Santidad según Dios o fárrago

Doblepensar o «doublethink» en inglés, es el neologismo empleado por George Orwell en su novela 1984, es decir el doble discurso, que sostiene simultáneamente dos opiniones contradictorias, dos creencias contrarias albergadas a la vez en la mente, tan promovido por el movimiento de la Nueva Era, que se ha infiltrado también en la Iglesia.

El Papa Pío IX, en la Syllabus condenó que el doble pensamiento, de acoplar una idea verdadera y falsa al mismo tiempo, es una forma de panteísmo, o herejía.[1]

El pontificado de Jorge Mario Bergoglio nos ha acostumbrado a situarnos antes que en la pleamar de la gracia divina y la sana doctrina, en un fárrago inacabable de frases, slogans, las homilías en Santa Marta, y especialmente en sus documentos.

«En Evangelii gaudium quise concluir con una espiritualidad de la misión, en Laudato si con una espiritualidad ecológica y en Amoris laetitia con una espiritualidad de la vida familiar».[2]

Si Amoris laetitia es el adormecimiento, al estilo que hace un enfermero para luego clavar la aguja con la inyección, Gaudate et exsultate es el pinchazo mismo, porque este nuevo pseudo documento magisterial, impone en esa práctica de los polos opuestos, del doble pensar, la también corrompida práctica del llamado discernimiento (ns. 166 y ss.), para dejar oleada y santificada la perturbadora Amoris laetitia que pulverizó la doctrina del sexto mandamiento, con la infernal expresión de la novedad (n° 168).

Es decir de la Rueda de Chicago a la Montaña Rusa.

Franciscus, en ese doble lenguaje, antes de referirse en el n° 100 de dicha Exhortación apostólica, a las ideologías que nos llevan a errores nocivos, y en el n° 101 al nocivo e ideológico el error de quienes viven sospechando del compromiso social de los demás, considerándolo algo superficial, mundano, secularista, inmanentista, comunista, populista, canoniza el socialismo espiritual:

«Esto implica para los cristianos una sana y permanente insatisfacción. Aunque aliviar a una sola persona ya justificaría todos nuestros esfuerzos, eso no nos basta. Los Obispos de Canadá lo expresaron claramente mostrando que, en las enseñanzas bíblicas sobre el Jubileo, por ejemplo, no se trata solo de realizar algunas buenas obras sino de buscar un cambio social: ”Para que las generaciones posteriores también fueran liberadas, claramente el objetivo debía ser la restauración de sistemas sociales y económicos justos para que ya no pudiera haber exclusión”».[3]

I. ¿Qué es la santidad cristiana?

Llamamos santo a aquello que existe para Dios. La santidad dice esencialmente relación de dependencia respecto a Dios, bien sea en orden de la consagración, bien en el de la obligación moral.

La santidad es la segunda propiedad que el Símbolo Niceno-Constantinopolitano atribuye a la Iglesia. La Sagrada Escritura presenta la santidad como un atributo propio de la Iglesia, Cuerpo místico de Cristo:

«Cristo amó a la Iglesia y se entregó por ella, a fin de santificarla… y prepararla como su esposa inmaculada sin mancha ni arruga».[4] «Cristo nos eligió para que fuésemos santos e inmaculados ante su vista».[5]

La santidad de la Iglesia es triple:

La santidad de sus principios consiste en el hecho de que la Iglesia está dotada de medios oportunos para producir la santidad en los hombres (santidad activa).

La santidad de los miembros resalta en el espectáculo constantemente verificado en la historia del cristianismo de innumerables fieles que viven según los preceptos del Evangelio (santidad común) y de otros muchos, que, siguiendo también los consejos evangélicos, han llegado a las escarpadas cumbres del heroísmo (santidad eximia), que en muchos casos es sancionada con la canonización.

La santidad de los carismas brota del don de los milagros con que el Espíritu Santo suele manifestar su presencia en todo el Cuerpo Místico (en efecto los milagros son gracias «gratis datae» para la edificación de la Iglesia), o en algún miembro adornado de singular virtud, porque Dios ordinariamente se sirve de sus almas más queridas para obrar sus maravillas.[6]

Desde un punto de vista teológico, la santidad consiste: 1) en vivir cada vez más el misterio de la inhabitación de las Tres Divinas Personas; 2) en la perfecta configuración con Jesucristo; 3) en la perfección de la caridad –perfecta unión con Dios por el amor; 4) en la perfecta conformidad de la voluntad humana con la divina.

Desde un punto de vista espiritual y ascético, toda la doctrina del Evangelio se resume en estas palabras de Jesús: «Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome cada día su cruz y sígame».[7]

Observa Grignion de Montfort que «si alguno, alguien» quiere decir que son muy pocos que siguen a Cristo. Y dice que la perfección cristiana consiste en «querer», «negarse», «padecer» y «obrar», según se desprende del consejo de Jesús. También equivale a decir: la medida de la caridad en el hombre es la medida de su perfección sobrenatural, resultado conjunto de la acción de Dios y de la libre cooperación del hombre.[8]

En el corazón de todo miembro del Cuerpo Místico, Dios ha implantado el deseo de llegar a ser santo: Esta es la voluntad de Dios, vuestra santificación.[9]

El Doctor Angélico, Santo Tomás de Aquino, en plan estrictamente teológico, afirma que la santidad consiste en la perfecta unión con Dios por el amor.

San Juan de la Cruz junto a todos los grandes místicos experimentales: consiste en vivir de una manera cada vez más plena y experimental el misterio inefable de la inhabitación trinitaria en nuestras almas.

Insistentemente Santa Teresa de Jesús habla que ésta consiste en la perfecta identificación y conformidad de nuestra voluntad humana con la voluntad de Dios.

Los santos no hicieron penitencias corporales espantosas, sino una estricta anulación de las delicadezas, consuelos y comodidades: la puesta en práctica de la mortificación más exacta en la moderación de los ojos, la lengua, y en la guerra contra los siete pecados capitales.

La santidad no consiste en el cumplimiento frío de los deberes naturales, sino en hacer los deberes ordinarios, extraordinariamente bien con el objetivo de agradar a Dios.

Dios y la Santa Iglesia le proporcionan o señalan con toda claridad cuáles son los medios necesarios y suficientes que ha de emplear a todo lo largo del proceso de su santificación.  Fundamentalmente son tres: a)  La digna recepción de los sacramentos; b)  La práctica cada vez más ferviente de las virtudes cristianas; e)  La eficacia impetratoria de la oración bien hecha.

El paso primordial a la santidad es el deseo de ser santo. Cuando Teodosia hermana del Aquinate, le preguntó: ¿Qué debo hacer para ser santa? El gran genio de Rocca Sicca apuntó como siempre al quid del asunto, y le dio una respuesta contundente con una sola palabra: ¡Desearlo!

En el mar de la vida –dice el P. Shamon- el céfiro de las gracias de Dios sopla gentilmente sobre todos: algunos van al Cielo y otros al Infierno. ¿En dónde radica la diferencia? Seguramente no en el viento de las gracias divinas, porque Dios concede gracias suficientes a todos para que sean santos poner en juego el alma, es lo que decide la meta.[10]

Si no llegamos a ser santos, no será por culpa de alguien más, sino sólo nuestra. Consecuentemente, no son santos todos los cristianos, ni todos se proponen llegar a serlo. Se puede aceptar el riesgo de la celosa compañía de Dios, pero se puede también soslayar ese riesgo.

Los santos han sido los miembros dolientes de Jesús; han prolongado, en medio de los hombres, la Pasión de Cristo, para que cada uno de ellos considere si en su vida se coloca al lado de Judas o al de Pedro en su cobarde negación, al lado de Pilato o de los fariseos, o bien al del buen ladrón crucificado con Jesús. Los santos nos enseñan cuán difícil es reconocerse a sí mismo delante de Dios como partidario de la Verdad.

II. Caminos de santidad

Dios mío, -decía San Ignacio de Loyola- enséñame a ser generoso, a servirte como mereces que te sirvan, a dar sin contar el costo, a luchar sin temor a ser herido, a trabajar sin buscar descanso y a gastar sin esperar ninguna recompensa, pero el conocimiento de que estoy haciendo tu santa voluntad.

En efecto, no se puede escalar la cima de la santidad sin esfuerzo propio y permanente.

Jesús afirmó que el Reino de los Cielos exige violencia, refiriéndose a la renuncia, al trabajo, al sacrificio. Las biografías de los santos, nos revelan la pasión por la perfección y el control permanente de las tentaciones en que vivían, al mismo tiempo que procuraban santificar cada momento, cualquiera que fuera su ocupación.

Uno de los predicadores más eminentes que ha tenido la Iglesia en sus veinte centurias fue el dominico San Vicente Ferrer nacido en 1350. Con la experiencia de tantas personas buenas, malas y regulares que trató con intimidad, nos perfila la forma en que hemos de vivir nuestra vida cristiana.

Leo el diario íntimo de este verdadero santo. Son quince las determinaciones que le sirven de inspiración en todo momento, ahí están:

– Una clara y perfecta noticia de sus defectos y flaquezas.

– Una grande enemistad contra sus malas inclinaciones y contra los deseos y pasiones que repugnan a la razón.

– Un temor grande porque no está cierto si hasta entonces ha satisfecho bastantemente a Dios por las ofensas que le ha hecho.

– Un gran miedo que ha de llevar siempre, en si no vuelve a caer por su flaqueza en semejantes o semejantes pecados que los pasados, y aún mayores.

– Un fuerte rigor y áspera corrección con que se ha de gobernar sus sentidos corporales y todo su cuerpo, haciendo que esté sujeto y rendido al espíritu para el servicio de Jesucristo.

– Huir virilmente, de cualquier persona que lo puede provocar por ser la ocasión, no sólo de pecar, sino para cualquier imperfección de la vida espiritual y perfecta que lleva.

– Llevar en sí la cruz de Cristo, que tiene cuatro brazos: primero, la mortificación de los vicios; segundo, la renuncia a los bienes temporales; tercero, la renuncia a los afectos carnales de los parientes; cuarto, el desprecio, la abominación y aniquilamiento de sí mismo.

– El perpetuo recuerdo de los beneficios divinos que hasta ahora ha recibido del Señor Jesucristo.

– Permanecer día y noche en oración

– Gustar y sentir continuamente las dulzuras divinas.

– Un gran y ferviente deseo de exaltar nuestra fe, es decir, que Jesucristo sea temido, amado y conocido por todos.

– Tener misericordia y piedad con su prójimo en todas sus necesidades, como quisiera la tuvieran con Él.

– Dar gracias continuamente a Dios con todo el corazón, y glorificar y alabar en todo a Jesucristo.

– Después que ya haya hecho todo esto, sienta y diga: «Señor, Dios mío, Jesucristo, nada soy, nada puedo, nada valgo y te sirvo muy mal, y en todo soy un siervo inútil».[11]

III. Normas de perfección

San Vicente Ferrer, nos señala siete realidades a tener en cuenta:

Primeramente se confunda, y avergüence a sí mismo de sus vicios y defectos.

Lo segundo llore sus pecados, como ofensas hechas a Dios, que han manchado su Alma, y con grandísimo dolor se duela de ello.

Lo tercero se humille, y tenga en poco con tanto menosprecio, que con todas veras, como de cosa vilísima y asquerosísima no haga caso de sí mismo, y desee ser menospreciado, como se ha dicho.

Lo cuarto, que se trate con severísimo rigor de suerte que maltrate su cuerpo ásperamente y guste de ser así maltratado, como el que está lleno de hediondez de pecados, y como sentina de todas las inmundicias.

Lo quinto, tenga ira implacable contra todos sus vicios, y contra las raíces de adonde ellos nacen, y contra sus malas inclinaciones.

Lo sexto, procure perpetuamente tener un vigor de ánimo despierto, y valiente, para que juntamente estén despiertos, y atentos todos sus sentidos, actos, y potencias, con un esfuerzo varonil para toda obra buena.

Lo séptimo, debe tener discreción acompañada de una modestia perfecta, y moderación tal, que en todas las cosas estrechamente guarde modo, y tasa entre lo no suficiente, y demasiado, de tal manera, que ni en sus obras se halle superfluidad, ni cortedad, o defecto, y ni sea más de lo que debe, ni menos de lo que conviene”.

Qué bellas consideraciones prácticas, y es que los santos viven en nuestra propia tierra, pero con los ojos y el corazón plantados en el Cielo.

En estos tiempos nos da terror leer estas páginas que parecen inhumanas, pero es que hoy se ha perdido en gran parte el sentido de pecado, que mide convenientemente la magnitud de la ofensa contra Dios.

Ferrer nos despierta de un sueño peligroso de creer que Dios permitirá el pago al Reino de todo perezoso y olvida que en la parábola de las 10 vírgenes, Jesús no escucha las llamadas de las necias, a las que dice: «No os conozco». No significa que no les conozca físicamente, sino que han despreciado su invitación, por lo que no las admite como salvadas y dignas de la recompensa eterna.

El mismo Cristo que llamará «benditos de mi Padre» a los salvados, llamará «malditos» a quienes no escucharon su Palabra y la cumplieron.

Para conseguirlo, les parece muy poco dejar lo más apetecible de la tierra y viven una persistente tensión de huir de todo lo que pueda suponer la mayor imperfección a lo que dan su debida importancia.

La vida de los santos podría titularse así: con el corazón siempre en el Cielo. Por eso nos han de ser tan estimadas y atractivas las fórmulas que este santo nos ha dejado en herencia, ya que «sólo hay una tragedia al final: no haber sido un santo».[12]

____

[1] SYLLABUS: § I. Panteísmo, Naturalismo y Racionalismo absoluto. I. No existe ningún Ser divino [Numen divinum], supremo, sapientísimo, providentísimo, distinto de este universo, y Dios no es más que la naturaleza misma de las cosas, sujeto por lo tanto a mudanzas, y Dios realmente se hace en el hombre y en el mundo, y todas las cosas son Dios, y tienen la misma idéntica sustancia que Dios; y Dios es una sola y misma cosa con el mundo, y de aquí que sean también una sola y misma cosa el espíritu y la materia, la necesidad y la libertad, lo verdadero y lo falso, lo bueno y lo malo, lo justo y lo injusto (Alocución Maxima quidem, 9 junio 1862).

[2] GAUDATE ET EXSULTATE, n° 28.

[3] Ibid.: n° 99.

[4] EFESIOS 5, 26.

[5] EFESIOS 1, 4.

[6] Cf. PARENTE, PIETRO, Diccionario de teología dogmática.

[7] SAN LUCAS 9, 23.

[8] MONTFORT, San LUIS Mª de, Carta a los amigos de la Cruz.

[9] 1 TESALONICENSES, 4, 3.

[10] SHAMON, P. Albert, Tres pasos a la santidad.

[11] SAN VICENTE FERRER, Tratado de la vida espiritual.

[12] CHARLES PEGUY.

Germán Mazuelo-Leytón
Germán Mazuelo-Leytón
Es conocido por su defensa enérgica de los valores católicos e incansable actividad de servicio. Ha sido desde los 9 años miembro de la Legión de María, movimiento que en 1981 lo nombró «Extensionista» en Bolivia, y posteriormente «Enviado» a Chile. Ha sido también catequista de Comunión y Confirmación y profesor de Religión y Moral. Desde 1994 es Pionero de Abstinencia Total, Director Nacional en Bolivia de esa asociación eclesial, actualmente delegado de Central y Sud América ante el Consejo Central Pionero. Difunde la consagración a Jesús por las manos de María de Montfort, y otros apostolados afines

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