Desde los orígenes de la humanidad, cuando esta no era más que Adán y Eva, hasta nuestros días, el hombre ha sufrido una continua tentación: ponerse en el centro de todo, reducir el ámbito sobrenatural a lo que el hombre puede entender por su mera razón, y en último extremo, expulsar a Dios de “su mundo”, o si acaso dejarlo reducido al área de un puro sentimiento pero sin ninguna obligación para con Él.
Fruto de esta tentación fueron el pecado original, muchas de las herejías que poblaron los primeros siglos de la cristiandad, la filosofía que partiendo de Descartes y siguiendo con Kant ha llegado hasta nuestros días, el humanismo ateo, la teología de la liberación (que no es otra cosa que la búsqueda de destruir al hombre y a Dios desde dentro de la misma Iglesia), el personalismo, la nueva liturgia – centrada más en el hombre que en Dios- , la nueva moral, que pretende “justificar el pecado de los hombres, aunque para ello acabe con Dios y sus leyes.
Si se dan cuenta, todos estos movimientos filosóficos, teológicos, antropológicos, morales e incluso litúrgicos tienen un mismo fin: poner al hombre en el centro del universo y relegar a Dios a un segundo plano, cuando no eliminarlo. La tentación original de Adán y Eva se vuelve a repetir, pero ahora buscando acabar con Jesucristo, la Iglesia y todo el mundo por Dios creado.
La religión siempre vino en ayuda del hombre para que pudiera descubrir su dimensión trascendente con más facilidad y perfección. Fue precisamente la religión la que le iluminó para saber desempeñar un papel en este mundo y al mismo tiempo conocer, que su vida aquí en la tierra era pasajera, ya que por ser libre y estar dotado de un alma inmortal tendría que rendir cuentas ante su Creador.
Fue precisamente la religión, quien le ayudó a descubrir que los roles del hombre y la mujer, en cuanto a su papel a desenvolver en este mundo, eran iguales en dignidad, pero complementarios en cuanto a sus funciones concretas.
Cuando la revelación llegó a su plenitud con Jesucristo, el hombre terminó de conocer cuál era su papel aquí en la tierra, al tiempo que Cristo le ofreció un nuevo modo de pensar y vivir que el hombre por sí mismo no habría descubierto probablemente, y al mismo tiempo le dio las fuerzas para ello. Principios como: “quien busque su vida la perderá” o “si el grano de trigo no cae en la tierra y muere no da fruto” o que es bienaventurado el pobre de espíritu o el limpio de corazón.
La historia nos demuestra que cuando el hombre se ha olvidado de la religión y de su fin trascendente para dedicarse solamente a “construir este mundo”, estas dimensiones que estaban claras en el mensaje de Cristo, vuelven a perderse. El “rechazo” de la dimensión trascendente de una amplia parte de la sociedad moderna coincidió con el auge de “nuevos valores” totalmente desconectados de valores superiores, para centrarse en este mundo e intentar hacer de él un paraíso.
Cuando yo era joven, hace ya bastantes años, el influjo de la psicología moderna en la vida social acuñó unas frases que oíamos cansinamente en la radio, periódicos, en la incipiente televisión e incluso en la predicación de sacerdotes de talante más “modernista”: “Sé tú mismo” o “hay que autorrealizarse”. Bajo esta consigna se aceptó un nuevo modo de pensar y vivir tanto para el hombre como para la mujer. Se decía que había que buscar en esta vida todo aquello que te llevara a la autorrealización personal. Para nada se mencionaba a Dios, sino que todo se reducía a una “realización personal para esta vida”, donde no había lugar ni para la fe ni para las enseñanzas de Cristo. Con el paso de los años la frase “sé tú mismo” o similares, fue perdiendo frescura y novedad, pero el nuevo modo de pensar y vivir ya había impregnado la sociedad y la cultura. Hoy día, esos conceptos, que en realidad son antievangélicos, son el modo de vivir de muchas personas
Cuando esta frase penetró en el mundo religioso (sacerdotes, monjas, frailes…) hizo bastante daño. Consagrarse a Dios había siempre significado, separarse del mundo y dedicarse a Él, sirviéndole directamente (monjas y frailes de clausura) o indirectamente (a través de la enseñanza, asistencia hospitalaria…). Precisamente una persona se entregaba a Dios para renunciar a vivir su propia vida y así vivir la de Cristo. (“Ya no vivo yo, es Cristo quien vive en mí” Gal 2:20).
No menos daño causó esta “nueva psicología” en la mujer. En esa época se decía que la mujer había sido siempre una esclava del varón y de una sociedad machista. Se decía que la mujer había tenido que vivir “recluida” en la casa, no pudiendo “realizarse” como persona en esta vida. Gran culpa de ese modo de pensar y vivir –-se decía– la tenía la religión católica, pues era la que más hincapié ponía en que la mujer tenía que ser principalmente madre y esposa; y para ello tenía que abandonar cualquier “deseo” de desarrollo personal y autorrealización en beneficio de su esposo y de sus hijos. Como consecuencia de ese modo de pensar apareció una generación de mujeres “liberadas” de ciertos “tabúes” sociales, familiares e incluso religiosos; al tiempo que provocó un rechazo de los valores cristianos, los cuales siempre habían dado un papel prominente a la mujer en el ámbito familiar más que en el área laboral y profesional.
Algunos dicen que la sociedad “ha avanzado” mucho en los últimos cincuenta años, y que ahora la mujer ha conseguido integrarse en ella y estar al mismo nivel que el hombre. Hemos de reconocer que este modo de pensar ha podido ayudar en algunos casos a que se respete más a la mujer y se valore más su función, al tiempo que le ha ayudado al hombre a tomar más conciencia de sus obligaciones como esposo y padre. Pero debemos también aceptar que en muchos otros aspectos, ha sido bastante negativa, como por ejemplo: mujeres que huyen de sus obligaciones familiares, disminución del número de hijos, aumento de divorcios, dos cuentas bancarias, mujeres liberadas, hijos que crecen con los abuelos y en las guarderías en lugar de educarse en su propio hogar…
Personas que nunca se habrían planteado realizar estudios universitarios, pues no tenían aptitudes para ello, se creen ahora con el derecho de hacerlo. Hasta no hace muchos años, los puestos más prominentes de la sociedad los solían ocupar las personas más preparadas (alcalde, juez, abogado, médico, arquitecto). Hoy día, todo el mundo se cree con derecho a ser presidente, juez, o lo que sea, aunque no tenga facultades para ello. Todos debemos tener las mismas oportunidades, pero no todos tenemos las mismas facultades. Igualdad sí, pero no igualitarismo. Debido a este error que pretende hacernos a todos jueces o médicos o abogados, encontramos ahora a personas con títulos universitarios que están haciendo funciones de conserjes o labores similares en un ayuntamiento. La sociedad les “encumbró”, y ha sido la misma vida quien les ha puesto en su sitio. Porque una persona no tenga cualidades para ser médico o juez, no tiene por qué sentirse frustrada. Es Dios quien reparte los talentos. Y no olvidemos, que a quien más se le dio más se le exigirá.
La novedad y profundidad del mensaje de Cristo
Frente al “sé tú mismo” y las consignas de autorrealización personal centradas en el mismo hombre, Cristo nos ofreció la posibilidad de basar nuestras vidas en la Suya. Sus máximas rompen los moldes de la moderna psicología, pues nos enseña un estilo de vida muy diferente a lo que normalmente la psicología nos ofrece. La forma de vida que Cristo nos propone es la única que puede llevar al hombre a una su plena “autorrealización”, a la felicidad en la tierra, y luego el premio eterno del cielo. En este modo de enseñar de Cristo hay un denominador común: renunciar por amor a vivir cada uno su propia vida –“el que busque su vida la perderá, pero quien pierda su vida por mí la encontrará”- consignas que son curiosamente contrarias al “sé tú mismo”que el mundo no se cansa de predicar.
Fue Cristo quien nos dijo:
- “Es necesario que Él crezca y que yo disminuya” (Jn 3:30).
- “Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida. Nadie va al Padre sino por mí” (Jn 14:6).
- “Porque quien quiera salvar su vida, la perderá; pero quien pierda su vida por mí y por el Evangelio, la salvará. Pues ¿de qué le sirve al hombre ganar el mundo entero si arruina su vida?” (Mc 8: 35-36)
- “En verdad, en verdad os digo: si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda él solo; pero si muere, da mucho fruto. El que ama su vida, la pierde; y el que odia su vida en este mundo, la guardará para una vida eterna” (Jn 12: 24-25).
Los apóstoles lo entendieron muy bien, y así lo enseñaron:
- “Ya no vivo yo es Cristo quien vive en mí” (Gal 2:20).
- “Para mí la vida es Cristo, y la muerte, una ganancia” (Fil 1: 21).
- “Aspirad a las cosas de arriba, no a las de la tierra. Porque habéis muerto, y vuestra vida está oculta con Cristo en Dios. Cuando aparezca Cristo, vida vuestra, entonces también vosotros apareceréis gloriosos con él” (Col 3: 2-4).
El culmen de este nuevo modo de vivir se hace realidad en la Eucaristía; pues cada vez que le recibimos en este sacramento, morimos a nosotros mismos por la participación en la cruz de Cristo, al tiempo recibimos una nueva vida; una vida sobrenatural que ahora es en primicias, pero que se hará plenitud en la vida eterna. “El que me coma vivirá por mí” (Jn 6:57).
Por eso el cristiano vive esta vida imitando a su Maestro (1 Cor 11:1). Esta es la única y verdadera autorrealización del hombre, cuando se deja “cambiar” y “modelar” por Dios, cuando se “reviste de Cristo” (Rom 13:14) y empieza a vivir la nueva vida que Él le ofrece.
Padre Lucas Prados