Seminarios y entornos santificantes

Hay crisis en el sacerdocio católico, hoy son menos que hace 40 años los consagrados en el sacramento del Orden a causa de los abandonos y por motivos de pérdida de identidad cristiana, también hay crisis en la vida religiosa, de tal modo que han disminuido sensiblemente los entregados a Dios por medio de los votos.

A pesar de que como lo hace notar el P. Alfonso Gálvez[1] la crisis de identidad del Sacerdocio, si bien se agudizó a raíz del Concilio Vaticano II, en realidad ya había visto antes  sus comienzos y hasta se habían hecho algunos intentos para superarla.

¿Significa esta tragedia vocacional que el sacerdocio y la vida religiosa han perdido dignidad y eficacia?

Nuestro Señor Jesucristo

«Constituyó a doce para que fuesen sus compañeros y para enviarlos a predicar, y para que tuvieran poder de expulsar los demonios».[2]

Los Apóstoles siguieron el mismo método (cf. Hechos 16, 3). Los tres años de cercanía de los Doce con el Maestro constituyeron el patrón para la formación sacerdotal de los primeros ordenados y para la formación de quienes los sucederían a lo largo del tiempo. Íntimamente asociados al Señor los Apóstoles se constituyeron en testigos creíbles de su vida, pasión, muerte, resurrección y ascensión.

En los primeros siglos los seminarios de formación para los candidatos al sacerdocio no existieron de la manera como los conocemos hoy en día. Durante las cuatro centurias que precedieron a San Agustín no se encuentran referencias de que hubieron instituciones para la formación del clero, sin embargo según el testimonio de San Ambrosio el obispo San Eusebio de Vercelli, «fue el primero en Occidente al cual se le ocurrió organizar a sus sacerdotes en grupos para formarse mejor y ayudarse y animarse a la santidad. Para este santo su más importante labor como obispo era tratar de que sus sacerdotes llegaran a la santidad».

El obispo Vercelli «combinaba la disciplina monástica con una vida común con el clero parroquial »[3], que sugiere ciertamente una formación sustancial de los candidatos al sacerdocio, ya que la vida monástica siempre incluyó el estudio, el ascetismo y la vida en común, escuelas monásticas que se extendieron por toda la cristiandad; más tarde se establecieron escuelas de lectura para los clérigos, y posteriormente emergieron también las universidades.

Las escuelas monásticas que suplantaron a las escuelas episcopales habían decaído, también habían llegado a un nivel decadente los colegios o internados establecidos cerca de las Universidades, éstas en las que residían los clérigos no diferían en gran manera de aquellas en las que vivían los universitarios seglares que estudiaban medicina o leyes. Otra dificultad estribaba en que eran inaccesibles para aquellos de menos recursos. La comisión nombrada por el Papa Paulo III expuso crudamente los abusos que con más urgencia requerían de una corrección. Paulo III en 1536 nombró una comisión con el fin de llevar a cabo una reforma clerical de la Iglesia.

El docto cardenal jesuita Antonio Pallavicino, conocido principalmente por su Historia del Concilio de Trento, en su magistral escrito describe la gran alegría que embargó a los Padres de la Santa Asamblea cuando en la vigésimo tercera sesión aprobaron el Decreto sobre los Seminarios, considerando que aún si éste habría sido el único fruto del Concilio, ya podrían darse por satisfechos, por los grandes bienes que se esperaban de los Seminarios para el bien de las almas.

El Concilio tridentino decretó:

Sobre el sacerdocio

Si alguno dijere que en el Nuevo Testamento no existe un sacerdocio visible y externo, o que no se da potestad alguna de consagrar y ofrecer el verdadero cuerpo y sangre del Señor y de perdonar los pecados, sino sólo el deber y mero ministerio de predicar el evangelio, y que aquellos que no lo predican no son en manera alguna sacerdotes, sea anatema.[4]

Sobre la fundación de seminarios

Los jóvenes, si no son bien educados, se dejan fácilmente arrastrar hacia los placeres del mundo. Por eso, si no se forman en la piedad y en la religión desde la más tierna edad, cuando los hábitos viciosos no han tomado aún posesión de los hombres por entero, les resulta imposible, sin una protección muy grande y muy particular del Dios todopoderoso, perseverar de una manera perfecta en la disciplina eclesiástica. Así, pues, el santo concilio ordena que todas las iglesias catedrales, metropolitanas y las demás, superiores a ellas, cada una según sus medios y la extensión de su diócesis, se vean tenidas y obligadas a alimentar y educar en la piedad y a formar en la disciplina eclesiástica a algunos niños de la misma ciudad o diócesis, o, si no son bastante numerosos, de la provincia, en un colegio que el obispo elija con esta finalidad cerca de las iglesias o en otro lugar conveniente.[5]

Trento fue el gran Concilio de la Reforma católica, el período que prosiguió a su verificación fue un tiempo de gran renovación de la vida católica que allí se había establecido, y del que surgió una pléyade de obispos y sacerdotes ejemplares.

En los pasados cincuenta años post Vaticano II la disminución de los sacerdotes y religiosos, especialmente en las iglesias de antigua tradición cristiana ha sido dramática con el consecuente cierre de parroquias y conventos, el abandono de obras importantes de apostolado educativas, asistenciales y misioneras, así como una dramática disminución de los católicos practicantes.

Y aunque la crisis de vocaciones no ha sido tan trágica en otras latitudes eclesiásticas, también se ha hecho sentir la falta de auténticos sacerdotes. En Hispanoamérica, países en los que, empero, al convertir al sacerdote en líder y guerrillero, pretendido defensor de unas libertades puramente políticas y de una utópica justicia social, han acabado con el fundamental papel de inmolación y victimación que Dios había escrito para él… El Sacerdote ha dejado de ser entonces el hombre que comparte la Pasión de Cristo dando de ello testimonio ante sus hermanos, como un grano de trigo que muere para dar fruto, para convertirse simplemente en uno más entre los hombres, feroz vengador de las injusticias sociales y preocupado exclusivamente por las cosas que atañen a este mundo.[6]

Pero, ¿cómo se ha podido llegar a este planteamiento?… La contestación es bastante simple: los marxistas aplicaron el método profundamente psicológico (y muy efectivo), a saber, el método de graduación. Primero, por una propaganda adecuada (durante los retiros espirituales, «jornadas», «encuentros», «congresos», etc., y en los artículos de las publicaciones teológicas) se efectuó un «lavado de cerebros» y de esta manera se «lavaron» de la mentalidad de una parte del clero la formación y educación recibida en los Seminarios y las Universidades Católicas; después, ya con toda facilidad pudieron inyectar, por pequeñas dosis, la cosmovisión marxista y especialmente el concepto marxista del cristianismo.[7]

Posteriormente éstos llegaron a los seminarios y al episcopado y desde ahí propagaron la teología de la liberación, conducente a una fe sin religión.

Una guerra del diablo y sus secuaces contra el Cuerpo Místico de Cristo, la Iglesia, con el objetivo de buscar apagar los medios de gracia –la oración y los sacramentos- como también la voz moral de la Iglesia.

Los seminarios de formación sacerdotal, hoy en día han perdido su cariz original, ya que muchos se han convertido en refugios de jóvenes carentes de vocación auténticamente sacerdotal, a los que llegan en busca de un medio de subsistencia segura.

¿Podrá ser un buen candidato al sacerdocio o la vida religiosa aquel que carece, por ejemplo, de un espíritu de sacrificio, penitencia, castidad y docilidad?

La escasez de vocaciones sacerdotales y religiosas, y la falta de perseverancia de los sacerdotes y religiosos sin lugar a dudas tiene como causa principal la acción de errores doctrinales y prácticos, no suficientemente neutralizados.

Tres son los escollos del apóstol: el interés económico, la vanidad y el afán de divertirse.

El fundamento principal de todo apostolado es el espíritu sobrenatural, es decir, que los motivos que impulsan a la acción sean sobrenaturales, que la vida del apóstol sea sobrenatural, que las obras que se emprendan tengan la dosis de espíritu que requiere su naturaleza.

Cuando las órdenes religiosas perdieron su espíritu, no sólo perecieron sus obras, sino ellas mismas. El seminario, el lugar de la formación del aspirante, seminarista, novicio, debe ser un lugar santo y santificante.

Germán Mazuelo-Leytón

[1] CXf. El invierno eclesial.

[2] SAN MARCOS  3, 14-15.

[3] TRACY ELLIS, JOHN, Essays in Seminary Education.

[4] 23.ª sesión, 15 de julio de 1562, 237 votantes.

[5] 23.ª sesión, 15 de julio de 1563, 237 votantes

[6] GÁLVEZ, ALFONSO, El invierno eclesial.

[7] PORADOWSKI, MIGUEL, La escalonada marxistización de la teología.

Germán Mazuelo-Leytón
Germán Mazuelo-Leytón
Es conocido por su defensa enérgica de los valores católicos e incansable actividad de servicio. Ha sido desde los 9 años miembro de la Legión de María, movimiento que en 1981 lo nombró «Extensionista» en Bolivia, y posteriormente «Enviado» a Chile. Ha sido también catequista de Comunión y Confirmación y profesor de Religión y Moral. Desde 1994 es Pionero de Abstinencia Total, Director Nacional en Bolivia de esa asociación eclesial, actualmente delegado de Central y Sud América ante el Consejo Central Pionero. Difunde la consagración a Jesús por las manos de María de Montfort, y otros apostolados afines

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