2020 será recordado como el año en que tuvo lugar una histórica transformación en la vida diaria del mundo. Mientras resulta cada vez más probable que el coronavirus haya sido producto de la ingeniería genética de la China comunista (el libro de Joseph Trito Cina Covid 19. La Chimera che ha cambiato il mondo, Siena 2020, es más que convincente en este sentido), parece igualmente clara la existencia de una ingeniería social a gran escala destinada a conducir a la opinión pública a una situación tal vez inesperada por las propias fuerzas revolucionarias que pretenden regir los destinos del mundo.
Uno de los frutos más logrados de dicha ingeniería social es la ruptura artificial han creado los medios de difusión entre quienes viven en el terror de contagiarse y quienes, temiendo las consecuencias económicas de la pandemia, minimizan la realidad de la epidemia. Los primeros se califican de prudentes y tildan a los otros de negacionistas. Estos últimos acusan a los prudentes de querer someterse a una dictadura sanitaria que atenaza la sociedad. Para unos, lo prioritario es la salud, ya que para ellos el bien más grande es la vida física, y es preciso hacer todo lo que se pueda para no morir; para los otros, lo prioritario es la economía, porque el bien supremo es el bienestar material y hay que hacer todo lo posible por vivir cómodamente. Unos y otros tienen en común un horizonte cultural del que han sido definitivamente desterrados el espíritu de sacrificio y la dimensión sobrenatural. La fórmula morir de coronavirus o de hambre sintetiza la falsa alternativa, presentada como un angustioso dilema.
La sociedad moderna ha fomentado en los últimos decenios un culto obsesivo al cuerpo que ha hecho olvidar que el cuerpo obtiene su vida del alma, la cual tiene un destino eterno. Por otra parte, cuando se afirma que los problemas que debe afrontar el debate político son únicamente el desempleo y el trabajo, no se sale del mismo horizonte materialista, y se olvida que no todo lo que sucede se puede explicar en términos económicos.
Si hoy en día hay un tema que afecta en primer lugar a la vida del hombre es el aborto. Cada año son centenares de millares en Italia, millones en el mundo, las víctimas de una masacre organizada que se multiplica en Occidente desde los años setenta del siglo pasado. El aborto y la anticoncepción son los principales culpables del desplome demográfico, y en éste a su vez está el origen de la crisis económica que padece nuestra sociedad. De esto no se habla, porque no se quiere reconocer que el verdadero problema es la pérdida de los principios sobre los que Occidente ha construido su historia. El silencio más dramático es el de los pastores de la Iglesia, que durante la supuesta emergencia sanitaria han aceptado dejar de administrar los sacramentos, que son la verdadera fuente de vida para el alma y el cuerpo. La consecuencia ha sido el alejamiento de las iglesias por parte de los fieles después de la reapertura de los templos y un aumento dramático de los sacrilegios eucarísticos por la imposición de la comunión en la mano. Y eso que todos los sacerdotes conocen y recitan las palabras del profeta: «Mis ovejas andan errantes por todas las montañas y por todas las altas colinas. Por toda la faz de la tierra se dispersaron mis ovejas, y no hay quien las busque ni quien se preocupe de ellas» (Ezequiel 34, 6-7).
En estos tiempos de Covid-19, algo está transformando radicalmente las costumbres y la vida de cada uno de nosotros, pero pocos se esfuerzan por dilucidar por detrás de lo que sucede los misteriosos designios de la Divina Providencia, que es la mano de Dios que realiza en el tiempo lo que la mente divina piensa y quiere desde la eternidad. De hecho, Dios protege y gobierna por medio de su Providencia todo lo que ha creado, porque su sabiduría «abarca fuertemente (todas las cosas), de un cabo a otro, y las ordena todas con suavidad» (Sabiduría 8,1).
El coronavirus es por el momento benigna, muy diferente de los flagelos que diezmaron al Imperio Romano en los primeros siglos del cristianismo o en tiempos de la cristiandad medieval del siglo XIV. Pero precisamente en ello se manifiesta la sabiduría divina, que muestra al hombre del siglo XXI, débil y arrogante, cobarde y soberbio, lo poco que se necesita para humillarlo y confundirlo. No hay necesidad de la peste ni de la guerra nuclear. Basta una epidemia benigna para destruir las certezas, suscitar mil terrores, desmantelar proyectos planetarios y crear una situación de confusión psicológica y mental que es el peor castigo que merecen los pueblos que vuelven la espalda a Dios y los pastores que abandonan el rebaño. Pero no hemos llegado aún al último acto de la tragedia que nos espera…
(Traducido por Bruno de la Inmaculada)