo que separan unos de otros, forman una unidad, ya que todos tuvieron un único autor principal, Dios.

Santo Tomás precisa que todos los hagiógrafos “tuvieron al escribir un mismo Maestro, fueron conducidos por el mismo Espíritu y poseyeron el mismo afecto”.[1]

Esa unidad, ciertamente, no excluye que en la Biblia existan concepciones diferentes sobre el modo de presentar el misterio de Dios y del hombre, debido a la pluralidad de autores humanos.

1.1 Centralidad cristológica de la Biblia

Como nos dice San Jerónimo: “Todas las páginas de los dos Testamentos convergen hacia Cristo, como a su punto central”.

1.2 Relación entre los dos Testamentos

Como afirma San Agustín: Dios, en efecto, en su sabiduría, dispuso las cosas de modo que “el Nuevo Testamento estuviese escondido en el Antiguo, y el Antiguo se hiciese patente en el Nuevo”[2]. Pues si los textos del Antiguo Testamento “adquieren y manifiestan su significado pleno en el Nuevo, a su vez lo iluminan y explican” (DV 16).

San Lucas, en el capítulo 24, versículo 44, relata cómo Cristo resucitado, antes de la ascensión al cielo, afirmó ante los discípulos de Emaús que en los libros del Antiguo Testamento –Ley, Profetas y Salmos– se hablaba de Él: “Esto es lo que os decía cuando aún estaba con vosotros: es necesario que se cumpla todo lo que está escrito en la Ley de Moisés y en los Profetas y en los Salmos acerca de mí”. Jesús se refiere a las tres partes en que se divide la Biblia judía, indicando de este modo el conjunto de la Escritura.

San Juan, en el capítulo 5, versículo 39 afirma que Jesús, ante los judíos que no le reconocen el derecho a llamarse Hijo de Dios, confirma su enseñanza apelando a los testimonios de San Juan Bautista, a los milagros que Él mismo había realizado y a las Escrituras. Sobre estas dice: “Escudriñad las Escrituras, ya que vosotros pensáis tener en ellas la vida eterna: ellas son las que dan testimonio de mí”.

Así, por ejemplo, el diluvio y el arca de Noé prefiguraban la salvación por medio del bautismo (cf 1 Pe 3: 21); el agua que emanó de la roca era figura de los dones espirituales que Cristo derramaría sobre los hombres (cf 1 Cor 10: 1-6); el maná del desierto prefiguraba la Eucaristía, el verdadero Pan del cielo (cf Jn 6:32). En otras palabras, la relectura de la historia bíblica a partir de Cristo abre a los ojos de la fe el inagotable contenido cristiano de los textos veterotestamentarios.

1.3 El Nuevo Testamento, plenitud del Antiguo

El Nuevo Testamento desarrolla de modo explícito y total el mensaje de salvación todavía en germen en el Antiguo Testamento.

Cristo, el Hijo de Dios Padre, el Verbo hecho carne, es, a la vez, el portador supremo de la revelación (cf Heb 1: 1-2) y el supremo contenido de la revelación. En Él, la revelación alcanza su cumplimiento y su perfección. Él ha mostrado a los hombres los misterios escondidos en Dios, por medio de su Encarnación, con su presencia y su manifestación, con sus palabras y obras, con sus signos y milagros, con su muerte y resurrección y, después de su marcha al cielo, con el envío del Espíritu Santo. El Nuevo Testamento muestra de este modo la verdad definitiva de la Revelación divina.

Cristo es, por tanto, “mediador y plenitud de toda la Revelación” (DV 2), que “realiza y completa” la revelación antigua, de modo que “no hay que esperar ya ninguna revelación pública antes de la gloriosa manifestación de nuestro Señor Jesucristo” (cf 1 Tim 6: 14; Tit 2, 13)” (DV 4).

2.- La Verdad en la Biblia

En la constitución dogmática Dei Verbum se lee el siguiente texto:

“Como todo lo que los autores inspirados o hagiógrafos afirman, se debe considerar afirmado por el Espíritu Santo, hay que confesar que los libros de la Escritura enseñan firmemente, con fidelidad y sin error, la verdad que Dios quiso consignar en las sagradas letras para nuestra salvación” (DV 11).

Con estas palabras se indica una de la propiedades fundamentales de los libros sagrados: su veracidad plena y, por consiguiente, su absoluta inerrancia o carencia de error.

2.1 La verdad de los textos bíblicos

La verdad de los textos bíblicos es consecuencia del origen divino de la Biblia. Puesto que Dios es el autor principal de los libros inspirados, estos no pueden contener error ni llevar a engaño, debido a que Dios, suma Verdad, no puede ni engañarse ni engañarnos.

La encíclica Providentissimus Deus de León XIII , formuló esta verdad en los siguientes términos:

“Los libros que la Iglesia ha recibido como sagrados y canónicos, todos e íntegramente, en todas sus partes, han sido escritos bajo la inspiración del Espíritu Santo; y está tan lejos de la divina inspiración el admitir error, que ella por sí misma no solamente lo excluye en absoluto, sino que lo excluye y rechaza con la misma necesidad con que es necesario que Dios, Verdad suma, no sea autor de ningún error”.

Jesús y los Apóstoles consideraban los argumentos tomados de la Escritura como definitivos e inapelables: “¿No está escrito en vuestra Ley: Yo dije: sois dioses? Si llamó dioses a aquellos a quienes se dirige la palabra de Dios, y la Escritura no puede fallar, ¿de Aquel a quien el Padre santificó y envió al mundo, decís vosotros que blasfema porque dije que soy Hijo de Dios?”(Jn 10:34-36).

La misma Tradición, afirma León XIII en la Providentissimus Deus, unánimemente manifiesta:

“Hasta tal punto todos los Padres y Doctores estuvieron absolutamente persuadidos de que las divinas Letras, tal como fueron compuestas por los hagiógrafos, estaban absolutamente inmunes de todo error, que con no menor sutileza que reverencia pusieron empeño en componer y conciliar entre sí no pocas de aquellas cosas (que son poco más o menos las que en nombre de la ciencia nueva se objetan ahora), que parecían presentar alguna contrariedad o desemejanza; pues profesaban a la unanimidad que aquellos libros, en su integridad y en sus partes, procedían igualmente de la inspiración divina, y que Dios mismo, que por los autores sagrados había hablado, nada absolutamente podía haber puesto ajeno a la verdad”(DS 3293).

Y San Agustín da un paso más y nos dice:

“Yo, en efecto, confieso a tu benevolencia que solo a los libros de las Escrituras, que se llaman canónicas, he aprendido a prestar tal veneración y honor, que creo firmemente que ninguno de sus autores ha cometido error alguno al escribir. Si alguna vez me encontrase en ellos algo que parezca contrario a la verdad, no tendré la menor duda en afirmar que eso depende o del códice defectuoso, o del traductor, que no ha interpretado rectamente lo que está escrito, o que mi mente no ha llegado a comprenderlo”.[3]

Santo Tomás de Aquino hizo una formulación que se hizo doctrina común en la teología posterior: “Todo lo que se contiene en la Sagrada Escritura es verdad”.[4]

Hasta el Vaticano I, la verdad de la Biblia no había sido puesta directamente en discusión por los teólogos católicos. El problema surgió cuando, a causa de los descubrimientos de las ciencias naturales e históricas, se formularon hipótesis bíblicas que estaban en contraste con la enseñanza común de la Iglesia. No faltaron autores que, por influjo de las corrientes racionalistas y del protestantismo liberal, adoptaron una actitud radical contra la veracidad de la Biblia. Otros, con un sincero deseo de clarificar las dificultades, pero desconcertados ante las nuevas hipótesis científicas, consideraron como solución válida la de restringir la inerrancia solo a las enseñanzas explícitamente religiosas de la Biblia. Un tercer grupo, movido por un espíritu apologético, intentó, para explicar las dificultades surgidas, acudir a sistemas concordistas que lograran armonizar ciencia y Biblia, pero sin conseguirlo, debido muchas veces a una visión no raramente simplificadora. Este es el origen de la llamada ‘cuestión bíblica’, nombre con el que se designó el conjunto de problemas surgidos de la aparente contradicción entre las afirmaciones de la Biblia y los descubrimientos científicos, históricos y arqueológicos de entonces.

La primera época culminó con la publicación de la encíclica Providentissimus Deus de León XIII, que, recurriendo a la enseñanza unánime de la tradición, estableció los principios hermenéuticos necesarios para la recta interpretación de la verdad bíblica. A partir de ese momento se sucedieron diversos documentos magisteriales, entre los que destacan varias encíclicas. En la encíclica Pascendi de San Pío X (1907), se condenaron las desviaciones teológicas de los modernistas, que admitían la existencia de numerosos errores en la Biblia. La encíclica Spiritus Paraclitus de Benedicto XV (1920) expuso los principios fundamentales relacionados con la verdad en las narraciones históricas de la Biblia y condenó a quienes “distinguían en la Sagrada Escritura un doble elemento, uno principal o religioso, y otro secundario o profano […], restringiendo o limitando los efectos [de la inspiración], en particular la inmunidad de error y la absoluta verdad, al elemento principal o religioso”. Posteriormente, Pío XII, en la Humani generis (1950), denunció las desviaciones de algunas teorías contrarias a la doctrina católica, de modo particular, el intento de distinguir entre un sentido humano y un sentido divino en los textos bíblicos, separándolos como realidades diversas. La encíclica afirma: “[algunos] falsamente hablan de un sentido humano en la Biblia, bajo el cual se escondería el sentido divino, que sería, como estos declaran, el único infalible”.

2.2 Aplicación del principio de “veracidad bíblica”

a.- La verdad bíblica en el caso de descripciones de fenómenos del mundo natural

Este tema fue profusamente desarrollado por la encíclica Providentissimus Deus, que expuso algunos principios fundamentales:

En verdad, ningún verdadero desacuerdo puede darse entre el teólogo y el físico, con tal que uno y otro se mantengan en su propio terreno, procurando cautamente seguir el aviso de san Agustín de “no afirmar nada temerariamente ni dar lo desconocido por conocido”(DS 3287).[5]

Se trata de un principio de prudencia humana y sabiduría sobrenatural. La encíclica establece que en la interpretación de los textos bíblicos no se puede asumir por cierto lo que para la ciencia o para la teología permanece todavía en el terreno de lo opinable; a la vez, que la ciencia y la exégesis bíblica, bien conducidas, están llamadas a convivir en un diálogo armónico, pues Dios, el único y mismo creador de la naturaleza, es el autor principal de los libros bíblicos. La ciencia verdadera, lejos de oponerse, servirá siempre, por tanto, de ayuda eficaz para el conocimiento de la palabra de Dios escrita.

El principio enunciado resulta todavía más luminoso si se tiene en cuenta que la Escritura no habla de los fenómenos naturales con el fin de enseñar la constitución íntima de la realidad, sino en la medida en que están en relación con la finalidad salvífica de los textos bíblicos. Los hagiógrafos, en efecto, no escribían con la mentalidad del filósofo o del científico, que buscan alcanzar la verdad última de la realidad, sino con la del hombre común, que, situado en un determinado contexto histórico, habla de los objetos que le rodean tal como los perciben los sentidos, es decir, con un lenguaje convencional y acorde con la propia cultura.

Por esto se comprende que la Biblia describa el sol y la luna como “las dos grandes luces” (Gen 1:16); o clasifique a la liebre como un rumiante (Lev 11:6). En todo esto se descubre una sabia condescendencia divina que, en la presentación de la verdad, se adecua al lenguaje humano y a la cultura de los hombres, utilizando sus modos de hablar y de comunicarse entre ellos.

El hagiógrafo, al hablar de los fenómenos de la naturaleza, se fija en las apariencias externas y pronuncia juicios sobre ellas. No le falta, además, al hagiógrafo la luz de la inspiración para que pueda describir con fidelidad los fenómenos naturales, basándose en lo que los sentidos constatan.

b.- La verdad bíblica en las narraciones históricas

El hecho de que la Escritura relate acontecimientos históricos, que correspondan a eventos acaecidos, no es indiferente, pues la Escritura intenta guiar a los hombres a la salvación eterna dando a conocer algunas determinadas realidades. Ahora bien, mientras que la constitución íntima de los fenómenos naturales no guarda relación necesaria con la salvación, sí que la tienen los hechos históricos. Así, por ejemplo, si para nuestra salvación no posee mayor importancia que la tierra gire alrededor del sol o viceversa, no es indiferente en absoluto que el pecado del primer hombre o el evento de la Encarnación del Verbo hayan acontecido realmente. Por tanto, entre las verdades de fe y los acontecimientos históricos correspondientes hay una conexión estrecha.

Las principales verdades que se refieren a Dios y a la economía de la salvación han sido reveladas a través de acontecimientos históricos, que sucedieron en momentos y lugares determinados, o vinculados a ellos. La creación, el pecado original, la Encarnación, la Redención, la fundación de la Iglesia, la institución de los sacramentos, etc., son acontecimientos históricos que manifiestan el sentido último de la vida del hombre y de sus relaciones con Dios. Si se negase la realidad histórica de esas narraciones, se debilitaría la verdad que encierran. Si la historia que los libros bíblicos narran, teniendo evidentemente en cuenta el género literario utilizado por los hagiógrafos, no fuese conforme a los hechos, se convertiría en opinable la misma verdad que enseñan.

Los textos de la Escritura no narran realidades de salvación desvinculadas de la historia, de modo tal que el componente histórico pertenece necesariamente al acontecimiento salvífico. Por otra parte, la investigación histórica, que se dirige al descubrir la realidad de los acontecimientos, no solo no es un obstáculo, sino que puede y debe ser un apoyo para la fe.[6]

c.- La verdad bíblica y los géneros literarios

El tema de la verdad bíblica es inseparable del estudio de la intencionalidad divino-humana presente en el texto bíblico, del ‘sensus hagiographi’ y del ‘sensus Dei’; por tanto, está unido intrínsecamente al conocimiento de “lo que pretendieron expresar realmente los hagiógrafos y plugo a Dios manifestar con las palabras de ellos” (DV 12).

Por ‘géneros literarios’ se entienden las formas o modos habituales y originales de entender, de expresarse, de narrar, en uso en una determinada época o región, regulados por normas particulares y utilizados por el que habla o por el que escribe con una finalidad determinada.

Cada uno de estos géneros sigue procedimientos literarios particulares (cánones de composición, artificios literarios, figuras retóricas), normalmente fijos y poco sujetos a cambios, y que a menudo son completamente convencionales. En general se considera que tres factores internos más uno externo constituyen el género literario:

  • un tema particular (el reino de Dios, la misericordia divina, la humildad);
  • una estructura o forma interna peculiar (cántico, himno, fábula);
  • un repertorio de procedimientos frecuentes o dominantes (como el uso de imágenes);
  • el contexto o circunstancia vital.

El estudio de los géneros literarios recibió un fuerte impulso, como del resto de toda la ciencia bíblica, gracias a la encíclica Divino afflante Spiritu (1943) del papa Pío XII, que explicó su importancia y estableció los principios fundamentales para su estudio.

No todo lo que el autor escribe se propone del mismo modo al asentimiento del lector; por ejemplo, en una fábula, lo que se propone al asentimiento es la conclusión moral, el resto es solo un medio literario para llegar a esa conclusión, no afirmándose según su realidad propia. Un caso diferente es una narración histórica, donde lo que se propone al asentimiento es el hecho narrado.

Numerosos autores distinguen entre géneros mayores y menores. Los mayores serían: histórico, jurídico, profético, sapiencial, evangélico, epistolar y apocalíptico. Dentro del N.T. hemos de distinguir los géneros: evangelio, hechos, cartas y apocalipsis.

3.- La santidad de la Biblia

La santidad de la Escritura aparece frecuentemente mencionada junto con la verdad bíblica en los documentos del Magisterio, como realidad esencial de los textos bíblicos.

La santidad de la que aquí hablamos indica, por una parte, que los textos bíblicos enseñan una doctrina moral justa y buena, capaz de llevar el hombre a la participación de la perfección que solo hay en Dios; por otra parte, que en los textos bíblicos no hay nada que desdiga de la santidad de Dios, estando inmunes de cualquier carencia o error moral.

Esto no significa, ciertamente, que la conducta de los personajes de la Biblia sea siempre ejemplar y santa, pues objeto de la inspiración no son las acciones de los personajes bíblicos, sino el juicio que sobre ellas da el escritor inspirado.

La santidad de los textos sagrados no implica, por otra parte, que el juicio del autor inspirado corresponda siempre al máximo de los requerimientos de la perfección moral, basta con que alcance el ámbito de lo honesto, lo que siempre se da. En esto, Dios ha manifestado, de modo particular, su pedagogía divina. Sólo en el Nuevo Testamento, la normativa moral alcanza el culmen de la perfección.

En el Antiguo Testamento, Dios reveló un conjunto de verdades sobre Sí mismo y sobre el hombre, sin embargo, no estableció explícitamente las instituciones que podían conferir la gracia de la justificación. La circuncisión y los demás ritos y ceremonias de la ley antigua, en efecto, no conferían la gracia per se, sino que la anunciaban con palabras y la significaban con imágenes y figuras (DV 15; CIC 128-130). El medio por el que los justos que vivían bajo el régimen de la antigua recibían la gracia era la fides Mediatoris, o sea, por medio de la fe en las promesas recibidas, que anunciaban un Salvador. El Nuevo Testamento, por el contrario, además de mostrar el pleno significado de los textos del Antiguo Testamento, ofreciendo el panorama completo de las verdades salvíficas, presenta constituidos los canales a través de los cuales se recibe eficazmente la gracia salvífica: los sacramentos.

Con respecto a los preceptos de la ley moral, la esencia de ley moral natural fue conocida en el Antiguo Testamento a través de un recorrido progresivo. El primer hombre, antes del pecado, debió de conocerla de algún modo en su integridad, gracias a las perfecciones de su naturaleza y al estado de justicia en el que había sido constituido. Cuando la razón natural comenzó a oscurecerse por la costumbre de pecar, Dios manifestó poco a poco a los hombres los diferentes preceptos morales de orden natural. Así Abrahán tuvo conocimiento de algunos preceptos fundamentales sobre Dios y sus designios. Más tarde, cuando la descendencia de Abrahán se multiplicó hasta convertirse en un pueblo, Dios ayudó la debilidad de la razón humana promulgando la ley del Sinaí, que comprende como parte esencial el Decálogo, núcleo central de la ley moral natural, donde están contenidos, de manera implícita o explícita, todos los preceptos morales de la ley (Cf CIC 1955; 1962). En la nueva economía de salvación, Cristo perfeccionó los preceptos morales de la antigua ley con sus obras y con su enseñanza.

4.- La perennidad e inmutabilidad de la Biblia

La Constitución dogmática Dei Verbum, en el apartado 14 afirma:

“La economía de la salvación preanunciada, narrada y explicada por los autores sagrados, se conserva como verdadera palabra de Dios en los libros del Antiguo Testamento; por lo cual, estos libros inspirados por Dios conservan un valor perenne: ‘Pues todo cuanto está escrito, para nuestra enseñanza fue escrito, a fin de que por la paciencia y por la consolación de las Escrituras estemos firmes en la esperanza’ (Rom 15:4)”.

El valor perenne de la Biblia encuentra su fundamento último en el hecho de la inspiración bíblica. Las Escrituras inspiradas por Dios y redactadas de una vez para siempre, comunican de modo inmutable la palabra del mismo Dios. Cualquier texto de los libros sagrados posee una enseñanza para la vida cristiana: nada queda al margen ni carece de significado, pues todo ha sido escrito para que «estemos firmes en la esperanza».

‘Perennidad’ e ‘inmutabilidad’ son dos nociones que se compenetran. Cuando se dice que la Biblia contiene un mensaje perenne susceptible de ser actualizado y aplicado a cada época, a cada hombre y a cada comunidad de hombres, no se está relativizando su mensaje, vinculándolo con circunstancias cambiantes. La capacidad de los textos bíblicos de adaptarse a cada hombre y a cada situación se realiza, de hecho, mediante una simultánea reconducción de los hombres a la verdad eterna e inmutable que la Biblia enseña, pues su enseñanza nunca cesa de ser válida, siendo como es un mensaje eterno de Dios para todos los hombres.

La Escritura, inseparablemente unida a la Tradición viva de la Iglesia, ha sido, es y será siempre la regla firme de fe para la Iglesia.


[1] Santo Tomás de Aquino, De Commendatione I, n. 1200.

[2] San Agustin PL 4,623.

[3] San Agustín, Epistola 82, 1-3: PL 33, 277.

[4] Santo Tomás de Aquino, Quodlibetales XII, q. 17, a. 26, ad 1.

[5] El texto de San Agustín se encuentra en PL 34, 262.

[6] Cf Staudinger, H., Credibilità storica dei Vangeli, Bologna 1991, 16.

Padre Lucas Prados
Padre Lucas Prados
Nacido en 1956. Ordenado sacerdote en 1984. Misionero durante bastantes años en las américas. Y ahora de vuelta en mi madre patria donde resido hasta que Dios y mi obispo quieran. Pueden escribirme a [email protected]

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